jueves, 18 de octubre de 2018

ANTONIO GAMONEDA MÁS POEMAS Y FRAGMENTOS

Vi descender llamas doradas sobre muros de sombra.

Esto fue antes de la aparición de los símbolos.

La arcilla ardía en el silencio y, tras la dulzura cercada por imanes, se abrían
espacios en los que, más tarde, advertiría la imposibilidad de distinguir la
crueldad de la misericordia.

Después, la desaparición fue la única virtud de los rostros amados.

Entré en un tiempo en que mi cuerpo participaba de la luz, que, a su vez,
estaba en mí y fuera de mí: eran la fiebre y la revelación en el instante de
rasgarse la infancia. Sucedía, entre despertar y no despertar, bajo afiladas
ruedas invisibles. La eternidad anticipaba su doblez: no existía, pero era
luminosa y temible.

Asistí a la compactación del fuego. Sentí en torno a mí cinturones de espino y
la precisión de los cuchillos perdidos en la nieve. Descubrí un abismo en cuyos
escarpes se extendían amapolas inmóviles. Aprendí a aullar mientras se
rompían vidrios dentro de
mis ojos.

Mi juventud fue conducida por relámpagos tecnificados más allá de las flores
en su hábito de llamas. Vi, en habitaciones abandonadas, grietas por las que
asomaban su cabeza los reptiles del llanto.

Conocí el frío y, más allá de los símbolos, vi huellas judiciales.

Vi también huesos torturados. Por entonces se levantaron en mí las grandes,
las inútiles preguntas. Tuve miedo ante la quietud de las cortinas maternas.

Después advertí la belleza de ciertas úlceras y, en el tejido arterial, las tuberías
que comunican el placer y la muerte.

Soñé y el sueño era otra vida dentro de mi cuerpo y su argumento consistía en
el dolor y el dolor era anterior al pensamiento y se deducía de células
enfermas.

Me extravié en esta creación añadida; descubrí que no había más que locura
en la relación de los cuerpos.

Pensé otra vez en los torturadores, volví a ver

frutos petrificados por el silencio y, en mis manos, la dentadura de mi padre
(fue una extracción de la humedad terrestre). Hube de calcular el valor de la
bisutería negra recibida de amantes desconocidos y, un día, se manifestó la
melancolía cableada del corazón al intestino.

Vi la pobreza a través del olvido y vi también, una sola vez, el rostro de mi
madre sonriendo sobre el algodón y el acero. Una sola vez.


Ésta es mi relación, ésta es mi obra. No hay nada más en la alcoba fría. Fuera
de ella, abandonadas, están las cestas de la tristeza, excrementos cubiertos de
rocío y los grandes anuncios de la felicidad.
ÉSTA es la edad del hierro en la garganta. Ya.

Te habitas a ti mismo, pero te desconoces; vives en una bóveda abandonada en
la que escuchas tu propio corazón
 mientras la grasa y el olvido se extienden por tus venas y
 te calcificas en el dolor y de tu boca
 caen sílabas negras.

Vas hacia lo invisible
 y sabes que es real lo que no existe.
 Retienes vagamente tus causas y tus sueños
 (aún conservas el olor de los suicidas),
 te alimentan la ira y la piedad.
 Queda poco de ti: vértigo, uñas
 y sombras de recuerdos.
 Piensas la desaparición. Acaricias
 la tiniebla cerebral, bajas al hígado calcinado por la tristeza.
 Así es la edad del hierro en la garganta. Ya
 todo es incompresible. Sin embargo,
 amas aún cuanto has perdido.

He visto corazones habitados por hormigas, y máscaras carnales,
[y una serpiente acariciada por un verdugo indeciso,
y alondras prisioneras en rectángulos, y avefrías
coléricas, y madres que besaban cadenas.

Qué difícil oficio amar sin desearlo, anudar el acero, advertir la belleza
[del animal que llora y sobrevive en vísceras privadas de esperanza,
ver a un anciano que anda y no sabe hacia dónde y su esfínter sangra
[lentamente sobre la nieve.

Este hermano invernal, ¿soy yo mismo huyendo de mi juventud?
Advierto aceites cautelosos, y cansancio, y espinas; su acícula extremada
sobre mis ojos.
Desciendo orientado por ménsulas. No sé. Voy, desciendo
los peldaños profundos de la vejez.
Se ve:la falsedad es nuestra iglesia.
Ya estoy llegando,
Ya voy a llegar.
Ahora, no sé por qué, he de cantar rodeado de espejos. 
Aprestad vuestra clóquea, las sucesivas vértebras
de la ira dorsal, la anatomía conductora del miedo.
Dice así mi voz en su impostura,
dice: Vivir es extrañeza, descansar en la cólera. Larvas esclarecidas
liban en nuestras venas.
Vivir es extrañeza. No procede salvarse.
¿De qué, para qué?
No procede salvarse.
No hay salvación en el sándalo ni en las raíces torturadas.
 Definitivamente, no hay salvación en la madera.
Recomiendo por tanto la más sublime indiferencia.
Importa sólo agonizar con cierta dulzura.
Es también una extrañeza la agonía.
Con todo, algunos animales copulan fugazmente. Incluso yo copulo
con tenebrosas flores, con las cifras abstractas y, en modo más frecuente,
con fósiles azules y con ancianas amarillas.
Hubiera una soga final y las terceras sombras serían penetrables.
Pero no; no tenemos soga final. 
Únicamente, madera enloquecida, sí, madera sólo.

Tu cuerpo silba bajo los arándanos. ¿Insinúas la libertad de
las bestias protegidas por conducta de los vientos?

Líbrate de la libertad antes de entrar en mí.

Tú eres veloz y oscura entre los arándanos encendidos; eres
profunda y bella como un rostro en el agua; tu piel es dulce.
Pero mi lengua es sagaz
 y tus oídos escuchan sin misericordia.


El silencio y sus círculos, el ácido que depositas sobre mi salud,
la suciedad hirviendo dentro de mi alma;
éste es el precio de la paz. Acuérdate.
Yo estaré en tu pensamiento,
no seré más que una sombra imprecisa;
habré existido en un instante en que la
alegría y la piedad ardían en tus ojos.
Pero también quiero permanecer desconocido en ti.
Desconocido. Simplemente envuelto en tu felicidad.
Tú distraída en tu luz y yo apenas viviente en ella, y así,
imperceptiblemente amado, esperar la desaparición.
Aunque quizá estamos ya separados por un hilo de
sombra y cada uno está
siento el crepúsculo en mis manos
Siento el crepúsculo en mis manos. Llega a través del laurel enfermo.
Yo no quiero pensar ni ser amado ni ser feliz ni recordar.

Sólo quiero sentir esta luz en mis manos
y desconocer todos los rostros y que las canciones dejen de pesar en mi corazón
y que los pájaros pasen ante mis ojos y yo no advierta que se han ido.
Hay grietas y sombras en paredes blancas 
y pronto habrá más grietas y más sombras
y finalmente no habrá paredes blancas.
Es la vejez. Fluye en mis venas como agua atravesada por gemidos. 
Van a cesar todas las preguntas. 
Un sol tardío pesa en mis manos inmóviles y a mi quietud vienen
a la vez suavemente, como una sola sustancia, 
el pensamiento y su desaparición.
Es la agonía y la serenidad.
Quizá soy transparente y ya estoy solo sin saberlo. En cualquier caso, ya
la única sabiduría es el olvido.
 en su propia luz
y la mía es la que tú vas abandonando.

Como un monte en la espalda o una cuchilla
fría en mi rostro, dádmela.
Dadme la noche sin alondras,
sin sonidos, sin hojas y sin párpados.
He tocado el amor; aún se estremece
como un seno o un balido entre mis manos.
Dadme lo que queráis; dadme una piedra,
una sombra, una estrella destruida.

Es un hombre. Va solo por el campo.
Oye su corazón, cómo golpea,
y, de pronto, el hombre se detiene
y se pone a llorar sobre la tierra.
Juventud del dolor. Crece la savia
verde y amarga de la primavera.
Hacia el ocaso va. Un pájaro triste
canta entre las ramas negras.
Ya el hombre apenas llora. Se pregunta
por el sabor a muerto de su lengua.
¿Qué harás a estas horas con tus manos?
¿A qué materias estarás cercana?
A la desolación de tu ventana,
¿trae la oscuridad ruidos humanos?
.
Me ocurre como todos los veranos:
me crece el corazón, me da la gana.
¡Vivir tan duramente la semana
y ahora no poder! ¡Ah ciudadanos!
.
Son las once en la noche. A lo mejor
es más tarde en la vida. Yo no veo
ninguna solución. Todo es peor.
.
Y tú, reina mortal, ¿en qué cal viva
pondrás los ojos a dormir? Paseo
como un perro; con sed, a la deriva.
.

Él mismo, como Dios, se mataría
un luchador en soledad. Por tanto,
que otra vida combata con la mía.
El que lucha prescinde de agonía.
(A la manera de los héroes, canto
una mezcla de muerte y alegría.)
Si, al pronto, la belleza de una espada
aparece en la sangre, el combatiente
se derrama en la muerte silenciosa.
Si, de pronto, desciende tu mirada,
caeré sobre el mundo lentamente.
No de muerte, de amor quiero una fosa.
A ti, muchacha, que, de pronto, estrenas
la juventud caliente de la risa,
a ti te estoy diciendo: eres precisa
en cierta soledad, en ciertas venas.
Crece la muerte con la vida. Apenas
le llega al corazón alguna brisa,
pero tú crecerías más deprisa;
la alegría que tú desencadenas.
Préstame, amiga, préstame temprano
tus ojos y tus pechos. Duramente
por la boca te sale mucha vida.
Esta hora es feroz. Dame la mano;
alcánzame una muerte sonriente;
pon tus labios desnudos en mi herida.

Blues de las preguntas
Hace tiempo que estoy entristecido
porque mis palabras no entran en tu corazón.
Muchos días estoy entristecido
porque tu silencio entra en mi corazón.
Hay veces que estoy triste a tu lado
porque tú sólo me amas con amor.
Muchos días estoy triste a tu lado
porque tú no me amas con amistad.
Todos los hombres aman mucho la libertad.
¿Sabes tú lo que es vivir ante una puerta cerrada?
Yo amo la libertad y te amo a ti.
¿Sabes tú lo que es vivir ante un rostro cerrado?

He envejecido dentro de tus ojos;
eras la dulzura y el exterminio y yo amé tu cuerpo en sus frutos nocturnos.

Tu inocencia es como un cuchillo delante de mi rostro, pero tú pesas en mi corazón y,
como una miel oscura, yo te siento en mis labios al ir hacia la muerte.

Nada es veloz en tu memoria salvo los ojos del
suicida, el que encendía árboles con sus manos
expertas en la pobreza y en la ira;

nada es verdad y los presagios atravesaron en vano
tus oídos, ah miserable ante la nieve.

Baja a la eternidad de las letrinas blancas hasta que
sientas el silencio y su pureza te confunda,
oigas campanas y el huracán de las alondras,
veas el rostro inútilmente amado.

Habrá cesado en el interior del lauro la melodía ronca de
[las tórtolas.
También habrán cesado en su avidez los córvidos
[amedrentados por el estertor del más breve, el que libó el
[ácido prúsico
Quizá el lagarto agoniza bajo las violetas y,
abandonado por la lluvia, el jardín arde en un ascua
[amarilla
y el cemento enloquece bajo la corrupción de las cerezas
negras y ensangrentadas en el espesor del verano.
Aún existen otras posibilidades.

Quizá soy yo quien ha salido de sí mismo y estoy
[agonizando pero desconozco mi agonía
y, aquí, bajo los mantos de la furia volcánica,
sobre el cristal del sílice,
un resto frío de mi pensamiento entra
en el jardín de los desaparecidos
Tus cabellos descienden en  ala de sombra
 pero tu cuerpo fulge corno luz en el interior de la nieve
Giras en ti misma corno un planeta doloroso.

Mujer desnuda: arde
en ti la belleza y su negación. 
Pronuncias como un arpa discante
el último gemido.

Eres hirviente y fría como el fruto del sándalo,
eres indescifrable como los alabastros

Una rosa de fuego surge de tu vientre y
clamorosa se abre en la sombra inguinal. 
Después, se adentra en mis ojos. 
Allí se calcinan sus pétalos.

Oigo un grito amarillo: luz desgarrada por la luz.
Por caminos de espinas, he llegado
al páramo invisible.
No merecía la pena. Me dispongo
al olvido y al vértigo. Ésta es la última
dificultad. Es excesivo
este cansancio sin destino.
No había palomas en la eternidad.
 No había eternidad.

Ha de llover

Hay sequía en la luz y la ceniza llora,
como mi madre, sin lágrimas.

Ha de llover.

Ha de llover hasta que se levanten los maíces sagrados y sea posible la
/celebración de la muerte.
Ha de llover.

¿Por qué no? ¿ Por qué no ha de llover
en la tiniebla intestinal y en las hirvientes médulas?

Ha de llover

en los niños frenéticos y en los adoradores nocturnos
y en los ancianos extraviados en la música.

Ha de llover
en el aire poblado de ausentes y en la felicidad ensangrentada.

Ha de llover sobre esta piedra enferma
donde, en la noche, cunde un resplandor
procedente de astros inservibles.

Ha de llover. Tiene que llover con dulzura
sobre los suicidas del amanecer.

Ha de llover

en la superficie cristianizada por la industria. Ha de llover
hasta que aúllen las alondras y,
bajo las catenarias, en Vega Magaz,
los ferroviarios se desnuden
y detengan la máquina que llora.

Ha de llover en la extremaunción
sacramentalmente perversa. Ha de llover
en el interior del hierro y en el pensamiento
de los cianóticos y
de los niños prematuros.

Ha de llover

sobre las secretarias parturientas,
sobre los tísicos y los asesinos,
sobre los comandantes y las monjas.

Ha de llover en los prostíbulos
y en los ministerios incomprensibles
y en las fístulas eternas. Sí,

ha de llover. Y las serpientes
aprenderán a silbar con dulzura
unas seiscientas melodías olvidadas. Son
reconocibles por su olor a sombra
y a sustancia inguinal. Dichas serpientes
han de silbar en las cajas de ahorro
y en los urinarios y en las tumbas.

Ha de llover. Hoy es martes
de salvación. Hoy resucitan
los fusilados de Villamañán.

Ha de llover en las grandes letrinas
notariales hasta que aparezcan los títulos
de propiedad de la luz y de la tristeza hipotecaria
y las cartas de amor de Francisco Franco.

Ha de llover, ha de llover dulcemente, sobre las niñas que abortan
/en octubre y sobre los padres invisibles.

Ha de llover en la agonía de Jorge Pedrero
y sobre los visitantes clandestinos.

Ha de llover. Causa analógica:
se sabe que los agonizantes son felices
rodeados de llanto.

Ha de llover,

ha de llover sobre los huesos de Felipe Segundo
y de los Caídos por Dios y por España.

Agua para los prostáticos
y su dolor universal, agua también
para los sifilíticos y los curas.

Agua para los Borbones,
y para los mendigos y las mujeres desnudas
que gritaron los gritos amarillos
de mil novecientos treinta y seis.

Ha de llover.

Ha de llover en los pantanos
rebosantes (se dice) de fascismo y de
melancolía azul. Han de existir
poderosas razones ecuménicas
para que llueva en los pantanos. Ha
de ser físicamente necesario a causa
de la prosperidad del incesto y de los cuchillos
olvidados en las iglesias. Ha
de llover.

Ha de llover, sí, pero no han de olvidarse
los manantiales del odio ni las acequias
secretas de los monasterios ni
la humedad de las sociedades anónimas.

Ha de llover jamás y siempre. Con
desesperación agraria. Ha de llover
hasta que enloquezcan los metales
y el sílice y las inmensas madres
del Barrio de la Sal. 
Ha de llover.
Ha de llover ya.
¿Está lloviendo?

Sí, está lloviendo. Las madres,
bajo la lluvia, van
al penal incesante. Son blancas y locas,
llevan fuego y amor.
Ah de la lluvia,
ah del amor, ah del fuego.
Llueve
en mi pasado y en mis venas. Va a llover
también en mi desaparición.
Ah de la lluvia
sobre las madres locas. Ya arde, bajo el agua,
San Marcos con amor, ya están ardiendo
dulcemente los juicios sumarísimos.

Ah de la lluvia.

De las moreras abrasadas por la luz, las visitadas por serpientes ciegas;
de los grandes perales en cuyos frutos se alimentan pájaros invisibles;
de los pinares inmóviles y de los fresnos temblorosos

surge la musculatura encendida en las cifras inversas que se desprenden de la serenidad y del dolor;
surge el bañista indeciso sobre el hermano amortajado en su propia luz;
surge el monstruo arrodillado ante sí mismo, el espectador del vértigo.

Surge el ser silencioso, el conocedor de abismos habitados por ancianos en cuyas venas hierve la misericordia;
surge el ser pensativo en su propia blancura y en la tristeza de sus genitales;
surge el ser andariego, el que lleva en sus brazos al animal herido por presagios;
surge el gigante insomne, el enloquecido por los astros y atormentado por la geometría.

Tú hieres y acaricias la madera en nombre de la libertad;
sueñas en el interior del bronce y en las celdas graníticas,
amas la luz de los cuchillos en las arterias vegetales,
creas al mismo tiempo el resplandor y la sombra y
llevas la vida al interior de la muerte.

Finalmente, conduces relámpagos a la quietud. Así, en tus manos,
la madera es sagrada.

Ayer abrí el armario lleno de sombra.
Vi cauterios, cánulas, metileno, cintas
con leyendas doradas, crucifijos
y tejidos nupciales, su blancura
inmóvil en sí misma.
Vi sargas raídas que ocultaron un
rostro sin lágrimas y consideré el óxido
en las monedas del pasado.
Vi,en rama de cristal, los alcaloides
del estertor azul, los inyectados
por Amelia Lobón, bordadora y asmática,
viuda viviente y agonizante enamorada.
Un largo instante, aspiré
el olor a tristeza de sus manos.
Era ya último el sol.
Suavemente, acerqué mi silla a la ventana y
descansé la mirada.
    
Vi temblar el lauro que habitaron las tórtolas.
Aún sostiene las esferas sangrientas
que en verano seducen a los pájaros
y que Cecilia amor mío
no arrancará nunca del lauro.
Así es mi atardecer, mi última serenidad.
A veces, alzo la mano y saludo a la noche
que ya desciende hacia los restos del día.
Así podrá ser también otro día, otra tarde,
en que, apenas desvelado, alce
mi mano en la costumbre y,
con ignorada dulzura,
con imperceptible amor, 
salude fugazmente
a la muerte.


LAS VENAS COMUNALES
[2012-2014]


Me excede la claridad. He de entrar, sin embargo,
en la última luz.
Dame una lágrima negra, 
una flor clandestina.
Dame algo. Me excede la claridad.

***

Pon tu lente sobre mis llagas, la lente que aún utilizas indeciso entre la misericordia y la ira, la lente
que, rodeado de helechos, más allá de Trevijano, pasado el talud de Gilberto
(el talud frecuentado por las alondras, ubérrimo en melancolía, mínimamente productor de cerezas),
colocabas
sobre hormigas hambrientas.

Te vi, niño final, nieto de la pobreza, ya provisto de espinas que doraba la luz, 
inclinado a la ternura fórmica.

Ahora tienes la edad de un sándalo corpulento. 
Vendrán días y, como a mí, te convertirán en un pájaro cansado.

Vestirás de invierno
aunque ya estén naciendo flores blancas
en el talud de Gilberto.

De mí sólo podrás advertir una brasa extinguida.
 Anuda entonces la cinta roja que yo dispondré para ti,
precisamente para que sonrías anudándola,
contemplando
tu vejez y mi muerte reunidas
en una suave tiniebla.  De momento,
dame tu mirada física, pon
tu lente sobre mis llagas.

***

Vienen los últimos números. He prescindido de las lágrimas.

Y tú, ¿quién eres? ¿Yo mismo?
 ¿No sabes?
 Es indiferente.

Ven:
Tú que conoces la longitud de mis venas, el espesor de mi sombra,
la inmovilidad casi eterna de la máquina Sínger y de otras máquinas semejantes,
acompáñame algún tiempo sin hablarme ni escucharme. Acompáñame únicamente. Voy
a la inexistencia.

Gracias.

***

Se dan en mí las palabras inmóviles.
 Sé de frutos olvidados en alacenas, envueltos en sombras que tiemblan
porque se acerca un rumor esparto.

Ayer,
en la magnitud de un horizonte tardío,
vi ciertas, algunas
flores temibles.

¿Por qué
esta inmovilidad en las palabras, en los frutos y en algunas
flores lejanas?

¿Por qué,
como una virtud cansada,
se incorporan a mi pensamiento?
No sé.

Mi confusión es blanca.

Está acercándose
el instante excesivo en que he de aprender la última sabiduría.

Naturalmente,
hablo de ciencia sin argumento, hablo,
naturalmente,
del olvido.

Tú conoces quizá (pienso en tus sílabas insomnes) el nombre de las flores prendidas al crepúsculo,
semejantes
al ópalo de fuego.

Sé que, como alas de sílex, endurecen sus sépalos al insinuarse la noche 
y que los abren en la advertencia del amanecer.

Y de los frutos olvidados:
Sé de sus cuerpos en las alacenas y en los zaguanes 
y que perfuman la geometría calcinada.
Y de las palabras:

¿Qué son en ti y en mí
las palabras inmóviles?

Abre tus ojos. Contéstame. No esperes a
la última luz.

Has retornado a mis venas.
Es sospechosa tu dulzura, tan semejante a cuando vendías luz y
[mentiras sagradas
  
Te reconozco en tu negación. En las tardes inmóviles,
entrabas en ti mismo y te ocultabas en un temblor de párpados
al advertir la proximidad de los pájaros incandescentes
que anidan en tus celdas cerebrales.
  
La locura se abría en ti como una flor. Vi sus pétalos negros.
Sucedían tus accidentes: el estertor de tu máquina invisible y,
colérica y una vez más, la dulzura.

 Crujías bajo mis manos pero era inútil la misericordia articular.
[Crujías
atravesado por una música amarilla. Y gritabas. Gritabas
hasta que tus gritos creaban el amanecer.
  
Eras intocable como un sable indeciso
sobre una mujer que llora. Cuando despertabas
te envolvías en una gran sábana. Volvías a ti mismo
y tus heces adquirían en ti
la perfección intacta de la luz.

 Te reconozco aunque te escondas bajo la piel del ébano
Finges amor hasta crear un verdadero amor
y ahora estás amando en mí. Te reconozco.

 Gimes como un perro herido en el interior de mi pecho. ¿Recuerdas
cuando te acostabas sobre mi corazón?
Ahora, insomne en la muerte, has venido a comprar mis ojos. Así
es tu causa, tu astucia kurdistana.
  
Buscas tus documentos incestuosos, tus profecías en la virtud de la
[epilepsia
y aquellos códices de la sabiduría que permite
ser feliz en el fuego
  
Tú acuñabas monedas únicamente válidas
en los mercados de frutos y tinieblas.
Pero tú no adquirirías otros frutos que los que arden en el cuerpo de
[tus hermanas
y también y tan sólo tinieblas maternales.
  
Ah los frutos y las tinieblas en tus manos,
mercantilmente triste o accidentalmente vivo
en Nueva York o en Nasría.

 Eres bello y horrible. Tú me induces al adulterio con cuerpos desollados
y a la fornicación sobre la púrpura.
  
No puedo abandonarte, sin embargo, a tu propia inclemencia:
tú estás soñando mis sueños
y amas en mí lo que no es tuyo.
  
Has abrevado en manantiales ciegos y te has erguido en la demencia.
En rigor, no te necesito: hay suficiente impureza en mi corazón.
  
Pero tú eres mi sacramento negro, la última
sustancia de mis venas.

Asediados por ángeles y ceniza cárdena enmudecéis hasta
advertir la inexistencia

 y el viento entra en vuestro espíritu.

 Respiráis el desprecio, la ebriedad del hinojo bajo la lluvia:
blancos en la demencia como los ojos de los asnos en el instante
de la muerte,

 ah desconocidos semejantes a mi corazón.

Sábana negra en la misericordia:
Tu lengua en un idioma ensangrentado.

Sábana aún en la sustancia enferma,
la que llora en tu boca y en la mía
y, atravesando dulcemente llagas,
ata mis huesos a tus huesos humanos.

No mueras más en mí, sal de mi lengua.
Dame la mano para entrar en la nieve.

He aquí las cabezas congregadas
a la convexidad; habla el volumen
y no turba el silencio; se averiguan
sólo la dimensión y la tristeza.
Surgen del capitel innumerables,
de la tiniebla de los huesos y
la poderosa ritmación redonda:
consistencia mortal, morfología
que se revela y no se nombra, fruto
obstinado del tímpano y el tiempo.

En vivo y en silencio. Atormentado,
a Dios me lo sacaron por los ojos.
Lo tenía la sangre con cerrojos,
sumergido en amor: Dios maniatado.

Ahora miro en mí por si han dejado
aunque no sea más que unos despojos:
el eco de una voz, los muros rojos,
el ámbito interior de un desollado.
Lo sacaron con luz; una mirada
fundió mi dulce condición de ciego
y me dejaron un extraño frío.
¡Cuánta luz, cuánto hielo, cuánta nada!
Ahora, donde Dios era de fuego,
donde hablaba el dolor, llora el vacío.

Tu voz en dátiles sangrientos surge de las sustancias distribuidas
sobre el mar.
y su metal vuela en círculos, vuela con alas venenosas sobre ese
cuerpo ya dorado, ya ciego en frutos demasiado dulces.
El algodón, más verde que los relámpagos de la infancia, exhala
augurios que rehusan la descripción del mar, la descripción del mar
bajo los ojos sin misericordia.
Y los aceites femeninos hierven en la celebración del verano
Este es el día del calor. Al pie del muro deseado por un sólo
pájaro —el portador de lágrimas en las tardes de hastío— miras las
urnas de la sal, la oxidación esbelta de los mástiles, la longitud mortal
de las banderas
Hay negación: heridas; líquidos procedentes del desprecio; labios
en las espaldas de tus hijas…
Obscenidad  dulzura fúnebre, ¿quién no bebe en tus manos
amarillas?

Tu cuerpo silba en los arándanos. ¿Insinúas la libertad de las
bestias protegidas por la conducta de los vientos?

Líbrate de la libertad antes de entrar en mí.

Tú eres veloz y oscura en los arándanos encendidos; eres
profunda y bella como un rostro en el agua; tu piel es dulce. Pero mi
lengua es sagaz

y tus oídos escuchan sin misericordia.
  
El silencio y sus círculos, el ácido que depositas sobre mi salud,
la suciedad obligatoria de mi alma:
este es el precio de la paz. Acuérdate.

Vi montes sin una flor, lápidas rojas, pueblos vacíos
y la sombra que baja. Pero hierve
la luz en los espinos. No comprendo. Sólo
veo belleza.
Desconfío.

Dime qué ves en el armario horrible
y en las vasijas de llorar ¿qué es esto?
Cuando contemplas la melancolía
en las farmacias y, en los muros,
están ya escritas las acusaciones,
¿quién eres tú al fin y por qué callas?
Ante los animales y el silencio,
mete las manos en el agua, heridas
de los espinos. No solloces; dime
qué nombres viven en tu corazón.

Bellos son los cadáveres azules.
Escuchamos hierros y respiramos el olor a sal 
de peces endurecidos entre espejos,
y la sombra es verde delante de nuestros pasos 
hasta el lugar donde la leche descansa bajo sudarios transparentes.

Veo el caballo agonizante junto al pozo de aguas oscuras 
y las gallinas a su alrededor.
El rocío afila su pureza bajo los dientes amarillos 
y el crepúsculo acude a las desiertas pupilas
(sombra de las higueras, serenidad de la hierba, 
profundidad del aire atravesado por vencejos).
Veo la espalda de la indiferencia, 
los corredores destinados a la contemplación del hastío
entre las altas begonias, entre las grandes hojas soñolientas.
Siento la curiosidad de los perros y la piedad de las mujeres: 
es el paisaje de la infancia,
el olor incorporado a mi espíritu en los accesos de la edad.

Como si te posases en mi corazón y hubiese luz dentro
de mis venas y yo enloqueciese dulcemente; todo es
cierto en tu claridad:
te has posado en mi corazón,
hay luz dentro de mis venas,
he enloquecido dulcemente.

Fuerte paz tengo
yo. Comba de fuego,
comba de hombre a la manera
de la tormenta inmóvil.

Dentro de mí creció
tanto la música, fue
tan intenso el combate,
que ahora estoy, como un mundo,
en el límite de la fuerza.

Si muriese, si, al pronto,
alguien me diese un
golpe en punta, una
cuchillada de libertad,
la luz se llenaría
de gritos puros y
rojo corazón desmenuzado.

(¡Ah los espacios con
ramos de fuego, lluvias
rojas y veloces, partes
de ira, trozos
de coraje; masa
libre y humana, sangre
convenida a la música!).

Pero no. Pero no. Dulce,
atormentada voz redonda
que mandas en mi con
las manos del mundo, no;
la fuerza que me das
no es para la muerte.

Ahora entiendo la edad
de la crecida, el río
salvaje del dolor,
alguien me alzaba a
esta curva del ansia.

Y, ahora, a la manera
de aquellos astros cuya
mutua tensión sostiene
en paz,
sucia de amor, poned paz.

¡Ah fuerza de los hombres!

Eres como la paloma que roza la tierra y se levanta y
se aleja en la luz.
Tú atraviesas un resplandor
y yo te amo desde lejos.

Con tus manos conducidas por una música que vagamente
recuerdas,
dices adiós en el umbral.
Ah insensata dulzura,
dices adiós en el umbral y de tus manos se desprende
un instante sin límites.

Como un monte en la espalda o una cuchilla
fría en mi rostro, dádmela.
Dadme la noche sin alondras,
sin sonidos, sin hojas y sin párpados.
He tocado el amor; aún se estremece
como un seno o un balido entre mis manos.
Dadme lo que queráis; dadme una piedra,
una sombra, una estrella destruida.
Ante las viñas abrasadas por el invierno, pienso en el
miedo y en la luz (una sola sustancia dentro de mis ojos),
pienso en la lluvia y en las distancias atravesadas por la ira.

VI
descripción de la mentira iv
—————————
1975-1976
– 
No recurriré a la verdad porque la verdad ha dicho no y puesto ácidos
en mi cuerpo y me ha separado de la exaltación
¿Qué verdad existe en el vientre de las palomas?
¿La verdad está en la lengua o en el espacio de los espejos?
¿La verdad es lo que se responde a las preguntas de los príncipes?
¿Cuál es entonces la respuesta a las preguntas de los alfareros?
Si levantas una túnica encontrarás un cuerpo pero no una pregunta:
¿para qué las palabras desecadas en cíngulos
o las construidas en esquinas inmóviles,
las instruidas en láminas y, luego, desposeídas y ávidas?
Y bien; ¿he sido yo alguna vez cínico como asfalto o pelambre?
No es así sino que el asfalto poseía mi memoria y mis exclamaciones
relataban la perdición y la enemistad.
Nuestra dicha es difícil recluida en la belladona y en recipientes que
no deben ser abiertos.
Sucio, sucio es el mundo; pero respira. Y tú entras en la habitación
como un animal resplandeciente.
Estaba ciego en la lucidez pero tú has hecho girar la
locura.

Madre: quiero olvidar
esta creencia sin descanso. Nadie
ha visto un corazón habitado:
¿por qué este pensamiento irreparable,
esta creencia sin descanso?

Estar desesperado
estar químicamente desesperado,
no es un destino ni una verdad
Es horrible y sencillo
y más que la muerte. Madre:
dame tus manos, lava
mi corazón, haz algo
an venido otra vez como líquenes inevitables
Estás aquí:
han venido otra vez como…

El óxido se posó en mi lengua como el sabor de una desaparición.
El olvido entró en mi lengua y no tuve otra conducta que el olvido,
y no acepté otro valor que la imposibilidad.
Como un barco calcificado en un país del que se ha retirado el mar,
escuché la rendición de mis huesos depositándose en el descanso;
escuché la huida de los insectos y la retracción de la sombra al ingresar en lo que
quedaba de mí;
escuché hasta que la verdad dejó de existir en el espacio y en mi espíritu,
y no pude resistir la perfección del silencio.
No creo en las invocaciones pero las invocaciones creen en mí:
han venido otra vez como líquenes inevitables.
La fermentación del verano se introduce en mi corazón y mis manos se deslizan
cansadas en la lentitud.
Vienen rostros sin proyectar sombra ni hacer crujir la sencillez del aire;
sin osamenta ni tránsito, como si consistieran únicamente en el contenido de mis ojos,
en la unidad de mis palabras, en el espesor de mis oídos.
Son obedientes y yo siento su reunión como una salud que se refugia en la oscuridad.
Es una amistad dentro de mí mismo;
es un estambre urdido por manos que son suaves en el interior de los días.

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