sábado, 12 de febrero de 2011

Canto 3 Parte 11 "Lámpara de Mechero de Plata" ("Cantos de Maldoror" Conde de Lautreamont)

"Oh lámpara de mechero de plata, mis ojos te distinguen en los aires, camarada dela bóveda de  las catedrales, y se preguntan    la razón de ese aparato colgante. Se dice que  tus  fulgores  iluminan  por  la  noche  la  turba  de  los  que  llegan  para  adorar  al Todopoderoso,  y  que  muestras  a  los  arrepentidos  el  camino  que  conduce  al  altar. Escucha,  todo  es  posible,  pero...  ¿acaso  tienes  necesidad  de  prestar  tales  servicios a quienes  no  debes  nada?  Deja  que  las  columnas  de  las  basílicas  se  hundan  en  las tinieblas,  y  cuando  una  bocanada  de  la  tempestad  que  transporta  por  el  espacio  al diablo remolinante, penetra con éste en el sagrado lugar diseminando terror, en lugar de  luchar  valientemente  contra  la  ráfaga  contaminada  por  el  príncipe  del  mal, extínguete  al  punto  ante  su  hálito  febril,  para  que,  sin  ser  visto,  pueda  elegir  sus víctimas entre los creyentes arrodillados. Si procedes así, puedes proclamar que te seré deudor de  toda mi  felicidad. Cuando brillas de ese modo, esparciendo  tus claridades vacilantes  pero  suficientes,  no  me  atrevo  a  entregarme  a  los  impulsos  de  mi temperamento, y me quedo bajo el pórtico sagrado, contemplando, a través de la puerta   entornada,  a  aquellos que  escapan a mi  venganza,  cobijándose  en  el  seno del Señor. ¡Oh  lámpara poética!,  tú que serías mi amiga si pudieras comprenderme, cuando mis pies  huellan  el  basalto  de  las  iglesias,  en  las  horas  nocturnas,  ¿por  qué  te  pones  a brillar de un modo que, lo confieso, me resulta extraordinario? Tus reflejos se colorean entonces con  los blancos  tonos de la luz eléctrica; el ojo no puede mirarte de frente, y tú  iluminas  con  una  llama  nueva  y  poderosa  los menores  detalles  de  la  pocilga  del Creador,  como  si  te  sintieras  dominada  por una  sagrada  cólera. Y  cuando me  retiro después  de  haber  blasfemado,  te  vuelves  de  nuevo  imperceptible,  pálida  y  modesta, segura  de  haber  cumplido  un  acto  de  justicia.  Dime  sinceramente,  ¿será  porque conoces  las  vueltas  y  revueltas  de mi  corazón  que,  al  aparecer  yo  donde  tú  velas,  te apresuras a señalar mi presencia perniciosa dirigiendo  la atención de  los adoradores hacia  donde  acaba  de mostrarse  el  enemigo  de  los  hombres? Me  inclino  hacia  esta opinión,  pues  yo  también  comienzo  a  conocerte,  y  sé  quién  eres,  vieja  hechicera  que velas también en las sagradas mezquitas, donde se pavonea, como la cresta de un gallo, tu  extraño  dueño.  Vigilante  guardiana,  te  has  reservado  una  insensata  misión.  Te advierto que  la primera vez que me  señales al  recelo de mis  semejantes, aumentando tus  fulgores  fosforescentes,  como  no me  gusta  ese  fenómeno  de  óptica,  que  por  otra parte ningún  libro de  física menciona,  te arrancaré  la piel del pecho y, clavando mis garras en  las costras de  tu nuca  tiñosa,  te arrojaré al Sena. No puedo  tolerar que, no haciéndote yo nada,  te comportes deliberadamente de un modo que me perjudica. Allí te  permitiré  brillar  mientras  me  resulte  agradable;  allí  te  burlarás  de  mí  con  una sonrisa inextinguible; allí, convencida de la ineficacia de tu aceite criminal, lo orinarás amargamente”. Después de haber hablado en estos  términos, Maldoror ya no  sale del templo,  y  se  queda mirando  fijamente  la  lámpara  del  santo  lugar...Cree descubrir una especie de provocación en la actitud de esa lámpara, cuya inoportuna presencia lo irrita al máximo. Piensa que si hay un alma en el  interior de esa  lámpara, revela cobardía al no  responder  con  sinceridad  a un  ataque  leal. Azota  el  aire  con  sus brazos nerviosos, deseando que la lámpara se transforme en hombre; se promete a sí mismo hacerle pasar entonces  un mal  cuarto  de hora. Pero no  es por medios naturales que una  lámpara  se transforma  en  hombre. No  puede  resignarse,  por  lo  que  va  a  buscar,  en  el  atrio de  la miserable  pagoda,  una  piedra  plana  de  canto  afilado. La  arroja  al  aire  con  fuerza...la cadena se corta por la mitad como la hierba por acción de la guadaña, y el instrumento del  culto  cae  al  suelo,  derramando  su  aceite  sobre  las  losas...  Toma  la  lámpara  para llevarla  afuera,  pero  ésta  se  resiste  y  aumenta  de  tamaño.  Le  parece  ver  alas  en  sus costados  y  la  parte  superior  adquiere  la  forma  de  un  busto  de  ángel.  El  conjunto pretende elevarse por los aires para emprender vuelo, pero él lo retiene con mano firme. Una  lámpara  y  un  ángel  que  forman  un  solo  cuerpo  es  algo  que  no  se  ve  a menudo. Reconoce  la  forma  de  la  lámpara  y  reconoce  la  forma  del  ángel,  pero  no  las  puede separar en  su espíritu; en efecto, en  la  realidad, están pegadas una a otra  formando un solo  cuerpo  independiente  y  libre,  pero  él  cree  que  una  nube  ha  velado  sus  ojos haciéndole  perder  parte  de  su  excelente  visión.  A  pesar  de  todo,  se  prepara valientemente para la lucha, pues su adversario no tiene temor. La gente simple cuenta, a quienes quieren creerlo, que  la puerta sagrada se cerró por sí sola, girando sobre sus desconsolados goznes, para que nadie pudiera asistir a esa lucha impía, cuyas peripecias habrían  de  desarrollarse  en  el  recinto  del  santuario  violado.  El  hombre  del  manto, mientras recibe crueles heridas con una espada invisible, se esfuerza por acercar su boca al  rostro  del  ángel;  piensa  sólo  en  eso  y  toda  su  acción  tiende  a  ese  fin. El  ángel  va perdiendo energías, y parece presentir su suerte. Ya lucha sólo débilmente, y ve llegar el momento en que su adversario podrá besarlo a su gusto, si eso es  lo que quiere hacer. Pues  bien,  ha  llegado  el momento. Con  su musculatura  oprime  la  garganta  del  ángel,que ya no puede respirar, y  le vuelve el rostro, apoyándolo sobre su odioso pecho. Por un  instante  se  conmueve  ante  la  suerte  deparada  a  ese  ente  celestial,  que  le  hubiera gustado  tener por amigo. Pero piensa que es el enviado del Señor, y no puede contener su enojo. Ya está: ¡algo horrible va a  tener entrada en  la  jaula del  tiempo! Se  inclina y acerca  la  lengua  llena  de  saliva  a  esa  mejilla  angélica,  de  la  que  parten  miradas suplicantes.  Pasea  un  rato  su  lengua  por  esa mejilla.  ¡Oh!...¡mirad!...  ¡Eh, mirad!...¡la mejilla blanca y  rosa se ha vuelto negra como el carbón! Exhala miasmas pútridos. Se trata  de  la  gangrena,  ya  no  se  puede  dudar. El mal  corrosivo  se  extiende  por  todo  el rostro, y de  allí prolonga  su  furia hacia  las partes  inferiores; pronto  todo el cuerpo  se convierte  en  una  vasta  llaga  inmunda.  El mismo,  atemorizado  (pues  no  creía  que  su lengua contuviera un veneno  tan potente),  recoge  la  lámpara y huye de  la  iglesia. Una vez  afuera,  percibe  en  el  aire  una  forma  negruzca,  con  las  alas  carbonizadas,  que emprende vuelo penosamente hacia  las  regiones celestiales. Ambos se miran, mientras el  ángel  asciende  hacia  las  alturas  serenas  del  bien,  y  él, Maldoror,  por  el  contrario, desciende  hacia  los  abismos  vertiginosos  del  mal...¡Qué  mirada!  ¡Todo  lo  que  la humanidad  ha  pensado  durante  sesenta  siglos  y  hasta  lo  que  pensará  en  los  siglos venideros, podría estar cómodamente contenido en esa mirada,  tantas cosas  se dijeron en ese adiós  supremo! Pero debe entenderse que eran pensamientos más elevados que los  surgidos  de  la  inteligencia  humana,  en  primer  término  por  tratarse  de  esos  dos personajes, en segundo término por la circunstancia misma. Esa mirada los ligó con una amistad  eterna. Le  causa  asombro que el Creador pueda  tener misioneros de alma  tan noble.  Por  un  instante  cree  haberse  engañado,  y  se  pregunta  si  no  hubo  un  error  en seguir  la  ruta  del  mal  ,como  lo  hizo.  El  desconcierto  ha  pasado:  persevera  en  su resolución, y piensa que es un destino glorioso vencer tarde o temprano al Gran Todo, a fin  de  reinar  en  su  lugar  sobre  el  universo  entero  y  sobre  legiones  de  ángeles  tan hermosos. El ángel le hace comprender sin palabras que recobrará su forma primitiva a medida que se acerque al cielo; deja caer una lágrima que refresca la frente de aquel que le provocó  la gangrena, y desaparece poco a poco como un buitre, elevándose entre las nubes. El culpable mira  la  lámpara, causante de  todo  lo que antecede. Corre como un demente por las calles en dirección al Sena y allí lanza la lámpara por sobre el parapeto. La  lámpara  remolinea  unos  instantes  para  hundirse  definitivamente  en  las  aguas cenagosas. Desde ese día,  todas  las  tardes, cuando cierra  la noche,  se ve aparecer una lámpara  refulgente  que  flota  graciosamente  sobre  la  superficie  del  río,  a  la  altura  del puente Napoleón,  llevando,  en  lugar  de  asas,  dos  preciosas  alas  de  ángel.  Se  desliza lentamente sobre las aguas, avanza hasta cruzar los arcos del puente de la Estación y del puente de Austerlitz, y prolonga  su estela  silenciosa  sobre el Sena hasta el puente del Alma. Una vez allí,  remonta con  facilidad el curso del  río, y  retorna al cabo de cuatro horas  al  punto  de  partida. Y  así  sucesivamente  durante  toda  la  noche.  Su  resplandor blanco como la luz eléctrica, cubre el de los faroles que bordean ambas orillas, entre las que avanza como una reina solitaria,impenetrable, con una sonrisa inextinguible, sin que su  aceite  se derrame  con  amargura. En un comienzo  las embarcaciones  la perseguían, pero  ella  burlaba  esos  esfuerzos  inútiles,  escapaba  de  todas  las  persecuciones, sumergiéndose  con  coquetería,  y  reapareciendo  más  allá,  a  gran  distancia.  En  la actualidad,  los  marinos  supersticiosos,  cuándo  la  ven,  reman  en  dirección  opuesta  y suspenden  sus  canciones.  Si  de  noche  pasáis  por  un  puente,  prestad  atención: seguramente veréis brillar  la  lámpara, más cerca o más  lejos; aunque se dice que no se muestra  a  todo  el mundo.  Si  pasa  por  el  puente  un  ser  humano  que  tiene  algún  peso sobre  la  conciencia,  ella  apaga  súbitamente  sus  reflejos,  y  el  caminante  despavorido escudriña en vano, con ojos desesperados, la superficie y el légamo del río. Sabe lo que eso significa. Le hubiera gustado creer que ha visto la claridad celestial, pero se dice a símismo que  la  luz provenía de  la proa de  los barcos o del reflejo de  los faroles; y hace bien.  Sabe  que  esa  desaparición  la  provoca  él  mismo,  y,  enfrascado  en  tristes reflexiones,  aprieta  el  paso  para  llegar  a  su  casa. Entonces  la  lámpara  de mechero  de plata  reaparece  en  la  superficie  y  prosigue  su  marcha  señalada  por  elegantes  y caprichosos arabescos.

 

Canto 3ro Parte 2 "La Loca" ("Cantos de Maldoror" Conde de Lautreamont)

2. Allí tenéis a la loca que pasa bailando, mientras rememora vagamente algo. Los niños la persiguen a pedradas como si fuera un mirlo. Enarbola un palo, y hace ademán de correrlos; luego prosigue su camino. Ha perdido un zapato en el trayecto, pero no lo nota. Largas patas de araña recorren su nuca: son tan sólo sus cabellos. Su rostro ha dejado de parecerse a un rostro humano, y lanza carcajadas como la hiena. Se le escapan jirones de frases, en las que, por más que se las hilvane, muy pocos encontrarían un significado claro. Su vestido, con agujeros en más de un sitio, está animado de violentas sacudidas en tomo de sus piernas huesudas y embarradas. Ella marcha hacia adelante como la hoja del álamo, viéndose arrastrada, ella, su juventud, sus ilusiones y su felicidad pasada que vuelve a ver a través de las brumas de una inteligencia destruida, por el torbellino de las facultades inconscientes. Ha perdido su encanto y su belleza primeros; su andar es grosero y su aliento hiede a aguardiente. Si los hombres fueran felices en esta Tierra, entonces sería la ocasión para asombrarse. La loca no hace ningún reproche, es demasiado altiva para quejarse, y morirá sin haber revelado su secreto a los que se interesan por ella, pero a quienes ha prohibido que le dirijan la palabra. Los niños la persiguen a pedradas como si fuera un mirlo. Se le acaba de caer del seno un rollo de papel. Un desconocido lo recoge, se encierra en su casa toda la noche y lee el manuscrito que contiene lo que sigue: "Después de muchos años de esterilidad, la Providencia me envió una hija. Durante tres días estuve arrodillada en las iglesias, y no cesé de agradecer al gran nombre de Aquel que finalmente había atendido mis súplicas. Alimenté con mi propia leche a la que era más que mi vida, y que yo veía crecer rápidamente, dotada de todas las cualidades del alma y del cuerpo. Ella me decía: “Quisiera tener una hermanita para divertirme con ella; ruega al buen Dios que me envíe una, y, como recompensa, tejeré para él una guirnalda de violetas, mentas y geranios.” Por única respuesta la levanté hasta mi pecho y la besé con amor. Ella había aprendido ya a interesarse por los animales y me pedía que le explicara por qué la golondrina se conforma con rozar con el ala las cabañas humanas sin atreverse a entrar. Pero yo, colocando un dedo sobre mis labios, le daba a entender que había que guardar silencio sobre esa grave cuestión, cuyos fundamentos no quería hacerle comprender todavía, a fin de no herir con una impresión excesiva su imaginación infantil, y me apresuraba a desviar la conversación de ese asunto, penoso de tratar para todo ser perteneciente a la raza que ha impuesto una dominación injusta sobre los demás animales de la creación. Cuando ella me hablaba de las tumbas del cementerio, diciéndome que en ese ambiente se respiraban los agradables perfumes de los cipreses y de las siemprevivas, me cuidaba de contradecirla, pero le decía que era la ciudad de los pájaros; que allí cantaban desde el alba hasta el crepúsculo vespertino, y que las tumbas eran sus nidos donde reposaban de noche con sus familias, levantando las losas. Todos los lindos vestidos que llevaba, los había cosido yo, así corno los encajes de mil arabescos que le reservaba para los domingos. En invierno, tenía su lugar propio alrededor de la gran chimenea, pues ella se consideraba una persona seria, y, en el verano, el prado reconocía la suave presión de sus pasos, cuando se aventuraba, con su redecilla de seda atada al extremo de un junco, detrás de los colibríes, plenos de independencia, y de las mariposas, con su zigzag irritante. “¿Qué haces, pequeña vagabunda, mientras la sopa te espera hace una hora con la cuchara impaciente?” Pero ella exclamaba, saltando a mi cuello, que no se volvería a repetir. Al día siguiente se escapaba de nuevo a través de las margaritas y las resedas, a través de los rayos del sol y el revoloteo de los insectos efímeros; conocía sólo la prismática copa de la vida, todavía no la hiel; feliz de ser más grande que el abejaruco; se burlaba de la cutruca que no canta tan bien como el ruiseñor; le sacaba la lengua con disimulo al antipático cuervo, que la, miraba paternalmente; y era graciosa como un gatito. Yo no habría de gozar mucho tiempo de su presencia; estaba por llegar la hora en que debía, de modo inesperado, despedirse de los encantos de la vida, abandonando para siempre la compañía de las tórtolas, de las gallinetas, de los verderones, la charla del tulipán y de la anémona, los consejos de las hierbas del pantano, el espíritu mordaz de las ranas, y la frescura de los arroyos. Me contaron lo que había sucedido, pues yo no estuve presente en el acontecimiento que determinó la muerte de mi hija. Si lo hubiera estado, habría defendido a aquel ángel a costa de mi sangre...Maldoror pasaba con su bulldog; ve a una chiquilla que duerme a la sombra de un plátano; la confunde al principio con una rosa. No podría decirse qué fue lo que primero surgió en su espíritu, si la visión de aquella niña o la resolución que tomó al verla. Se desnuda rápidamente, como un hombre que sabe lo que quiere. Desnudo como una piedra se arroja sobre el cuerpo de la niña y le levanta el vestido para cometer un atentado al pudor...¡a la claridad del sol! ¡No tendrá reparo alguno, vamos!... No hay que insistir sobre este acto impuro. Con el espíritu disconforme, se vuelve a vestir precipitadamente, lanza una mirada cauta al camino polvoriento, por donde nadie transita, y ordena al bull-dog que estrangule con la presión de sus quijadas a la niña sangrante. Indica al perro de la montaña el sitio por donde respira y grita la víctima sufriente, y se hace a un lado para no ser testigo de la penetración de los puntiagudos dientes en las venas rosadas. El cumplimiento de esta orden pudo parecer severo al bull-dog. Creyó que le exigían lo que ya se había realizado, y se limitó, ese lobo de hocico monstruoso, a violar a su vez la virginidad de la niña delicada. Desde su vientre desgarrado, la sangre corre de  nuevo a lo largo de las piernas por el prado. Sus lamentos se unen a los quejidos del animal. La joven le presenta la cruz de oro que adorna su cuello para que se aparte; ella no se había atrevido a ponerla ante los ojos salvajes de aquel que en primer término había ideado aprovecharse de la debilidad de sus pocos años. Pero el perro no ignoraba que, si desobedecía a su dueño, un cuchillo sacado de debajo de la manga le abriría súbitamente las entrañas sin decir agua va. Maldoror (¡cuán repugnante resulta pronunciar este nombre!) oía los lamentos agónicos, asombrado de la resistencia de la víctima, que ya daba por muerta. Se acerca al altar de inmolación y comprueba la conducta de su bull-dog, que entregado a sus bajos instintos levantaba la cabeza por encima de la niña, como un náufrago eleva la suya por encima de las olas encolerizadas. Le da un puntapié y le revienta un ojo. El bull-dog, irritado, huye a campo traviesa, arrastrando tras sí durante un trecho que siempre resulta demasiado largo, por corto que fuere, el cuerpo de la niña suspendida, que sólo se desprende gracias a las sacudidas irregulares de la fuga; pero teme atacar a su amo, que no volverá a verlo. Este saca de su bolsillo un cortaplumas americano, compuesto de diez o doce hojas que sirven para diversos usos. Abre las patas angulosas de esa hidra de acero, y armado de semejante escalpelo, viendo que el césped no había todavía desaparecido bajo el color de tanta sangre vertida, se apresta sin palidecer a hurgar animosamente la vagina de la desventurada niña. De aquel orificio ampliado retira sucesivamente los órganos internos; los intestinos, los pulmones, el hígado, y, finalmente, el corazón mismo, son anancados de sus pedículos y llevados a la claridad del día a través de la espantosa abertura. El sacrificador comprueba que la niña, pollo vaciado, ha muerto hace rato, y pone fin a la perseverancia creciente de sus estragos, dejando reposar el cadáver a la sombra de un plátano. El cortaplumas abandonado fue recogido unos pasos más allá. Un pastor, testigo del crimen, cuyo autor no fue descubierto, hizo el relato sólo mucho tiempo después, cuando estuvo seguro de que el criminal había alcanzado libremente la frontera, y de que ya no tenía que temer la indefectible venganza lanzada contra él en caso de delación. Sentí lástima por el insensato que había cometido esa perversidad, no prevista por el legislador, y que no tenía precedentes. Sentí lástima porque es probable que hubiera perdido la razón cuando manejó el puñal de hoja cuatro veces triple removiendo de arriba abajo las paredes de las vísceras. Sentí lástima porque si no era loco, su conducta vergonzosa debía cobijar un odio inmenso contra sus semejantes, para ensañarse de ese modo con las carnes y las arterias de la inofensiva niña que fue mi hija. Asistí al entierro de esos residuos humanos con muda resignación, y todos los días voy a rezar junto a una tumba." Al concluir esta lectura, el desconocido no puede conservar sus fuerzas y se desvanece. Al recobrar el sentido quema el manuscrito. Había olvidado ese recuerdo de su juventud (la rutina embota la memoria), y después de veinte años de ausencia, volvía a aquel país fatal. ¡Ya no comprará bull-dogs!... ¡No charlará con los pastores!...¡No se acostará a dormir a la sombra de los plátanos!... Los niños la persiguen a pedradas como si fuera un mirlo.

CANTOS DE MALDOROR Canto 2do Parte 14 (Conde de Lautremont)

Hay horas en  la vida en que el hombre de melena piojosa  lanza, con  los ojos fijos,  miradas salvajes a las membranas verdes del espacio, pues le parece oír delante de sí, el irónico  huchear  de  un fantasma.  El menea  la  cabeza  y  la  baja; ha  oído  la voz  de  la conciencia. Entonces sale precipitadamente de la casa con la velocidad de un loco, toma la  primera dirección  que  se  ofrece  a  su  estupor,  y devora  las  planicies  rugosas  de la  campiña.  Pero  el  fantasma  amarillo no  lo  pierde  de  vista  y  lo  persigue  con similar rapidez. A veces, en noches de tormenta, cuando legiones de pulpos alados, que de lejos parecen cuervos,  se ciernen por encima de  las nubes, dirigiéndose con  firmes bogadas hacia  las ciudades de  los humanos, con  la misión de prevenirles que deben cambiar de conducta, el guijarro de ojo sombrío ve pasar, uno tras otro, dos seres a la claridad de un relámpago,  y,  enjugando  una furtiva  lágrima  de  compasión  que  se desliza  desde  su párpado helado, exclama: "Por cierto que lo merece; no es más que un acto de justicia." 
Después  de  haber  dicho  esto,  recobra  su actitud  huraña,  y  sigue  observando,  con un temblor nervioso,  la caza del hombre, y los grandes  labios de  la vagina de sombra, de donde  se  desprenden incesantemente, como  un  río,  inmensos espermatozoides tenebrosos que toman impulso en el éter lúgubre, escondiendo en el vasto despliegue de sus alas de murciélago,  la naturaleza entera, y  las legiones  solitarias de pulpos que  se  han vuelto taciturnos ante el aspecto de esas fulguraciones sordas e inexpresables. Pero durante  ese lapso,  el  steeple-chase continúa  entre  los dos  infatigables corredores, mientras el fantasma  lanza por  la boca chorros de fuego sobre  la espalda calcinada del antílope humano. Si durante el cumplimiento de este deber encuentra en el camino a la piedad, que quiere cerrarle el paso, cede a sus súplicas de mala gana, y deja escapar al hombre. El fantasma hace chasquear la lengua, como para decirse a sí mismo que da por terminada la persecución, y vuelve a su pocilga hasta nueva orden. Su voz de condenado se oye hasta en las capas más lejanas del espacio, y, cuando su aullido espantoso penetra en el  corazón humano, éste preferiría  tener, según dicen, a  la muerte por madre antes  que al remordimiento por hijo. Hunde la cabeza hasta los hombros en las complejidades terrosas  de  un  agujero, pero  la  conciencia  volatiliza  este  ardid  de  avestruz.  La excavación  se evapora, gota de éter;  la  luz aparece con  su cortejo de  rayos, como una bandada  de  chorlitos que  desciende  sobre  las  alhucemas;  y  el hombre  se  encuentra frente  a  sí  mismo con  los  ojos  abiertos  y  turbios.  Lo  he visto  encaminarse  en  la dirección  del mar,  subir  sobre  un  promontorio carcomido  y  azotado  por  la  ceja  de  la espuma,  y  precipitarse  como  una  flecha en  las  olas.  He  aquí  el milagro:  el cadáver reaparecía  al  día  siguiente  en  la superficie  del  océano,  que  devolvía  a  la orilla  este despojo de carne. El hombre se desprendía del molde que su cuerpo había excavado en la arena, exprimía el agua de sus cabellos mojados, y volvía a emprender, con la frente gacha  y  muda, el camino  de  la  vida.  La  conciencia  juzga severamente  nuestros pensamientos y nuestros actos más secretos, y no se equivoca. Como ella es a menudo impotente para prevenir el mal, no se cansa de acosar al hombre como si fuera un zorro, sobre  todo en  la oscuridad. Ojos vengadores, que  la ciencia  ignorante llama meteoros, esparcen una  llamarada lívida, pasan girando  sobre  si mismos, y articulan palabras de misterio... que él comprende. Entonces su almohada queda deshecha por  las sacudidas de  su  cuerpo abrumado  por  el  insomnio,  y  oye  la siniestra  respiración de  los vagos rumores de la noche. El mismo ángel del sueño, mortalmente herido en la frente por una piedra desconocida, abandona su tarea, y se remonta hacia los cielos. Pues bien, esta vez me presento para defender al hombre, yo, el escarnecedor de  todas  las virtudes, yo, el que  no  ha  podido  olvidar  al Creador,  desde  el  día  glorioso  en  que, derribando  de  su zócalo  los anales del cielo, donde, por medio de no sé qué infames embrollos, estaban consignados su poderío y su eternidad,  le apliqué mis cuatrocientas ventosas debajo de la axila hasta hacerle lanzar gritos terribles... Se transformaron en víboras al salir de su boca, y fueron a ocultarse entre las malezas, en los muros ruinosos, al acecho de día, al acecho  de  noche.  Esos gritos, que  se  volvieron  reptantes,  dotados  de innumerables anillos, con una cabeza pequeña y aplastada, y ojos pérfidos, han jurado dar caza a  la inocencia  humana,  y cuando  ésta  se  pasea  entre  la maraña  de  los montes,  o  junto  al respaldo  de  los taludes, o  sobre  las  arenas de  las dunas, no  tarda  en  cambiar de  idea. 
Siempre que  todavía esté a  tiempo, pues a veces el hombre advierte  la penetración del veneno en  las venas de  su pierna, por una mordedura casi  imperceptible, antes de que pueda  retroceder y huir. Así, el Creador, conservando una admirable sangre  fría, hasta en los sufrimientos más atroces, sabe extraer del propio seno de ellos, gérmenes nocivos para  los habitantes  de  la  Tierra.  Cuál  no  sería  su asombro  cuando  vio  a Maldoror, 
convertido en pulpo, avanzar hacia su cuerpo ocho patas monstruosas, cada una de  las cuales, sólida correa, habría podido abarcar  fácilmente  la circunferencia de un planeta. 
Tomado  de  sorpresa,  se  debatió  algunos instantes  contra  ese  abrazo  viscoso,  que se estrechaba  cada  vez  más...yo  temía algún  golpe  peligroso  de  su  parte.  Tras haber sorbido abundantemente  los glóbulos de  su  sangre  sagrada, me  separé bruscamente de su cuerpo majestuoso, y me escondí en una caverna que desde entonces constituyó mi morada. Después de infructuosas búsquedas, no pudo encontrarme. Hace mucho tiempo de eso, pero sospecho que ahora ya conoce mi morada; se cuida de entrar en ella; ambos 
vivimos como monarcas vecinos que conocen sus fuerzas respectivas, y no pudiéndose vencer el uno al otro, están hartos de las batallas inútiles del pasado. El me teme, yo lo temo; uno y otro,  sin haber sido vencidos, hemos experimentado  los rudos golpes del adversario, y nos conformamos con eso. Sin embargo, estoy dispuesto a recomenzar  la lucha  cuando él  quiera.  Pero  que  no  espere  un momento  favorable  para  sus  ocultos designios.  Estaré  siempre  en  guardia,  sin apartar  de  él mi mirada.  Que  no  vuelva a enviar  a  la  tierra  la  conciencia  y  sus tormentos. Enseñé  a  los  hombres  cuáles son  las armas para combatirla con ventaja. Todavía no están familiarizados con ella, pero sabes que para mí  es  como paja que lleva  el viento. Ese es el caso que  le hago. Si quisiera aprovechar  la  oportunidad que se me presenta  de  sutilizar  tales discusiones poéticas, agregaría que hasta hago más caso de  la paja que de  la conciencia, pues  la paja es útil para el buey que  la  rumia, mientras que  la conciencia  sólo  sabe mostrar  sus garras de acero. Estas  últimas  sufrieron una penosa derrota  el  día  que  se enfrentaron  conmigo. 
Como  la  conciencia  había  sido  enviada por  el  Creador,  creí  conveniente  no dejarme cerrar el paso por ella. Si se hubiera presentado con la modestia y humildad propias de su  rango, y de  las que nunca hubiera debido separarse, yo  la habría escuchado. No me gustó su orgullo. Extendi la mano y mis dedos trituraron las garras, que cayeron hechas polvo bajo la presión multiplicada de ese mortero de nuevo estilo. Extendí la otra mano y le arranqué la cabeza. Inmediatamente después arrojé de mi casa a latigazos a aquella mujer, y no  la he vuelto a ver más. Conservé su cabeza como recuerdo de mi victoria. 
Con una cabeza en la mano, cuyo cráneo yo roía, me erguí sobre un pie como la garza real, al borde del precipicio tallado en las laderas de la montaña. Me han visto descender al valle, mientras  la piel de mi pecho estaba  inmóvil y  tranquila  como  la  losa de una tumba. Con una cabeza en  la mano cuyo cráneo yo roía, atravesé a nado los remolinos más peligrosos,  salvé  los escollos mortales, y me sumergí por debajo de  las corrientes para asistir como forastero a  los combates de  los monstruos marinos; me  separé de la costa hasta que mi vista penetrante no la alcanzara; y  los horrorosos calambres, con su magnetismo paralizador, rondaban alrededor de mis miembros que hendían las olas con movimientos  firmes,  sin  osar acercarse. Me  han  visto  volver  sano  y salvo  a  la  playa, mientras la piel de mi pecho estaba inmóvil y tranquila como la losa de una tumba. Con una  cabeza  en  la mano,  cuyo cráneo yo roía,  subí  los escalones ascendentes de una  elevada torre. Llegué con  las piernas cansadas  a la plataforma vertiginosa. Desde allí contemplé la llanura, el mar; contemplé el sol, el firmamento; rechazando con el pie el granito  que  no cedió,  desafié  a  la muerte  y  a  la venganza  divina  con  un supremo abucheo, y me precipité como un adoquín en  la boca del espacio. Los hombres oyeron el choque doloroso y retumbante que resultó del encuentro del suelo con la cabeza de la conciencia, que yo había soltado en mi caída. Me vieron descender con la lentitud de un pájaro, transportado  por  una  nube invisible,  y recoger  la  cabeza,  para l forzarla  a  ser testigo de un triple crimen que yo debía cometer aquel día, mientras la piel de mi pecho estaba inmóvil y tranquila como la losa de una tumba. Con una cabeza en la mano, cuyo cráneo  yo  roía, me  dirigí hacia  el  sitio donde  se  levantan  los postes  que sostienen  la guillotina. Coloqué el delicado candor de los cuellos de tres muchachas bajo la cuchilla. 
En mi papel de verdugo, solté el cordón con la aparente experiencia de toda una vida, Y el  hierro  triangular,  cayendo oblícuamente,  cortó  tres  cabezas  que me miraban  con dulzura. Puse en seguida la mía bajo la pesada navaja, y el verdugo se dispuso a cumplir con  su  deber. Tres veces  la cuchilla descendió deslizándose por  las ranuras, cada vez con mayor vigor; tres veces mi armazón material, sobre todo en el lugar del cuello, fue sacudido hasta en sus cimientos, como cuando en sueños uno se imagina ser aplastado por  una  casa  que se  derrumba.  Para dejarme  alejar  de la fúnebre  plaza,  el pueblo estupefacto me abrió paso; vio cómo seguía mi camino a codazos en medio de la masa ondulante, y cómo me desplazaba lleno de vida, avanzando con la cabeza alta, mientras la piel de mi pecho estaba inmóvil y tranquila como la losa de una tumba. Dije que esta vez quería defender al hombre, pero temo que mi apología no sea expresión de la verdad y, por lo tanto, prefiero callarme. La humanidad sabrá aplaudir esta medida con gratitud