"Oh lámpara de mechero de
plata, mis ojos te distinguen en los aires, camarada dela bóveda de las catedrales, y se preguntan la razón de ese aparato colgante. Se dice
que tus
fulgores iluminan por la noche
la turba de
los que llegan
para adorar al Todopoderoso, y
que muestras a los arrepentidos
el camino que
conduce al altar. Escucha, todo
es posible, pero...
¿acaso tienes necesidad
de prestar tales
servicios a quienes no debes
nada? Deja que
las columnas de
las basílicas se
hundan en las tinieblas, y
cuando una bocanada
de la tempestad
que transporta por
el espacio al diablo remolinante, penetra con éste en el
sagrado lugar diseminando terror, en lugar de
luchar valientemente contra
la ráfaga contaminada
por el príncipe
del mal, extínguete al
punto ante su
hálito febril, para
que, sin ser
visto, pueda elegir
sus víctimas entre los creyentes arrodillados. Si procedes así, puedes
proclamar que te seré deudor de toda
mi felicidad. Cuando brillas de ese
modo, esparciendo tus claridades
vacilantes pero suficientes,
no me atrevo
a entregarme a
los impulsos de mi
temperamento, y me quedo bajo el pórtico sagrado, contemplando, a través de la
puerta entornada, a
aquellos que escapan a mi venganza,
cobijándose en el
seno del Señor. ¡Oh lámpara
poética!, tú que serías mi amiga si
pudieras comprenderme, cuando mis pies
huellan el basalto
de las iglesias,
en las horas
nocturnas, ¿por qué
te pones a brillar de un modo que, lo confieso, me
resulta extraordinario? Tus reflejos se colorean entonces con los blancos
tonos de la luz eléctrica; el ojo no puede mirarte de frente, y tú iluminas
con una llama
nueva y poderosa
los menores detalles de la pocilga
del Creador, como si te sintieras
dominada por una sagrada
cólera. Y cuando me retiro después de
haber blasfemado, te
vuelves de nuevo
imperceptible, pálida y
modesta, segura de haber
cumplido un acto
de justicia. Dime
sinceramente, ¿será porque conoces las
vueltas y revueltas
de mi corazón que,
al aparecer yo
donde tú velas,
te apresuras a señalar mi presencia perniciosa dirigiendo la atención de los adoradores hacia donde
acaba de mostrarse el
enemigo de los
hombres? Me inclino hacia
esta opinión, pues yo
también comienzo a
conocerte, y sé
quién eres, vieja
hechicera que velas también en
las sagradas mezquitas, donde se pavonea, como la cresta de un gallo, tu extraño
dueño. Vigilante guardiana,
te has reservado
una insensata misión.
Te advierto que la primera vez
que me señales al recelo de mis
semejantes, aumentando tus
fulgores fosforescentes, como
no me gusta ese
fenómeno de óptica,
que por otra parte ningún libro de
física menciona, te
arrancaré la piel del pecho y, clavando
mis garras en las costras de tu nuca
tiñosa, te arrojaré al Sena. No
puedo tolerar que, no haciéndote yo
nada, te comportes deliberadamente de un
modo que me perjudica. Allí te
permitiré brillar mientras
me resulte agradable;
allí te burlarás
de mí con
una sonrisa inextinguible; allí, convencida de la ineficacia de tu
aceite criminal, lo orinarás amargamente”. Después de haber hablado en
estos términos, Maldoror ya no sale del templo, y
se queda mirando fijamente
la lámpara del
santo lugar...Cree descubrir una
especie de provocación en la actitud de esa lámpara, cuya inoportuna presencia
lo irrita al máximo. Piensa que si hay un alma en el interior de esa lámpara, revela cobardía al no responder
con sinceridad a un
ataque leal. Azota el
aire con sus brazos nerviosos, deseando que la lámpara
se transforme en hombre; se promete a sí mismo hacerle pasar entonces un mal
cuarto de hora. Pero no es por medios naturales que una lámpara
se transforma en hombre. No
puede resignarse, por lo que
va a buscar,
en el atrio de
la miserable pagoda, una
piedra plana de
canto afilado. La arroja
al aire con
fuerza...la cadena se corta por la mitad como la hierba por acción de la
guadaña, y el instrumento del culto cae
al suelo, derramando
su aceite sobre
las losas... Toma
la lámpara para llevarla
afuera, pero ésta
se resiste y
aumenta de tamaño.
Le parece ver
alas en sus costados
y la parte
superior adquiere la
forma de un
busto de ángel.
El conjunto pretende elevarse por
los aires para emprender vuelo, pero él lo retiene con mano firme. Una lámpara
y un ángel
que forman un
solo cuerpo es
algo que no
se ve a menudo. Reconoce la
forma de la
lámpara y reconoce
la forma del
ángel, pero no
las puede separar en su espíritu; en efecto, en la
realidad, están pegadas una a otra
formando un solo cuerpo independiente
y libre, pero
él cree que
una nube ha
velado sus ojos haciéndole perder
parte de su
excelente visión. A
pesar de todo,
se prepara valientemente para la
lucha, pues su adversario no tiene temor. La gente simple cuenta, a quienes
quieren creerlo, que la puerta sagrada
se cerró por sí sola, girando sobre sus desconsolados goznes, para que nadie
pudiera asistir a esa lucha impía, cuyas peripecias habrían de
desarrollarse en el
recinto del santuario
violado. El hombre
del manto, mientras recibe
crueles heridas con una espada invisible, se esfuerza por acercar su boca
al rostro del
ángel; piensa sólo
en eso y
toda su acción
tiende a ese
fin. El ángel va perdiendo energías, y parece presentir su
suerte. Ya lucha sólo débilmente, y ve llegar el momento en que su adversario
podrá besarlo a su gusto, si eso es lo
que quiere hacer. Pues bien, ha
llegado el momento. Con su musculatura oprime
la garganta del
ángel,que ya no puede respirar, y
le vuelve el rostro, apoyándolo sobre su odioso pecho. Por un instante
se conmueve ante
la suerte deparada
a ese ente
celestial, que le
hubiera gustado tener por amigo.
Pero piensa que es el enviado del Señor, y no puede contener su enojo. Ya está:
¡algo horrible va a tener entrada
en la
jaula del tiempo! Se inclina y acerca la
lengua llena de
saliva a esa
mejilla angélica, de
la que parten
miradas suplicantes. Pasea un
rato su lengua
por esa mejilla. ¡Oh!...¡mirad!... ¡Eh, mirad!...¡la mejilla blanca y rosa se ha vuelto negra como el carbón!
Exhala miasmas pútridos. Se trata de la
gangrena, ya no
se puede dudar. El mal
corrosivo se extiende
por todo el rostro, y de allí prolonga
su furia hacia las partes
inferiores; pronto todo el
cuerpo se convierte en una vasta
llaga inmunda. El mismo,
atemorizado (pues no
creía que su lengua contuviera un veneno tan potente),
recoge la lámpara y huye de la
iglesia. Una vez afuera, percibe
en el aire
una forma negruzca,
con las alas
carbonizadas, que emprende vuelo
penosamente hacia las regiones celestiales. Ambos se miran,
mientras el ángel asciende
hacia las alturas
serenas del bien,
y él, Maldoror, por el contrario, desciende hacia
los abismos vertiginosos
del mal...¡Qué mirada!
¡Todo lo que la
humanidad ha pensado
durante sesenta siglos
y hasta lo
que pensará en
los siglos venideros, podría
estar cómodamente contenido en esa mirada,
tantas cosas se dijeron en ese
adiós supremo! Pero debe entenderse que
eran pensamientos más elevados que los
surgidos de la
inteligencia humana, en
primer término por
tratarse de esos
dos personajes, en segundo término por la circunstancia misma. Esa
mirada los ligó con una amistad eterna.
Le causa
asombro que el Creador pueda
tener misioneros de alma tan
noble. Por un
instante cree haberse
engañado, y se
pregunta si no
hubo un error
en seguir la ruta
del mal ,como
lo hizo. El
desconcierto ha pasado:
persevera en su resolución, y piensa que es un destino
glorioso vencer tarde o temprano al Gran Todo, a fin de
reinar en su
lugar sobre el
universo entero y
sobre legiones de
ángeles tan hermosos. El ángel le
hace comprender sin palabras que recobrará su forma primitiva a medida que se
acerque al cielo; deja caer una lágrima que refresca la frente de aquel que le
provocó la gangrena, y desaparece poco a
poco como un buitre, elevándose entre las nubes. El culpable mira la
lámpara, causante de todo lo que antecede. Corre como un demente por
las calles en dirección al Sena y allí lanza la lámpara por sobre el parapeto.
La lámpara remolinea
unos instantes para
hundirse definitivamente en las aguas cenagosas. Desde ese día, todas
las tardes, cuando cierra la noche,
se ve aparecer una lámpara
refulgente que flota
graciosamente sobre la
superficie del río,
a la altura
del puente Napoleón, llevando, en
lugar de asas,
dos preciosas alas
de ángel. Se
desliza lentamente sobre las aguas, avanza hasta cruzar los arcos del
puente de la Estación y del puente de Austerlitz, y prolonga su estela
silenciosa sobre el Sena hasta el
puente del Alma. Una vez allí, remonta
con facilidad el curso del río, y
retorna al cabo de cuatro horas
al punto de
partida. Y así sucesivamente
durante toda la
noche. Su resplandor blanco como la luz eléctrica,
cubre el de los faroles que bordean ambas orillas, entre las que avanza como
una reina solitaria,impenetrable, con una sonrisa inextinguible, sin que
su aceite se derrame
con amargura. En un comienzo las embarcaciones la perseguían, pero ella
burlaba esos esfuerzos
inútiles, escapaba de
todas las persecuciones, sumergiéndose con
coquetería, y reapareciendo
más allá, a
gran distancia. En la
actualidad, los marinos
supersticiosos, cuándo la
ven, reman en
dirección opuesta y suspenden
sus canciones. Si de noche
pasáis por un
puente, prestad atención: seguramente veréis brillar la
lámpara, más cerca o más lejos;
aunque se dice que no se muestra a todo
el mundo. Si pasa
por el puente
un ser humano
que tiene algún
peso sobre la conciencia,
ella apaga súbitamente
sus reflejos, y
el caminante despavorido escudriña en vano, con ojos
desesperados, la superficie y el légamo del río. Sabe lo que eso significa. Le
hubiera gustado creer que ha visto la claridad celestial, pero se dice a
símismo que la luz provenía de la proa de
los barcos o del reflejo de los
faroles; y hace bien. Sabe que
esa desaparición la
provoca él mismo,
y, enfrascado en
tristes reflexiones, aprieta el
paso para llegar
a su casa. Entonces la
lámpara de mechero de plata
reaparece en la
superficie y prosigue
su marcha señalada
por elegantes y caprichosos arabescos.
La página contiene las frases y los poemas de mis autores más admirados, que hasta hoy me acompañan en el camino de la creación poética
sábado, 12 de febrero de 2011
Canto 3 Parte 11 "Lámpara de Mechero de Plata" ("Cantos de Maldoror" Conde de Lautreamont)
Canto 3ro Parte 2 "La Loca" ("Cantos de Maldoror" Conde de Lautreamont)
2. Allí tenéis a la loca que pasa bailando, mientras rememora vagamente algo. Los niños la persiguen a pedradas como si fuera un mirlo. Enarbola un palo, y hace ademán de correrlos; luego prosigue su camino. Ha perdido un zapato en el trayecto, pero no lo nota. Largas patas de araña recorren su nuca: son tan sólo sus cabellos. Su rostro ha dejado de parecerse a un rostro humano, y lanza carcajadas como la hiena. Se le escapan jirones de frases, en las que, por más que se las hilvane, muy pocos encontrarían un significado claro. Su vestido, con agujeros en más de un sitio, está animado de violentas sacudidas en tomo de sus piernas huesudas y embarradas. Ella marcha hacia adelante como la hoja del álamo, viéndose arrastrada, ella, su juventud, sus ilusiones y su felicidad pasada que vuelve a ver a través de las brumas de una inteligencia destruida, por el torbellino de las facultades inconscientes. Ha perdido su encanto y su belleza primeros; su andar es grosero y su aliento hiede a aguardiente. Si los hombres fueran felices en esta Tierra, entonces sería la ocasión para asombrarse. La loca no hace ningún reproche, es demasiado altiva para quejarse, y morirá sin haber revelado su secreto a los que se interesan por ella, pero a quienes ha prohibido que le dirijan la palabra. Los niños la persiguen a pedradas como si fuera un mirlo. Se le acaba de caer del seno un rollo de papel. Un desconocido lo recoge, se encierra en su casa toda la noche y lee el manuscrito que contiene lo que sigue: "Después de muchos años de esterilidad, la Providencia me envió una hija. Durante tres días estuve arrodillada en las iglesias, y no cesé de agradecer al gran nombre de Aquel que finalmente había atendido mis súplicas. Alimenté con mi propia leche a la que era más que mi vida, y que yo veía crecer rápidamente, dotada de todas las cualidades del alma y del cuerpo. Ella me decía: “Quisiera tener una hermanita para divertirme con ella; ruega al buen Dios que me envíe una, y, como recompensa, tejeré para él una guirnalda de violetas, mentas y geranios.” Por única respuesta la levanté hasta mi pecho y la besé con amor. Ella había aprendido ya a interesarse por los animales y me pedía que le explicara por qué la golondrina se conforma con rozar con el ala las cabañas humanas sin atreverse a entrar. Pero yo, colocando un dedo sobre mis labios, le daba a entender que había que guardar silencio sobre esa grave cuestión, cuyos fundamentos no quería hacerle comprender todavía, a fin de no herir con una impresión excesiva su imaginación infantil, y me apresuraba a desviar la conversación de ese asunto, penoso de tratar para todo ser perteneciente a la raza que ha impuesto una dominación injusta sobre los demás animales de la creación. Cuando ella me hablaba de las tumbas del cementerio, diciéndome que en ese ambiente se respiraban los agradables perfumes de los cipreses y de las siemprevivas, me cuidaba de contradecirla, pero le decía que era la ciudad de los pájaros; que allí cantaban desde el alba hasta el crepúsculo vespertino, y que las tumbas eran sus nidos donde reposaban de noche con sus familias, levantando las losas. Todos los lindos vestidos que llevaba, los había cosido yo, así corno los encajes de mil arabescos que le reservaba para los domingos. En invierno, tenía su lugar propio alrededor de la gran chimenea, pues ella se consideraba una persona seria, y, en el verano, el prado reconocía la suave presión de sus pasos, cuando se aventuraba, con su redecilla de seda atada al extremo de un junco, detrás de los colibríes, plenos de independencia, y de las mariposas, con su zigzag irritante. “¿Qué haces, pequeña vagabunda, mientras la sopa te espera hace una hora con la cuchara impaciente?” Pero ella exclamaba, saltando a mi cuello, que no se volvería a repetir. Al día siguiente se escapaba de nuevo a través de las margaritas y las resedas, a través de los rayos del sol y el revoloteo de los insectos efímeros; conocía sólo la prismática copa de la vida, todavía no la hiel; feliz de ser más grande que el abejaruco; se burlaba de la cutruca que no canta tan bien como el ruiseñor; le sacaba la lengua con disimulo al antipático cuervo, que la, miraba paternalmente; y era graciosa como un gatito. Yo no habría de gozar mucho tiempo de su presencia; estaba por llegar la hora en que debía, de modo inesperado, despedirse de los encantos de la vida, abandonando para siempre la compañía de las tórtolas, de las gallinetas, de los verderones, la charla del tulipán y de la anémona, los consejos de las hierbas del pantano, el espíritu mordaz de las ranas, y la frescura de los arroyos. Me contaron lo que había sucedido, pues yo no estuve presente en el acontecimiento que determinó la muerte de mi hija. Si lo hubiera estado, habría defendido a aquel ángel a costa de mi sangre...Maldoror pasaba con su bulldog; ve a una chiquilla que duerme a la sombra de un plátano; la confunde al principio con una rosa. No podría decirse qué fue lo que primero surgió en su espíritu, si la visión de aquella niña o la resolución que tomó al verla. Se desnuda rápidamente, como un hombre que sabe lo que quiere. Desnudo como una piedra se arroja sobre el cuerpo de la niña y le levanta el vestido para cometer un atentado al pudor...¡a la claridad del sol! ¡No tendrá reparo alguno, vamos!... No hay que insistir sobre este acto impuro. Con el espíritu disconforme, se vuelve a vestir precipitadamente, lanza una mirada cauta al camino polvoriento, por donde nadie transita, y ordena al bull-dog que estrangule con la presión de sus quijadas a la niña sangrante. Indica al perro de la montaña el sitio por donde respira y grita la víctima sufriente, y se hace a un lado para no ser testigo de la penetración de los puntiagudos dientes en las venas rosadas. El cumplimiento de esta orden pudo parecer severo al bull-dog. Creyó que le exigían lo que ya se había realizado, y se limitó, ese lobo de hocico monstruoso, a violar a su vez la virginidad de la niña delicada. Desde su vientre desgarrado, la sangre corre de nuevo a lo largo de las piernas por el prado. Sus lamentos se unen a los quejidos del animal. La joven le presenta la cruz de oro que adorna su cuello para que se aparte; ella no se había atrevido a ponerla ante los ojos salvajes de aquel que en primer término había ideado aprovecharse de la debilidad de sus pocos años. Pero el perro no ignoraba que, si desobedecía a su dueño, un cuchillo sacado de debajo de la manga le abriría súbitamente las entrañas sin decir agua va. Maldoror (¡cuán repugnante resulta pronunciar este nombre!) oía los lamentos agónicos, asombrado de la resistencia de la víctima, que ya daba por muerta. Se acerca al altar de inmolación y comprueba la conducta de su bull-dog, que entregado a sus bajos instintos levantaba la cabeza por encima de la niña, como un náufrago eleva la suya por encima de las olas encolerizadas. Le da un puntapié y le revienta un ojo. El bull-dog, irritado, huye a campo traviesa, arrastrando tras sí durante un trecho que siempre resulta demasiado largo, por corto que fuere, el cuerpo de la niña suspendida, que sólo se desprende gracias a las sacudidas irregulares de la fuga; pero teme atacar a su amo, que no volverá a verlo. Este saca de su bolsillo un cortaplumas americano, compuesto de diez o doce hojas que sirven para diversos usos. Abre las patas angulosas de esa hidra de acero, y armado de semejante escalpelo, viendo que el césped no había todavía desaparecido bajo el color de tanta sangre vertida, se apresta sin palidecer a hurgar animosamente la vagina de la desventurada niña. De aquel orificio ampliado retira sucesivamente los órganos internos; los intestinos, los pulmones, el hígado, y, finalmente, el corazón mismo, son anancados de sus pedículos y llevados a la claridad del día a través de la espantosa abertura. El sacrificador comprueba que la niña, pollo vaciado, ha muerto hace rato, y pone fin a la perseverancia creciente de sus estragos, dejando reposar el cadáver a la sombra de un plátano. El cortaplumas abandonado fue recogido unos pasos más allá. Un pastor, testigo del crimen, cuyo autor no fue descubierto, hizo el relato sólo mucho tiempo después, cuando estuvo seguro de que el criminal había alcanzado libremente la frontera, y de que ya no tenía que temer la indefectible venganza lanzada contra él en caso de delación. Sentí lástima por el insensato que había cometido esa perversidad, no prevista por el legislador, y que no tenía precedentes. Sentí lástima porque es probable que hubiera perdido la razón cuando manejó el puñal de hoja cuatro veces triple removiendo de arriba abajo las paredes de las vísceras. Sentí lástima porque si no era loco, su conducta vergonzosa debía cobijar un odio inmenso contra sus semejantes, para ensañarse de ese modo con las carnes y las arterias de la inofensiva niña que fue mi hija. Asistí al entierro de esos residuos humanos con muda resignación, y todos los días voy a rezar junto a una tumba." Al concluir esta lectura, el desconocido no puede conservar sus fuerzas y se desvanece. Al recobrar el sentido quema el manuscrito. Había olvidado ese recuerdo de su juventud (la rutina embota la memoria), y después de veinte años de ausencia, volvía a aquel país fatal. ¡Ya no comprará bull-dogs!... ¡No charlará con los pastores!...¡No se acostará a dormir a la sombra de los plátanos!... Los niños la persiguen a pedradas como si fuera un mirlo.
CANTOS DE MALDOROR Canto 2do Parte 14 (Conde de Lautremont)
Hay horas en la vida en que el hombre de melena piojosa lanza, con los ojos fijos, miradas salvajes a las membranas verdes del espacio, pues le parece oír delante de sí, el irónico huchear de un fantasma. El menea la cabeza y la baja; ha oído la voz de la conciencia. Entonces sale precipitadamente de la casa con la velocidad de un loco, toma la primera dirección que se ofrece a su estupor, y devora las planicies rugosas de la campiña. Pero el fantasma amarillo no lo pierde de vista y lo persigue con similar rapidez. A veces, en noches de tormenta, cuando legiones de pulpos alados, que de lejos parecen cuervos, se ciernen por encima de las nubes, dirigiéndose con firmes bogadas hacia las ciudades de los humanos, con la misión de prevenirles que deben cambiar de conducta, el guijarro de ojo sombrío ve pasar, uno tras otro, dos seres a la claridad de un relámpago, y, enjugando una furtiva lágrima de compasión que se desliza desde su párpado helado, exclama: "Por cierto que lo merece; no es más que un acto de justicia."
Después de haber dicho esto, recobra su actitud huraña, y sigue observando, con un temblor nervioso, la caza del hombre, y los grandes labios de la vagina de sombra, de donde se desprenden incesantemente, como un río, inmensos espermatozoides tenebrosos que toman impulso en el éter lúgubre, escondiendo en el vasto despliegue de sus alas de murciélago, la naturaleza entera, y las legiones solitarias de pulpos que se han vuelto taciturnos ante el aspecto de esas fulguraciones sordas e inexpresables. Pero durante ese lapso, el steeple-chase continúa entre los dos infatigables corredores, mientras el fantasma lanza por la boca chorros de fuego sobre la espalda calcinada del antílope humano. Si durante el cumplimiento de este deber encuentra en el camino a la piedad, que quiere cerrarle el paso, cede a sus súplicas de mala gana, y deja escapar al hombre. El fantasma hace chasquear la lengua, como para decirse a sí mismo que da por terminada la persecución, y vuelve a su pocilga hasta nueva orden. Su voz de condenado se oye hasta en las capas más lejanas del espacio, y, cuando su aullido espantoso penetra en el corazón humano, éste preferiría tener, según dicen, a la muerte por madre antes que al remordimiento por hijo. Hunde la cabeza hasta los hombros en las complejidades terrosas de un agujero, pero la conciencia volatiliza este ardid de avestruz. La excavación se evapora, gota de éter; la luz aparece con su cortejo de rayos, como una bandada de chorlitos que desciende sobre las alhucemas; y el hombre se encuentra frente a sí mismo con los ojos abiertos y turbios. Lo he visto encaminarse en la dirección del mar, subir sobre un promontorio carcomido y azotado por la ceja de la espuma, y precipitarse como una flecha en las olas. He aquí el milagro: el cadáver reaparecía al día siguiente en la superficie del océano, que devolvía a la orilla este despojo de carne. El hombre se desprendía del molde que su cuerpo había excavado en la arena, exprimía el agua de sus cabellos mojados, y volvía a emprender, con la frente gacha y muda, el camino de la vida. La conciencia juzga severamente nuestros pensamientos y nuestros actos más secretos, y no se equivoca. Como ella es a menudo impotente para prevenir el mal, no se cansa de acosar al hombre como si fuera un zorro, sobre todo en la oscuridad. Ojos vengadores, que la ciencia ignorante llama meteoros, esparcen una llamarada lívida, pasan girando sobre si mismos, y articulan palabras de misterio... que él comprende. Entonces su almohada queda deshecha por las sacudidas de su cuerpo abrumado por el insomnio, y oye la siniestra respiración de los vagos rumores de la noche. El mismo ángel del sueño, mortalmente herido en la frente por una piedra desconocida, abandona su tarea, y se remonta hacia los cielos. Pues bien, esta vez me presento para defender al hombre, yo, el escarnecedor de todas las virtudes, yo, el que no ha podido olvidar al Creador, desde el día glorioso en que, derribando de su zócalo los anales del cielo, donde, por medio de no sé qué infames embrollos, estaban consignados su poderío y su eternidad, le apliqué mis cuatrocientas ventosas debajo de la axila hasta hacerle lanzar gritos terribles... Se transformaron en víboras al salir de su boca, y fueron a ocultarse entre las malezas, en los muros ruinosos, al acecho de día, al acecho de noche. Esos gritos, que se volvieron reptantes, dotados de innumerables anillos, con una cabeza pequeña y aplastada, y ojos pérfidos, han jurado dar caza a la inocencia humana, y cuando ésta se pasea entre la maraña de los montes, o junto al respaldo de los taludes, o sobre las arenas de las dunas, no tarda en cambiar de idea.
Siempre que todavía esté a tiempo, pues a veces el hombre advierte la penetración del veneno en las venas de su pierna, por una mordedura casi imperceptible, antes de que pueda retroceder y huir. Así, el Creador, conservando una admirable sangre fría, hasta en los sufrimientos más atroces, sabe extraer del propio seno de ellos, gérmenes nocivos para los habitantes de la Tierra. Cuál no sería su asombro cuando vio a Maldoror,
convertido en pulpo, avanzar hacia su cuerpo ocho patas monstruosas, cada una de las cuales, sólida correa, habría podido abarcar fácilmente la circunferencia de un planeta.
Tomado de sorpresa, se debatió algunos instantes contra ese abrazo viscoso, que se estrechaba cada vez más...yo temía algún golpe peligroso de su parte. Tras haber sorbido abundantemente los glóbulos de su sangre sagrada, me separé bruscamente de su cuerpo majestuoso, y me escondí en una caverna que desde entonces constituyó mi morada. Después de infructuosas búsquedas, no pudo encontrarme. Hace mucho tiempo de eso, pero sospecho que ahora ya conoce mi morada; se cuida de entrar en ella; ambos
vivimos como monarcas vecinos que conocen sus fuerzas respectivas, y no pudiéndose vencer el uno al otro, están hartos de las batallas inútiles del pasado. El me teme, yo lo temo; uno y otro, sin haber sido vencidos, hemos experimentado los rudos golpes del adversario, y nos conformamos con eso. Sin embargo, estoy dispuesto a recomenzar la lucha cuando él quiera. Pero que no espere un momento favorable para sus ocultos designios. Estaré siempre en guardia, sin apartar de él mi mirada. Que no vuelva a enviar a la tierra la conciencia y sus tormentos. Enseñé a los hombres cuáles son las armas para combatirla con ventaja. Todavía no están familiarizados con ella, pero sabes que para mí es como paja que lleva el viento. Ese es el caso que le hago. Si quisiera aprovechar la oportunidad que se me presenta de sutilizar tales discusiones poéticas, agregaría que hasta hago más caso de la paja que de la conciencia, pues la paja es útil para el buey que la rumia, mientras que la conciencia sólo sabe mostrar sus garras de acero. Estas últimas sufrieron una penosa derrota el día que se enfrentaron conmigo.
Como la conciencia había sido enviada por el Creador, creí conveniente no dejarme cerrar el paso por ella. Si se hubiera presentado con la modestia y humildad propias de su rango, y de las que nunca hubiera debido separarse, yo la habría escuchado. No me gustó su orgullo. Extendi la mano y mis dedos trituraron las garras, que cayeron hechas polvo bajo la presión multiplicada de ese mortero de nuevo estilo. Extendí la otra mano y le arranqué la cabeza. Inmediatamente después arrojé de mi casa a latigazos a aquella mujer, y no la he vuelto a ver más. Conservé su cabeza como recuerdo de mi victoria.
Con una cabeza en la mano, cuyo cráneo yo roía, me erguí sobre un pie como la garza real, al borde del precipicio tallado en las laderas de la montaña. Me han visto descender al valle, mientras la piel de mi pecho estaba inmóvil y tranquila como la losa de una tumba. Con una cabeza en la mano cuyo cráneo yo roía, atravesé a nado los remolinos más peligrosos, salvé los escollos mortales, y me sumergí por debajo de las corrientes para asistir como forastero a los combates de los monstruos marinos; me separé de la costa hasta que mi vista penetrante no la alcanzara; y los horrorosos calambres, con su magnetismo paralizador, rondaban alrededor de mis miembros que hendían las olas con movimientos firmes, sin osar acercarse. Me han visto volver sano y salvo a la playa, mientras la piel de mi pecho estaba inmóvil y tranquila como la losa de una tumba. Con una cabeza en la mano, cuyo cráneo yo roía, subí los escalones ascendentes de una elevada torre. Llegué con las piernas cansadas a la plataforma vertiginosa. Desde allí contemplé la llanura, el mar; contemplé el sol, el firmamento; rechazando con el pie el granito que no cedió, desafié a la muerte y a la venganza divina con un supremo abucheo, y me precipité como un adoquín en la boca del espacio. Los hombres oyeron el choque doloroso y retumbante que resultó del encuentro del suelo con la cabeza de la conciencia, que yo había soltado en mi caída. Me vieron descender con la lentitud de un pájaro, transportado por una nube invisible, y recoger la cabeza, para l forzarla a ser testigo de un triple crimen que yo debía cometer aquel día, mientras la piel de mi pecho estaba inmóvil y tranquila como la losa de una tumba. Con una cabeza en la mano, cuyo cráneo yo roía, me dirigí hacia el sitio donde se levantan los postes que sostienen la guillotina. Coloqué el delicado candor de los cuellos de tres muchachas bajo la cuchilla.
En mi papel de verdugo, solté el cordón con la aparente experiencia de toda una vida, Y el hierro triangular, cayendo oblícuamente, cortó tres cabezas que me miraban con dulzura. Puse en seguida la mía bajo la pesada navaja, y el verdugo se dispuso a cumplir con su deber. Tres veces la cuchilla descendió deslizándose por las ranuras, cada vez con mayor vigor; tres veces mi armazón material, sobre todo en el lugar del cuello, fue sacudido hasta en sus cimientos, como cuando en sueños uno se imagina ser aplastado por una casa que se derrumba. Para dejarme alejar de la fúnebre plaza, el pueblo estupefacto me abrió paso; vio cómo seguía mi camino a codazos en medio de la masa ondulante, y cómo me desplazaba lleno de vida, avanzando con la cabeza alta, mientras la piel de mi pecho estaba inmóvil y tranquila como la losa de una tumba. Dije que esta vez quería defender al hombre, pero temo que mi apología no sea expresión de la verdad y, por lo tanto, prefiero callarme. La humanidad sabrá aplaudir esta medida con gratitud
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