sábado, 12 de febrero de 2011

Canto 3 Parte 11 "Lámpara de Mechero de Plata" ("Cantos de Maldoror" Conde de Lautreamont)

"Oh lámpara de mechero de plata, mis ojos te distinguen en los aires, camarada dela bóveda de  las catedrales, y se preguntan    la razón de ese aparato colgante. Se dice que  tus  fulgores  iluminan  por  la  noche  la  turba  de  los  que  llegan  para  adorar  al Todopoderoso,  y  que  muestras  a  los  arrepentidos  el  camino  que  conduce  al  altar. Escucha,  todo  es  posible,  pero...  ¿acaso  tienes  necesidad  de  prestar  tales  servicios a quienes  no  debes  nada?  Deja  que  las  columnas  de  las  basílicas  se  hundan  en  las tinieblas,  y  cuando  una  bocanada  de  la  tempestad  que  transporta  por  el  espacio  al diablo remolinante, penetra con éste en el sagrado lugar diseminando terror, en lugar de  luchar  valientemente  contra  la  ráfaga  contaminada  por  el  príncipe  del  mal, extínguete  al  punto  ante  su  hálito  febril,  para  que,  sin  ser  visto,  pueda  elegir  sus víctimas entre los creyentes arrodillados. Si procedes así, puedes proclamar que te seré deudor de  toda mi  felicidad. Cuando brillas de ese modo, esparciendo  tus claridades vacilantes  pero  suficientes,  no  me  atrevo  a  entregarme  a  los  impulsos  de  mi temperamento, y me quedo bajo el pórtico sagrado, contemplando, a través de la puerta   entornada,  a  aquellos que  escapan a mi  venganza,  cobijándose  en  el  seno del Señor. ¡Oh  lámpara poética!,  tú que serías mi amiga si pudieras comprenderme, cuando mis pies  huellan  el  basalto  de  las  iglesias,  en  las  horas  nocturnas,  ¿por  qué  te  pones  a brillar de un modo que, lo confieso, me resulta extraordinario? Tus reflejos se colorean entonces con  los blancos  tonos de la luz eléctrica; el ojo no puede mirarte de frente, y tú  iluminas  con  una  llama  nueva  y  poderosa  los menores  detalles  de  la  pocilga  del Creador,  como  si  te  sintieras  dominada  por una  sagrada  cólera. Y  cuando me  retiro después  de  haber  blasfemado,  te  vuelves  de  nuevo  imperceptible,  pálida  y  modesta, segura  de  haber  cumplido  un  acto  de  justicia.  Dime  sinceramente,  ¿será  porque conoces  las  vueltas  y  revueltas  de mi  corazón  que,  al  aparecer  yo  donde  tú  velas,  te apresuras a señalar mi presencia perniciosa dirigiendo  la atención de  los adoradores hacia  donde  acaba  de mostrarse  el  enemigo  de  los  hombres? Me  inclino  hacia  esta opinión,  pues  yo  también  comienzo  a  conocerte,  y  sé  quién  eres,  vieja  hechicera  que velas también en las sagradas mezquitas, donde se pavonea, como la cresta de un gallo, tu  extraño  dueño.  Vigilante  guardiana,  te  has  reservado  una  insensata  misión.  Te advierto que  la primera vez que me  señales al  recelo de mis  semejantes, aumentando tus  fulgores  fosforescentes,  como  no me  gusta  ese  fenómeno  de  óptica,  que  por  otra parte ningún  libro de  física menciona,  te arrancaré  la piel del pecho y, clavando mis garras en  las costras de  tu nuca  tiñosa,  te arrojaré al Sena. No puedo  tolerar que, no haciéndote yo nada,  te comportes deliberadamente de un modo que me perjudica. Allí te  permitiré  brillar  mientras  me  resulte  agradable;  allí  te  burlarás  de  mí  con  una sonrisa inextinguible; allí, convencida de la ineficacia de tu aceite criminal, lo orinarás amargamente”. Después de haber hablado en estos  términos, Maldoror ya no  sale del templo,  y  se  queda mirando  fijamente  la  lámpara  del  santo  lugar...Cree descubrir una especie de provocación en la actitud de esa lámpara, cuya inoportuna presencia lo irrita al máximo. Piensa que si hay un alma en el  interior de esa  lámpara, revela cobardía al no  responder  con  sinceridad  a un  ataque  leal. Azota  el  aire  con  sus brazos nerviosos, deseando que la lámpara se transforme en hombre; se promete a sí mismo hacerle pasar entonces  un mal  cuarto  de hora. Pero no  es por medios naturales que una  lámpara  se transforma  en  hombre. No  puede  resignarse,  por  lo  que  va  a  buscar,  en  el  atrio de  la miserable  pagoda,  una  piedra  plana  de  canto  afilado. La  arroja  al  aire  con  fuerza...la cadena se corta por la mitad como la hierba por acción de la guadaña, y el instrumento del  culto  cae  al  suelo,  derramando  su  aceite  sobre  las  losas...  Toma  la  lámpara  para llevarla  afuera,  pero  ésta  se  resiste  y  aumenta  de  tamaño.  Le  parece  ver  alas  en  sus costados  y  la  parte  superior  adquiere  la  forma  de  un  busto  de  ángel.  El  conjunto pretende elevarse por los aires para emprender vuelo, pero él lo retiene con mano firme. Una  lámpara  y  un  ángel  que  forman  un  solo  cuerpo  es  algo  que  no  se  ve  a menudo. Reconoce  la  forma  de  la  lámpara  y  reconoce  la  forma  del  ángel,  pero  no  las  puede separar en  su espíritu; en efecto, en  la  realidad, están pegadas una a otra  formando un solo  cuerpo  independiente  y  libre,  pero  él  cree  que  una  nube  ha  velado  sus  ojos haciéndole  perder  parte  de  su  excelente  visión.  A  pesar  de  todo,  se  prepara valientemente para la lucha, pues su adversario no tiene temor. La gente simple cuenta, a quienes quieren creerlo, que  la puerta sagrada se cerró por sí sola, girando sobre sus desconsolados goznes, para que nadie pudiera asistir a esa lucha impía, cuyas peripecias habrían  de  desarrollarse  en  el  recinto  del  santuario  violado.  El  hombre  del  manto, mientras recibe crueles heridas con una espada invisible, se esfuerza por acercar su boca al  rostro  del  ángel;  piensa  sólo  en  eso  y  toda  su  acción  tiende  a  ese  fin. El  ángel  va perdiendo energías, y parece presentir su suerte. Ya lucha sólo débilmente, y ve llegar el momento en que su adversario podrá besarlo a su gusto, si eso es  lo que quiere hacer. Pues  bien,  ha  llegado  el momento. Con  su musculatura  oprime  la  garganta  del  ángel,que ya no puede respirar, y  le vuelve el rostro, apoyándolo sobre su odioso pecho. Por un  instante  se  conmueve  ante  la  suerte  deparada  a  ese  ente  celestial,  que  le  hubiera gustado  tener por amigo. Pero piensa que es el enviado del Señor, y no puede contener su enojo. Ya está: ¡algo horrible va a  tener entrada en  la  jaula del  tiempo! Se  inclina y acerca  la  lengua  llena  de  saliva  a  esa  mejilla  angélica,  de  la  que  parten  miradas suplicantes.  Pasea  un  rato  su  lengua  por  esa mejilla.  ¡Oh!...¡mirad!...  ¡Eh, mirad!...¡la mejilla blanca y  rosa se ha vuelto negra como el carbón! Exhala miasmas pútridos. Se trata  de  la  gangrena,  ya  no  se  puede  dudar. El mal  corrosivo  se  extiende  por  todo  el rostro, y de  allí prolonga  su  furia hacia  las partes  inferiores; pronto  todo el cuerpo  se convierte  en  una  vasta  llaga  inmunda.  El mismo,  atemorizado  (pues  no  creía  que  su lengua contuviera un veneno  tan potente),  recoge  la  lámpara y huye de  la  iglesia. Una vez  afuera,  percibe  en  el  aire  una  forma  negruzca,  con  las  alas  carbonizadas,  que emprende vuelo penosamente hacia  las  regiones celestiales. Ambos se miran, mientras el  ángel  asciende  hacia  las  alturas  serenas  del  bien,  y  él, Maldoror,  por  el  contrario, desciende  hacia  los  abismos  vertiginosos  del  mal...¡Qué  mirada!  ¡Todo  lo  que  la humanidad  ha  pensado  durante  sesenta  siglos  y  hasta  lo  que  pensará  en  los  siglos venideros, podría estar cómodamente contenido en esa mirada,  tantas cosas  se dijeron en ese adiós  supremo! Pero debe entenderse que eran pensamientos más elevados que los  surgidos  de  la  inteligencia  humana,  en  primer  término  por  tratarse  de  esos  dos personajes, en segundo término por la circunstancia misma. Esa mirada los ligó con una amistad  eterna. Le  causa  asombro que el Creador pueda  tener misioneros de alma  tan noble.  Por  un  instante  cree  haberse  engañado,  y  se  pregunta  si  no  hubo  un  error  en seguir  la  ruta  del  mal  ,como  lo  hizo.  El  desconcierto  ha  pasado:  persevera  en  su resolución, y piensa que es un destino glorioso vencer tarde o temprano al Gran Todo, a fin  de  reinar  en  su  lugar  sobre  el  universo  entero  y  sobre  legiones  de  ángeles  tan hermosos. El ángel le hace comprender sin palabras que recobrará su forma primitiva a medida que se acerque al cielo; deja caer una lágrima que refresca la frente de aquel que le provocó  la gangrena, y desaparece poco a poco como un buitre, elevándose entre las nubes. El culpable mira  la  lámpara, causante de  todo  lo que antecede. Corre como un demente por las calles en dirección al Sena y allí lanza la lámpara por sobre el parapeto. La  lámpara  remolinea  unos  instantes  para  hundirse  definitivamente  en  las  aguas cenagosas. Desde ese día,  todas  las  tardes, cuando cierra  la noche,  se ve aparecer una lámpara  refulgente  que  flota  graciosamente  sobre  la  superficie  del  río,  a  la  altura  del puente Napoleón,  llevando,  en  lugar  de  asas,  dos  preciosas  alas  de  ángel.  Se  desliza lentamente sobre las aguas, avanza hasta cruzar los arcos del puente de la Estación y del puente de Austerlitz, y prolonga  su estela  silenciosa  sobre el Sena hasta el puente del Alma. Una vez allí,  remonta con  facilidad el curso del  río, y  retorna al cabo de cuatro horas  al  punto  de  partida. Y  así  sucesivamente  durante  toda  la  noche.  Su  resplandor blanco como la luz eléctrica, cubre el de los faroles que bordean ambas orillas, entre las que avanza como una reina solitaria,impenetrable, con una sonrisa inextinguible, sin que su  aceite  se derrame  con  amargura. En un comienzo  las embarcaciones  la perseguían, pero  ella  burlaba  esos  esfuerzos  inútiles,  escapaba  de  todas  las  persecuciones, sumergiéndose  con  coquetería,  y  reapareciendo  más  allá,  a  gran  distancia.  En  la actualidad,  los  marinos  supersticiosos,  cuándo  la  ven,  reman  en  dirección  opuesta  y suspenden  sus  canciones.  Si  de  noche  pasáis  por  un  puente,  prestad  atención: seguramente veréis brillar  la  lámpara, más cerca o más  lejos; aunque se dice que no se muestra  a  todo  el mundo.  Si  pasa  por  el  puente  un  ser  humano  que  tiene  algún  peso sobre  la  conciencia,  ella  apaga  súbitamente  sus  reflejos,  y  el  caminante  despavorido escudriña en vano, con ojos desesperados, la superficie y el légamo del río. Sabe lo que eso significa. Le hubiera gustado creer que ha visto la claridad celestial, pero se dice a símismo que  la  luz provenía de  la proa de  los barcos o del reflejo de  los faroles; y hace bien.  Sabe  que  esa  desaparición  la  provoca  él  mismo,  y,  enfrascado  en  tristes reflexiones,  aprieta  el  paso  para  llegar  a  su  casa. Entonces  la  lámpara  de mechero  de plata  reaparece  en  la  superficie  y  prosigue  su  marcha  señalada  por  elegantes  y caprichosos arabescos.

 

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