sábado, 12 de febrero de 2011

CANTOS DE MALDOROR Canto 2do Parte 14 (Conde de Lautremont)

Hay horas en  la vida en que el hombre de melena piojosa  lanza, con  los ojos fijos,  miradas salvajes a las membranas verdes del espacio, pues le parece oír delante de sí, el irónico  huchear  de  un fantasma.  El menea  la  cabeza  y  la  baja; ha  oído  la voz  de  la conciencia. Entonces sale precipitadamente de la casa con la velocidad de un loco, toma la  primera dirección  que  se  ofrece  a  su  estupor,  y devora  las  planicies  rugosas  de la  campiña.  Pero  el  fantasma  amarillo no  lo  pierde  de  vista  y  lo  persigue  con similar rapidez. A veces, en noches de tormenta, cuando legiones de pulpos alados, que de lejos parecen cuervos,  se ciernen por encima de  las nubes, dirigiéndose con  firmes bogadas hacia  las ciudades de  los humanos, con  la misión de prevenirles que deben cambiar de conducta, el guijarro de ojo sombrío ve pasar, uno tras otro, dos seres a la claridad de un relámpago,  y,  enjugando  una furtiva  lágrima  de  compasión  que  se desliza  desde  su párpado helado, exclama: "Por cierto que lo merece; no es más que un acto de justicia." 
Después  de  haber  dicho  esto,  recobra  su actitud  huraña,  y  sigue  observando,  con un temblor nervioso,  la caza del hombre, y los grandes  labios de  la vagina de sombra, de donde  se  desprenden incesantemente, como  un  río,  inmensos espermatozoides tenebrosos que toman impulso en el éter lúgubre, escondiendo en el vasto despliegue de sus alas de murciélago,  la naturaleza entera, y  las legiones  solitarias de pulpos que  se  han vuelto taciturnos ante el aspecto de esas fulguraciones sordas e inexpresables. Pero durante  ese lapso,  el  steeple-chase continúa  entre  los dos  infatigables corredores, mientras el fantasma  lanza por  la boca chorros de fuego sobre  la espalda calcinada del antílope humano. Si durante el cumplimiento de este deber encuentra en el camino a la piedad, que quiere cerrarle el paso, cede a sus súplicas de mala gana, y deja escapar al hombre. El fantasma hace chasquear la lengua, como para decirse a sí mismo que da por terminada la persecución, y vuelve a su pocilga hasta nueva orden. Su voz de condenado se oye hasta en las capas más lejanas del espacio, y, cuando su aullido espantoso penetra en el  corazón humano, éste preferiría  tener, según dicen, a  la muerte por madre antes  que al remordimiento por hijo. Hunde la cabeza hasta los hombros en las complejidades terrosas  de  un  agujero, pero  la  conciencia  volatiliza  este  ardid  de  avestruz.  La excavación  se evapora, gota de éter;  la  luz aparece con  su cortejo de  rayos, como una bandada  de  chorlitos que  desciende  sobre  las  alhucemas;  y  el hombre  se  encuentra frente  a  sí  mismo con  los  ojos  abiertos  y  turbios.  Lo  he visto  encaminarse  en  la dirección  del mar,  subir  sobre  un  promontorio carcomido  y  azotado  por  la  ceja  de  la espuma,  y  precipitarse  como  una  flecha en  las  olas.  He  aquí  el milagro:  el cadáver reaparecía  al  día  siguiente  en  la superficie  del  océano,  que  devolvía  a  la orilla  este despojo de carne. El hombre se desprendía del molde que su cuerpo había excavado en la arena, exprimía el agua de sus cabellos mojados, y volvía a emprender, con la frente gacha  y  muda, el camino  de  la  vida.  La  conciencia  juzga severamente  nuestros pensamientos y nuestros actos más secretos, y no se equivoca. Como ella es a menudo impotente para prevenir el mal, no se cansa de acosar al hombre como si fuera un zorro, sobre  todo en  la oscuridad. Ojos vengadores, que  la ciencia  ignorante llama meteoros, esparcen una  llamarada lívida, pasan girando  sobre  si mismos, y articulan palabras de misterio... que él comprende. Entonces su almohada queda deshecha por  las sacudidas de  su  cuerpo abrumado  por  el  insomnio,  y  oye  la siniestra  respiración de  los vagos rumores de la noche. El mismo ángel del sueño, mortalmente herido en la frente por una piedra desconocida, abandona su tarea, y se remonta hacia los cielos. Pues bien, esta vez me presento para defender al hombre, yo, el escarnecedor de  todas  las virtudes, yo, el que  no  ha  podido  olvidar  al Creador,  desde  el  día  glorioso  en  que, derribando  de  su zócalo  los anales del cielo, donde, por medio de no sé qué infames embrollos, estaban consignados su poderío y su eternidad,  le apliqué mis cuatrocientas ventosas debajo de la axila hasta hacerle lanzar gritos terribles... Se transformaron en víboras al salir de su boca, y fueron a ocultarse entre las malezas, en los muros ruinosos, al acecho de día, al acecho  de  noche.  Esos gritos, que  se  volvieron  reptantes,  dotados  de innumerables anillos, con una cabeza pequeña y aplastada, y ojos pérfidos, han jurado dar caza a  la inocencia  humana,  y cuando  ésta  se  pasea  entre  la maraña  de  los montes,  o  junto  al respaldo  de  los taludes, o  sobre  las  arenas de  las dunas, no  tarda  en  cambiar de  idea. 
Siempre que  todavía esté a  tiempo, pues a veces el hombre advierte  la penetración del veneno en  las venas de  su pierna, por una mordedura casi  imperceptible, antes de que pueda  retroceder y huir. Así, el Creador, conservando una admirable sangre  fría, hasta en los sufrimientos más atroces, sabe extraer del propio seno de ellos, gérmenes nocivos para  los habitantes  de  la  Tierra.  Cuál  no  sería  su asombro  cuando  vio  a Maldoror, 
convertido en pulpo, avanzar hacia su cuerpo ocho patas monstruosas, cada una de  las cuales, sólida correa, habría podido abarcar  fácilmente  la circunferencia de un planeta. 
Tomado  de  sorpresa,  se  debatió  algunos instantes  contra  ese  abrazo  viscoso,  que se estrechaba  cada  vez  más...yo  temía algún  golpe  peligroso  de  su  parte.  Tras haber sorbido abundantemente  los glóbulos de  su  sangre  sagrada, me  separé bruscamente de su cuerpo majestuoso, y me escondí en una caverna que desde entonces constituyó mi morada. Después de infructuosas búsquedas, no pudo encontrarme. Hace mucho tiempo de eso, pero sospecho que ahora ya conoce mi morada; se cuida de entrar en ella; ambos 
vivimos como monarcas vecinos que conocen sus fuerzas respectivas, y no pudiéndose vencer el uno al otro, están hartos de las batallas inútiles del pasado. El me teme, yo lo temo; uno y otro,  sin haber sido vencidos, hemos experimentado  los rudos golpes del adversario, y nos conformamos con eso. Sin embargo, estoy dispuesto a recomenzar  la lucha  cuando él  quiera.  Pero  que  no  espere  un momento  favorable  para  sus  ocultos designios.  Estaré  siempre  en  guardia,  sin apartar  de  él mi mirada.  Que  no  vuelva a enviar  a  la  tierra  la  conciencia  y  sus tormentos. Enseñé  a  los  hombres  cuáles son  las armas para combatirla con ventaja. Todavía no están familiarizados con ella, pero sabes que para mí  es  como paja que lleva  el viento. Ese es el caso que  le hago. Si quisiera aprovechar  la  oportunidad que se me presenta  de  sutilizar  tales discusiones poéticas, agregaría que hasta hago más caso de  la paja que de  la conciencia, pues  la paja es útil para el buey que  la  rumia, mientras que  la conciencia  sólo  sabe mostrar  sus garras de acero. Estas  últimas  sufrieron una penosa derrota  el  día  que  se enfrentaron  conmigo. 
Como  la  conciencia  había  sido  enviada por  el  Creador,  creí  conveniente  no dejarme cerrar el paso por ella. Si se hubiera presentado con la modestia y humildad propias de su  rango, y de  las que nunca hubiera debido separarse, yo  la habría escuchado. No me gustó su orgullo. Extendi la mano y mis dedos trituraron las garras, que cayeron hechas polvo bajo la presión multiplicada de ese mortero de nuevo estilo. Extendí la otra mano y le arranqué la cabeza. Inmediatamente después arrojé de mi casa a latigazos a aquella mujer, y no  la he vuelto a ver más. Conservé su cabeza como recuerdo de mi victoria. 
Con una cabeza en la mano, cuyo cráneo yo roía, me erguí sobre un pie como la garza real, al borde del precipicio tallado en las laderas de la montaña. Me han visto descender al valle, mientras  la piel de mi pecho estaba  inmóvil y  tranquila  como  la  losa de una tumba. Con una cabeza en  la mano cuyo cráneo yo roía, atravesé a nado los remolinos más peligrosos,  salvé  los escollos mortales, y me sumergí por debajo de  las corrientes para asistir como forastero a  los combates de  los monstruos marinos; me  separé de la costa hasta que mi vista penetrante no la alcanzara; y  los horrorosos calambres, con su magnetismo paralizador, rondaban alrededor de mis miembros que hendían las olas con movimientos  firmes,  sin  osar acercarse. Me  han  visto  volver  sano  y salvo  a  la  playa, mientras la piel de mi pecho estaba inmóvil y tranquila como la losa de una tumba. Con una  cabeza  en  la mano,  cuyo cráneo yo roía,  subí  los escalones ascendentes de una  elevada torre. Llegué con  las piernas cansadas  a la plataforma vertiginosa. Desde allí contemplé la llanura, el mar; contemplé el sol, el firmamento; rechazando con el pie el granito  que  no cedió,  desafié  a  la muerte  y  a  la venganza  divina  con  un supremo abucheo, y me precipité como un adoquín en  la boca del espacio. Los hombres oyeron el choque doloroso y retumbante que resultó del encuentro del suelo con la cabeza de la conciencia, que yo había soltado en mi caída. Me vieron descender con la lentitud de un pájaro, transportado  por  una  nube invisible,  y recoger  la  cabeza,  para l forzarla  a  ser testigo de un triple crimen que yo debía cometer aquel día, mientras la piel de mi pecho estaba inmóvil y tranquila como la losa de una tumba. Con una cabeza en la mano, cuyo cráneo  yo  roía, me  dirigí hacia  el  sitio donde  se  levantan  los postes  que sostienen  la guillotina. Coloqué el delicado candor de los cuellos de tres muchachas bajo la cuchilla. 
En mi papel de verdugo, solté el cordón con la aparente experiencia de toda una vida, Y el  hierro  triangular,  cayendo oblícuamente,  cortó  tres  cabezas  que me miraban  con dulzura. Puse en seguida la mía bajo la pesada navaja, y el verdugo se dispuso a cumplir con  su  deber. Tres veces  la cuchilla descendió deslizándose por  las ranuras, cada vez con mayor vigor; tres veces mi armazón material, sobre todo en el lugar del cuello, fue sacudido hasta en sus cimientos, como cuando en sueños uno se imagina ser aplastado por  una  casa  que se  derrumba.  Para dejarme  alejar  de la fúnebre  plaza,  el pueblo estupefacto me abrió paso; vio cómo seguía mi camino a codazos en medio de la masa ondulante, y cómo me desplazaba lleno de vida, avanzando con la cabeza alta, mientras la piel de mi pecho estaba inmóvil y tranquila como la losa de una tumba. Dije que esta vez quería defender al hombre, pero temo que mi apología no sea expresión de la verdad y, por lo tanto, prefiero callarme. La humanidad sabrá aplaudir esta medida con gratitud

No hay comentarios:

Publicar un comentario