Hay horas en la vida en que el hombre de melena piojosa lanza, con los ojos fijos, miradas salvajes a las membranas verdes del espacio, pues le parece oír delante de sí, el irónico huchear de un fantasma. El menea la cabeza y la baja; ha oído la voz de la conciencia. Entonces sale precipitadamente de la casa con la velocidad de un loco, toma la primera dirección que se ofrece a su estupor, y devora las planicies rugosas de la campiña. Pero el fantasma amarillo no lo pierde de vista y lo persigue con similar rapidez. A veces, en noches de tormenta, cuando legiones de pulpos alados, que de lejos parecen cuervos, se ciernen por encima de las nubes, dirigiéndose con firmes bogadas hacia las ciudades de los humanos, con la misión de prevenirles que deben cambiar de conducta, el guijarro de ojo sombrío ve pasar, uno tras otro, dos seres a la claridad de un relámpago, y, enjugando una furtiva lágrima de compasión que se desliza desde su párpado helado, exclama: "Por cierto que lo merece; no es más que un acto de justicia."
Después de haber dicho esto, recobra su actitud huraña, y sigue observando, con un temblor nervioso, la caza del hombre, y los grandes labios de la vagina de sombra, de donde se desprenden incesantemente, como un río, inmensos espermatozoides tenebrosos que toman impulso en el éter lúgubre, escondiendo en el vasto despliegue de sus alas de murciélago, la naturaleza entera, y las legiones solitarias de pulpos que se han vuelto taciturnos ante el aspecto de esas fulguraciones sordas e inexpresables. Pero durante ese lapso, el steeple-chase continúa entre los dos infatigables corredores, mientras el fantasma lanza por la boca chorros de fuego sobre la espalda calcinada del antílope humano. Si durante el cumplimiento de este deber encuentra en el camino a la piedad, que quiere cerrarle el paso, cede a sus súplicas de mala gana, y deja escapar al hombre. El fantasma hace chasquear la lengua, como para decirse a sí mismo que da por terminada la persecución, y vuelve a su pocilga hasta nueva orden. Su voz de condenado se oye hasta en las capas más lejanas del espacio, y, cuando su aullido espantoso penetra en el corazón humano, éste preferiría tener, según dicen, a la muerte por madre antes que al remordimiento por hijo. Hunde la cabeza hasta los hombros en las complejidades terrosas de un agujero, pero la conciencia volatiliza este ardid de avestruz. La excavación se evapora, gota de éter; la luz aparece con su cortejo de rayos, como una bandada de chorlitos que desciende sobre las alhucemas; y el hombre se encuentra frente a sí mismo con los ojos abiertos y turbios. Lo he visto encaminarse en la dirección del mar, subir sobre un promontorio carcomido y azotado por la ceja de la espuma, y precipitarse como una flecha en las olas. He aquí el milagro: el cadáver reaparecía al día siguiente en la superficie del océano, que devolvía a la orilla este despojo de carne. El hombre se desprendía del molde que su cuerpo había excavado en la arena, exprimía el agua de sus cabellos mojados, y volvía a emprender, con la frente gacha y muda, el camino de la vida. La conciencia juzga severamente nuestros pensamientos y nuestros actos más secretos, y no se equivoca. Como ella es a menudo impotente para prevenir el mal, no se cansa de acosar al hombre como si fuera un zorro, sobre todo en la oscuridad. Ojos vengadores, que la ciencia ignorante llama meteoros, esparcen una llamarada lívida, pasan girando sobre si mismos, y articulan palabras de misterio... que él comprende. Entonces su almohada queda deshecha por las sacudidas de su cuerpo abrumado por el insomnio, y oye la siniestra respiración de los vagos rumores de la noche. El mismo ángel del sueño, mortalmente herido en la frente por una piedra desconocida, abandona su tarea, y se remonta hacia los cielos. Pues bien, esta vez me presento para defender al hombre, yo, el escarnecedor de todas las virtudes, yo, el que no ha podido olvidar al Creador, desde el día glorioso en que, derribando de su zócalo los anales del cielo, donde, por medio de no sé qué infames embrollos, estaban consignados su poderío y su eternidad, le apliqué mis cuatrocientas ventosas debajo de la axila hasta hacerle lanzar gritos terribles... Se transformaron en víboras al salir de su boca, y fueron a ocultarse entre las malezas, en los muros ruinosos, al acecho de día, al acecho de noche. Esos gritos, que se volvieron reptantes, dotados de innumerables anillos, con una cabeza pequeña y aplastada, y ojos pérfidos, han jurado dar caza a la inocencia humana, y cuando ésta se pasea entre la maraña de los montes, o junto al respaldo de los taludes, o sobre las arenas de las dunas, no tarda en cambiar de idea.
Siempre que todavía esté a tiempo, pues a veces el hombre advierte la penetración del veneno en las venas de su pierna, por una mordedura casi imperceptible, antes de que pueda retroceder y huir. Así, el Creador, conservando una admirable sangre fría, hasta en los sufrimientos más atroces, sabe extraer del propio seno de ellos, gérmenes nocivos para los habitantes de la Tierra. Cuál no sería su asombro cuando vio a Maldoror,
convertido en pulpo, avanzar hacia su cuerpo ocho patas monstruosas, cada una de las cuales, sólida correa, habría podido abarcar fácilmente la circunferencia de un planeta.
Tomado de sorpresa, se debatió algunos instantes contra ese abrazo viscoso, que se estrechaba cada vez más...yo temía algún golpe peligroso de su parte. Tras haber sorbido abundantemente los glóbulos de su sangre sagrada, me separé bruscamente de su cuerpo majestuoso, y me escondí en una caverna que desde entonces constituyó mi morada. Después de infructuosas búsquedas, no pudo encontrarme. Hace mucho tiempo de eso, pero sospecho que ahora ya conoce mi morada; se cuida de entrar en ella; ambos
vivimos como monarcas vecinos que conocen sus fuerzas respectivas, y no pudiéndose vencer el uno al otro, están hartos de las batallas inútiles del pasado. El me teme, yo lo temo; uno y otro, sin haber sido vencidos, hemos experimentado los rudos golpes del adversario, y nos conformamos con eso. Sin embargo, estoy dispuesto a recomenzar la lucha cuando él quiera. Pero que no espere un momento favorable para sus ocultos designios. Estaré siempre en guardia, sin apartar de él mi mirada. Que no vuelva a enviar a la tierra la conciencia y sus tormentos. Enseñé a los hombres cuáles son las armas para combatirla con ventaja. Todavía no están familiarizados con ella, pero sabes que para mí es como paja que lleva el viento. Ese es el caso que le hago. Si quisiera aprovechar la oportunidad que se me presenta de sutilizar tales discusiones poéticas, agregaría que hasta hago más caso de la paja que de la conciencia, pues la paja es útil para el buey que la rumia, mientras que la conciencia sólo sabe mostrar sus garras de acero. Estas últimas sufrieron una penosa derrota el día que se enfrentaron conmigo.
Como la conciencia había sido enviada por el Creador, creí conveniente no dejarme cerrar el paso por ella. Si se hubiera presentado con la modestia y humildad propias de su rango, y de las que nunca hubiera debido separarse, yo la habría escuchado. No me gustó su orgullo. Extendi la mano y mis dedos trituraron las garras, que cayeron hechas polvo bajo la presión multiplicada de ese mortero de nuevo estilo. Extendí la otra mano y le arranqué la cabeza. Inmediatamente después arrojé de mi casa a latigazos a aquella mujer, y no la he vuelto a ver más. Conservé su cabeza como recuerdo de mi victoria.
Con una cabeza en la mano, cuyo cráneo yo roía, me erguí sobre un pie como la garza real, al borde del precipicio tallado en las laderas de la montaña. Me han visto descender al valle, mientras la piel de mi pecho estaba inmóvil y tranquila como la losa de una tumba. Con una cabeza en la mano cuyo cráneo yo roía, atravesé a nado los remolinos más peligrosos, salvé los escollos mortales, y me sumergí por debajo de las corrientes para asistir como forastero a los combates de los monstruos marinos; me separé de la costa hasta que mi vista penetrante no la alcanzara; y los horrorosos calambres, con su magnetismo paralizador, rondaban alrededor de mis miembros que hendían las olas con movimientos firmes, sin osar acercarse. Me han visto volver sano y salvo a la playa, mientras la piel de mi pecho estaba inmóvil y tranquila como la losa de una tumba. Con una cabeza en la mano, cuyo cráneo yo roía, subí los escalones ascendentes de una elevada torre. Llegué con las piernas cansadas a la plataforma vertiginosa. Desde allí contemplé la llanura, el mar; contemplé el sol, el firmamento; rechazando con el pie el granito que no cedió, desafié a la muerte y a la venganza divina con un supremo abucheo, y me precipité como un adoquín en la boca del espacio. Los hombres oyeron el choque doloroso y retumbante que resultó del encuentro del suelo con la cabeza de la conciencia, que yo había soltado en mi caída. Me vieron descender con la lentitud de un pájaro, transportado por una nube invisible, y recoger la cabeza, para l forzarla a ser testigo de un triple crimen que yo debía cometer aquel día, mientras la piel de mi pecho estaba inmóvil y tranquila como la losa de una tumba. Con una cabeza en la mano, cuyo cráneo yo roía, me dirigí hacia el sitio donde se levantan los postes que sostienen la guillotina. Coloqué el delicado candor de los cuellos de tres muchachas bajo la cuchilla.
En mi papel de verdugo, solté el cordón con la aparente experiencia de toda una vida, Y el hierro triangular, cayendo oblícuamente, cortó tres cabezas que me miraban con dulzura. Puse en seguida la mía bajo la pesada navaja, y el verdugo se dispuso a cumplir con su deber. Tres veces la cuchilla descendió deslizándose por las ranuras, cada vez con mayor vigor; tres veces mi armazón material, sobre todo en el lugar del cuello, fue sacudido hasta en sus cimientos, como cuando en sueños uno se imagina ser aplastado por una casa que se derrumba. Para dejarme alejar de la fúnebre plaza, el pueblo estupefacto me abrió paso; vio cómo seguía mi camino a codazos en medio de la masa ondulante, y cómo me desplazaba lleno de vida, avanzando con la cabeza alta, mientras la piel de mi pecho estaba inmóvil y tranquila como la losa de una tumba. Dije que esta vez quería defender al hombre, pero temo que mi apología no sea expresión de la verdad y, por lo tanto, prefiero callarme. La humanidad sabrá aplaudir esta medida con gratitud
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