El poema es
inexplicable, no ininteligible.
Poema es lenguaje
rítmico —no lenguaje ritmado (canto) ni mero ritmo verbal (propiedad general
del habla, sin excluir a la prosa).
Ritmo es relación
de alteridad y semejanza: este sonido no es aquél, este sonido es como aquél.
El ritmo es la
metáfora original y contiene a todas las otras. Dice: la sucesión es
repetición, el tiempo es no—tiempo.
Lírico, épico o
dramático, el poema es sucesión y repetición, fecha y rito. El happening
también es poema (teatro) y rito (fiesta) pero carece de un elemento esencial:
el ritmo, la reencarnación del instante. Una y otra vez repetimos los
endecasílabos de Góngora y los monosílabos con que termina el Altazor de
Huidobro; una y otra vez Swan escucha la sonata de Vinteuil, Agamenón inmola a
Ifigenia, Segismundo descubre que sueña despierto —el happening sucede sólo una
vez.
El instante se
disuelve en la sucesión anónima de los otros instantes. Para salvarlo debemos
convertirlo en ritmo. El happening abre otra posibilidad: el instante que no se
repite. Por definición, ese instante no puede ser sino el último: el happening
es una alegoría de la muerte.
El circo romano es
la prefiguración y la crítica del happening. La prefiguración: en un happening
coherente con sus postulados todos los actores deberían morir; la crítica; la representación
del instante último exigiría la extirpación de la especie humana. El único
acontecimiento irrepetible: el fin del mundo.
Entre el circo
romano y el happeningi la corrida de toros. El riesgo, pero asimismo el estilo.
El poema hecho de
una sola sílaba no es menos complejo que la Divina Comedia o El paraíso
perdido. El sutra Satasahasrika expone la doctrina en cien mil estrofas; el
Eksaksari en una sílaba: a. En el sonido de esa vocal se condensa todo el
lenguaje, todas las significaciones y, simultáneamente, la final ausencia de
significación del lenguaje y del mundo.
Comprender un
poema quiere decir, en primer término, oírlo.
Las palabras
entran por el oído, aparecen ante los ojos, desaparecen en la contemplación.
Toda lectura de un poema tiende a provocar el silencio.
Leer un poema es
oírlo con los ojos; oírlo, es verlo con los oídos.
Al leer o escuchar
un poema, no olemos, saboreamos o tocamos las palabras. Todas esas sensaciones
son imágenes mentales. Para sentir un poema hay que comprenderlo; para
comprenderlo: oírlo, verlo, contemplarlo —convertirlo en eco, sombra, nada.
Comprensión es ejercicio espiritual.
Duchamp decía: si
un objeto de tres dimensiones proyecta una sombra de dos dimensiones,
deberíamos imaginar ese objeto desconocido de cuatro dimensiones cuya sombra
somos. Por mi parte me fascina la búsqueda del objeto de una dimensión que no
arroja sombra alguna.
Cada lector es
otro poeta; cada poema, otro poema. En perpetuo cambio, la poesía no avanza.
En el discurso una
frase prepara a la otra; es un encadenamiento con un principio y un fin. En el
poema la primera frase contiene a la última y la última evoca a la primera. La
poesía es nuestro único recurso contra el tiempo rectilíneo —contra el
progreso.
La moral del
escritor no está en sus temas ni en sus propósitos sino en su conducta frente
al lenguaje.
En poesía la
técnica se llama moral: no es una manipulación sino una pasión y un ascetismo.
El falso poeta
habla de sí mismo, casi siempre en nombre de los otros. El verdadero poeta
habla con los otros al hablar consigo mismo.
La oposición entre
obra cerrada y obra abierta no es absoluta. Para consumarse, el poema hermético
necesita la intervención de un lector que lo descifre. El poema abierto
implica, asimismo, una estructura mínima: un punto de partida o, como dicen los
budistas: un «apoyo» para la meditación. En el primer caso, el lector abre el
poema; en el segundo, lo completa, lo cierra.
La página en
blanco o cubierta únicamente de signos de puntuación es como una jaula sin
pájaro. La verdadera obra abierta es aquella que cierra la puerta: el lector,
al abrirla, deja escapar al pájaro, al poema.
Abrir el poema en
busca de esto y encontrar aquello —siempre otra cosa.
Abierto o cerrado,
el poema exige la abolición del poeta que lo escribe y el nacimiento del poeta
que lo lee.
La poesía es lucha
perpetua contra la significación. Dos extremos: el poema abarca todos los
significados, es el significado de todas las significaciones; el poema niega
toda significación al lenguaje. En la época moderna la primera tentativa es la
de Mallarmé; la segunda, la de Dada. Un lenguaje más allá del lenguaje o la
destrucción del lenguaje por medio del lenguaje.
Dada fracasó
porque creyó que la derrota del lenguaje sería el triunfo del poeta. El
surrealismo afirmó la supremacía del lenguaje sobre el poeta. Toca a los poetas
jóvenes borrar la distinción entre creador y lector descubrir el punto de
encuentro entre el que habla y el que oye.
Desde la
disgregación del catolicismo medieval, el arte se separó de la sociedad. Pronto
se convirtió en una religión individual y en el culto privado de unas sectas.
Nació la «obra de arte» y la idea correlativa de «contemplación estética». Kant
y todo lo demás. La época que comienza acabará por fin con las «obras» y
disolverá la contemplación en el acto. No un arte nuevo: un nuevo ritual, una
fiesta, la invención de una forma de pasión que será una repartición del
tiempo, el espacio y el lenguaje.
Cumplir a
Nietzsche, llevar hasta su límite la negación. Al final nos espera el juego: la
fiesta, la consumación de la obra, su encarnación momentánea y su dispersión.
Llevar hasta su
límite la negación. Allá nos espera la contemplación; la desencarnación del
lenguaje, la transparencia.
Lo que nos propone
el budismo es el fin de las relaciones, la abolición de las dialécticas —un
silencio que no es la disolución sino la resolución del lenguaje.
El poema debe
provocar al lector: obligarlo a oír —a oírse. Oírse: o irse. ¿A dónde?
La actividad
poética nace de la desesperación ante la impotencia de la palabra y culmina en
el reconocimiento de la omnipotencia del silencio.
No es poeta aquel
que no haya sentido la tentación de destruir el lenguaje o de crear otro, aquel
que no haya experimentado la fascinación de la no—significación y la no menos
aterradora de la significación indecible.
Entre el grito y
el callar, entre el significado que es todos los significados y la ausencia de
significación, el poema se levanta. ¿Qué dice ese delgado chorro de palabras?
Dice que no dice nada que no hayan ya dicho el silencio y la gritería. Y al
decirlo, cesan el ruido y el silencio. Precaria victoria, amenazada siempre por
las palabras que no dicen nada, por el silencio que dice: nada.
Creer en la
eternidad del poema sería tanto como creer en la eternidad del lenguaje. Hay
que rendirse a la evidencia: los lenguajes nacen y mueren, todos los
significados un día dejan de tener significado. ¿Y este dejar de tener
significado no es el significado de la significación? Hay que rendirse a la
evidencia...
Triunfo de la
palabra: el poema es como esos desnudos femeninos de la pintura alemana que
simbolizan la victoria de la muerte. Monumentos vivos, gloriosos, de la corrupción
de la carne.
La poesía y la
matemática son los dos polos extremos del lenguaje. Más allá de ellos no hay
nada —el territorio de lo indecible; entre ellos, el territorio inmenso, pero
finito, de la conversación.
Enamorado del
silencio, el poeta no tiene más remedio que hablar.
La palabra se
apoya en un silencio anterior al habla —un presentimiento de lenguaje. El
silencio, después de la palabra, reposa en un lenguaje —es un silencio cifrado.
El poema es el tránsito entre uno y otro silencio —entre el querer decir y el
callar que funde querer y decir.
Más allá de la
sorpresa y de la repetición;
Estas
Recapitulaciones fueron publicadas por primera vez en Comente alterna., México,
Siglo XXI, 1967.
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