El texto que reproduzco a continuación es el prólogo que Truman Capote escribió a su libro Music for Chamaleons (lo traduje de la edición de Vintage, NY, 1994). En él, el gran maestro norteamericano habla de las dificultades técnicas que ha ido superando a lo largo de su vida como escritor. Antonio Ungar.
Mi vida, al menos mi vida como artista, puede representarse exactamente igual que la gráfica de la temperatura, con altas y bajas, con ciclos claramente definidos.
Empecé a escribir cuando tenía ocho años, de improviso, sin inspirarme en ejemplo alguno. No conocía a nadie que escribiera y a poca gente que leyera. Pero solamente me interesaban cuatro cosas: leer libros, ir a cine, bailar claqué y dibujar. Entonces, un día, comencé a escribir, sin saber que me había amarrado de por vida a un noble pero implacable amo. Cuando dios le entrega a uno un don, también le da un látigo. El látigo es únicamente para auto flagelarse.
Pero por supuesto yo no lo sabía. Escribí cuentos de aventuras, novelas de crímenes, comedias satíricas, historias que me habían referido antiguos esclavos y veteranos de la guerra civil. Al principio fue muy divertido. Dejó de serlo cuando supe cuál era la diferencia entre escribir bien y mal. Y luego hice otro descubrimiento más alarmante todavía: la diferencia entre escribir bien y el arte verdadero, que es sutil pero brutal. Entonces cayó el látigo.
De la misma forma como algunos jóvenes practican el piano o el violín cuatro o cinco horas diarias, yo me ejercitaba con mis plumas y papeles. Nunca hablé sin embargo con nadie acerca de lo que escribía. Si alguien me preguntaba lo que tramaba durante todas aquellas horas yo le contestaba que hacía las tareas. En realidad nunca hice los ejercicios del colegio. Mis labores literarias me tenían enteramente ocupado: el aprendizaje en el altar de la técnica y de la destreza, las diabólicas complejidades de construir los párrafos, la puntuación, el empleo del diálogo. Por no mencionar el plan general conjunto: el amplio y exigente arco que va del comienzo la mitad y al final. Hay que aprender mucho y de muchas fuentes: no solo de los libros sino de la música, de la pintura y hasta de la simple observación de todos los días.
De hecho, los textos más interesantes que escribí en esa época consistieron en sencillas observaciones cotidianas que anotaba en mi diario. Extensas transcripciones exactas de conversaciones que oía con disimulo. Descripciones de algún vecino. Chismes del barrio. Algo como el reportaje, un estilo de ‘ver’ y ‘oír’ que más tarde ejercería verdadera influencia en mi, aunque entonces no fuera consciente porque todos mis escritos ’serios’, los textos que pulía y mecanografiaba escrupulosamente, tenían intenciones más o menos novelescas.
A los diecisiete años ya era un escritor consumado. Si hubiese sido pianista, habría llegado el momento del primer concierto público. En mis caso decidí que estaba listo para publicar. Mandé cuentos a las principales publicaciones literarias y a revistas nacionales que en aquellos días publicaban lo mejor de la llamada ficción ‘de calidad’: Story, The New Yorker, Harper’s Bazar, Mademoiselle, Harper’s, Athlantic Monthly. En todas ellas aparecieron puntualmente mis cuentos.
Poco después, en 1948, publiqué una novela: Otras voces, otros ámbitos, bien recibida por la crítica. Fue un éxito de ventas y debido a una insólita fotografía del autor en la cubierta significó el inicio de cierta notoriedad que se ha mantenido a lo largo de todos estos años. En efecto mucha gente atribuyó el éxito comercial de la novela a esa foto. Otros la despacharon como un acierto circunstancial: ‘es sorprendente que alguien tan joven escriba tan bien’ ¿Sorprendente? ¡Sólo había estado escribiendo cada día durante catorce años! A pesar de todo, la novela fue un satisfactorio remate a mi primer ciclo de formación.
Una novela corta, Desayuno en Tiffany’s, concluyó el segundo ciclo en 1958. Durante los diez años anteriores, experimenté en casi todos los campos de la literatura tratando de dominar un repertorio de fórmulas, de alcanzar un virtuosísimo técnico tan firme y flexible como al red de un pescador. Por supuesto fracasé en algunos de los campos explorados, pero es verdad que se aprende más de un fracaso que de un triunfo. Sé que aprendí y más tarde pude sacarle provecho a esos conocimientos. Durante aquella década de investigación escribí colecciones de relatos breves (Un árbol de noche, Un recuerdo navideño), ensayos y descripciones (Color local, Observaciones, la obra contenida en Los perros ladran), comedias (El arpa de hierba, Una casa de flores), guiones cinematográficos (La burla del diablo, Suspenso), y gran cantidad de reportajes objetivos, la mayor parte para The New Yorker.
Desde el punto de vista de mi destino creativo, la obra más interesante que escribí durante esta segunda fase apareció primero en The New Yorker, en una serie de artículos y después en un libro titulado Se oyen las musas. Describía el primer intercambio cultural entre la URSS y los EEUU: el recorrido por Rusia hecho en 1956 por una compañía de negros norteamericanos que representaban Porgie and Bess. Concebí toda la aventura como una breve ‘novela real’ cómica, que sería la primera de muchas.
Unos años antes, Lillian Ross había publicado Picture, crónica del rodaje de la película La Roja Estrella del Valor. Con sus cortes rápidos y sus continuos saltos el libro también tenía una estructura cinematográfica y cuando lo leí me pregunté qué habría pasado si la autora hubiera prescindido de su rígida disciplina lineal y hubiera manejado los elementos del relato como si fuesen novelescos ¿Habría mejorado o empobrecido la obra? Decidí que, si se me presentaba el tema apropiado, me gustaría intentar hacerlo. Porgie and Bess y Rusia en lo más crudo del invierno parecía ser el tema adecuado.
Se oyen las musas recibió excelentes críticas. Incluso fuentes por lo general poco amistosas hacia mí lo alabaron, a pesar de lo cual las ventas fueron moderadas. El libro fue un acontecimiento muy importante para mi: mientras lo escribía me di cuenta que había encontrado una solución para lo que siempre había sido mi mayor problema creativo.
Durante muchos años me sentí atraído hacia el periodismo como forma artística. Tenía dos razones. La primera que no me parecía que hubiese ocurrido algo verdaderamente innovador en la literatura en general desde la década de 1920; la segunda que el periodismo como arte era un campo casi virgen por la sencilla razón de que muy pocos literatos habían escrito periodismo narrativo y cuando lo habían hecho había tomado la forma del ensayo de viaje o la autobiografía. Se oyen las musas me ubicó en una línea de pensamiento enteramente distinta: quería hacer una novela periodística, algo a gran escala que tuviera la credibilidad de los hechos, la inmediatez del cine, la profundidad y libertad de la prosa, la precisión de la poesía.
Fue en 1959 cuando un misterioso instinto me orientó hacia el tema –un oscuro caso de asesinato en una apartada zona de Kansas- y en 1956 pude publicar el resultado, A sangre fría.
En un cuento de Henry James, creo que The Middle Years, el protagonista, un escritor en la penumbra de la madurez, se queja: ‘Vivimos en la oscuridad, hacemos lo que podemos, el resto es la demencia del arte’. O algo parecido. En todo caso el señor James da en el blanco. Dice la verdad: en la parte más negra de las sombras, en la zona más demencial de la locura se produce el arte, ese riguroso juego. Los escritores, cuando menos aquellos que corren auténticos riesgos, que están dispuestos a jugarse el todo por el todo y a llegar hasta el final, tienen mucho en común con otros hombres solitarios: los individuos que se ganan la vida jugando al billar o a las cartas. Mucha gente pensó que yo me había enloquecido cuando me pasé seis años viajando a través de las llanuras de Kansas. Otros rechazaron de plano mi concepción de la novela real, declarándola indigna de un escritor ’serio’; Norman Mailer la definió como un fracaso de la imaginación, queriendo decir, supongo, que una novela deber inspirarse en la imaginación y no en la realidad.
Para mi fue como jugarme el resto al póquer. Durante seis exasperantes años estuve sin saber si tenía o no un libro. Fueron largos veranos y crudos inviernos pero seguí dando cartas, jugando mi mano de la mejor forma posible. Luego resultó que tenía un libro. Algunos críticos se quejaron de que ‘novela real’ era un término para llamar la atención, un truco publicitario, y de que en mi obra no había nada nuevo ni original. Hubo otros que pensaron de modo diferente, algunos escritores que comprendieron el valor de mi experimento y en seguida se dedicaron a emplearlo personalmente. Nadie con mayor rapidez que Norman Mailer, quien ganó un montón de dinero y de premios escribiendo novelas reales (Los ejércitos de la noche, De un fuego en la luna, La canción del verdugo), aunque siempre ha tenido cuidado de no describirlas como novelas reales. No me importa: él es un buen escritor y un gran tipo, y me alegra haberle hecho un pequeño favor.
La línea en zigzag que traza mi fama como escritor ha alcanzado para este momento una cota satisfactoria y ahí la dejo antes de pasar al cuarto y espero que último ciclo. Durante cuatro años, más o menos, de 1968 a 1972, pasé la mayor parte del tiempo leyendo y seleccionando, reescribiendo y catalogando mis propias cartas y las de otras personas, mis diarios y cuadernos de notas (que contienen narraciones detalladas de centenares de situaciones y conversaciones) entre 1933 y 1965. Tenía intención de emplear gran parte de esos textos en un experimento que proyectaba desde hace tiempo, en una variante de la novela real. Plegarias atendidas es una cita de Santa Teresa, quien dijo: "Se derraman más lágrimas por plegarias atendidas que por no atendidas". En 1972 empecé a trabajar en ese libro escribiendo el último capítulo (siempre es bueno saber a donde va uno). Después, escribí el primero, Monstruos perfectos. Luego, el quinto, Un severo insulto al cerebro. A continuación, el séptimo, La Cote Vasque. Seguí de esa manera, escribiendo diferentes capítulos con el orden cambiado. Solo podía hacerlo porque la trama, o mejor dicho las tramas, eran reales, así como todos los personajes. No era difícil tenerlo todo en la cabeza porque yo no había inventado nada. Sin embargo Plegarias atendidas no está pensada como un romain a clef ordinario, como una narración en la que la realidad está disfrazada de novela. Mi propósito es lo contrario: acabar con los disfraces, no fabricarlos.
En 1975 y en 1976 publiqué cuatro capítulos de ese libro en la revista Esquire. Provocaron la ira de algunas personas, quienes pensaron que yo estaba traicionando su confianza y abusando de amigos y/o enemigos. No tengo intención de discutirlo porque ese es un tema de la política social y no del mérito artístico. Solamente diré que lo único sobre lo que un escritor debe trabajar es sobre la documentación que ha recogido como resultado de su propio esfuerzo y dedicación. Nadie puede negarle el derecho a emplearla. Puede condenársele por hacerlo pero no negársele ese derecho.
No obstante dejé de trabajar en Plegarias atendidas en septiembre de 1977, lo cual no tiene nada que ver con la reacción pública a las partes ya publicadas del libro. La interrupción ocurrió porque yo me sufría una crisis creativa y personal. Como la última no tenía prácticamente ninguna relación con la primera, solamente es necesario aludir al caos creativo.
A pesar de que fue un tormento, ahora me alegro de que hubiera sucedido: en el fondo, esa crisis modificó enteramente mi concepción de la escritura, mi actitud hacia el arte y la vida y el equilibrio entre ambas cosas, y mi comprensión de la diferencia entre lo aparentemente verdadero y lo que es realmente cierto.
Para empezar, creo que la mayoría de los escritores, incluso los mejores, recargan las tintas. Yo prefiero aligerar: hacer las nociones sencillas, claras, como arroyos del campo. Noté que mi escritura se estaba volviendo demasiado densa, que usaba tres páginas para llegar a resultados que debería conseguir en un simple párrafo. Una y otra vez leí todo lo que había escrito de Plegarias atendidas y empecé a dudar. No acerca del contenido ni de mi enfoque sino acerca de la organización del texto. Volví a leer A sangre fría y tuve la misma impresión: había demasiados momentos en los que no escribía tan bien como podía hacerlo, en los que no descargaba todo el potencial. Lentamente pero con alarma creciente leí cada palabra que había publicado y decidí que nunca, ni una sola vez en mi vida de escritor, había explotado por completo toda la energía y todos el atractivo estético que encerraban los elementos del texto. Aunque era bueno, vi que jamás trabajaba con más de la mitad, a veces con solo un tercio de las facultades que tenía a mi disposición ¿Porqué?
La respuesta, que se me reveló tras meses de meditación, era sencilla pero no muy satisfactoria. De hecho, aumentó mi depresión. Porque ella creaba un problema en apariencia insoluble y si no podía resolverlo, más me valía dejar de escribir. El problema era ¿Cómo puede un escritor combinar con éxito en una sola estructura -digamos el cuento corto- todo lo que sabe acerca de todas las demás formas literarias? Pues esa era la razón por la que mi trabajo a menudo resultada insuficientemente iluminado: no faltaba voltaje pero al adecuarme a los procedimientos de la forma en que trabajaba, no utilizaba todo lo que sabía acerca de la escritura. Todo lo que había aprendido de guiones cinematográficos, comedias, reportajes, poesía, cuento corto, novela corta, novela. Un escritor debía tener todos sus colores y capacidades disponibles en la misma paleta para mezclarlos y, en algunos casos específicos, para aplicarlos simultáneamente. Pero ¿Cómo hacerlo?
Volví a Plegarias atendidas. Eliminé un capítulo y volví a escribir dos. Una mejora: sin duda, una mejora. Pero lo cierto era que debía volver al jardín de infantes ¡Me sentí metido otra vez en uno de aquellos desagradables juegos! Sin embargo me animé. Sentí que un sol invisible brillaba sobre mi, aunque mis primeros experimentos fueron torpes: me encontraba realmente como un niño con una caja nueva de lápices de colores.
Desde un punto de vista técnico, la mayor dificultad que tuve al escribir A sangre fría fue permanecer completamente al margen de la narración. Generalmente el periodista tiene que emplearse a sí mismo como personaje, como observador y testigo presencial, a fin de mantener la credibilidad. Pero creo que, debido al tono aparentemente distanciado de aquel libro, el autor debía estar ausente. De ahí que durante todo el reportaje intentara mantenerme tan encubierto como me fue posible. Ahora, en Plegarias atendidas, me situé a mi mismo en el centro de la escena y de un modo estricto y sobrio reconstruí conversaciones triviales con personas corrientes: el conserje de mi casa, un masajista del gimnasio, un antiguo amigo del colegio, el dentista. Tras escribir centenares de páginas sobre esas cosas tan simples, acabé desarrollando un estilo. Había encontrado una estructura dentro de la cual podía integrar todo lo que sabía de la escritura.
Más tarde, utilizando una versión modificada de ese procedimiento, escribí una novela real corta, Ataúdes tallados a mano y una serie de relatos breves. El resultado es el presente volumen: Música para camaleones.
¿Y cómo afectó todo esto a mi otro trabajo en marcha, Plegarias atendidas? De forma muy considerable, como ya se verá. Entre tanto aquí estoy en mi oscura demencia, absolutamente solo con mi baraja de naipes, y, por supuesto, con el látigo que Dios me dio.
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