Octavio Paz Extracto de" El Arco y la Lira"

PRIMERA PARTE
I. EL ARCO Y LA LIRA

Advertencia a la primera edición

Escribir, quizá, no tiene más justificación que tratar de contestar a esa pregunta que un día nos hicimos y que, hasta no recibir respuesta, no deja de aguijonearnos. Los grandes libros —quiero decir— los libros necesarios son aquellos que logran responder a las preguntas que, oscuramente y sin formularlas del todo, se hace el resto de los hombres. No sé si la pregunta que ha dado origen a este libro les haya quitado el sueño a muchos; y es más dudoso aún que mi respuesta conquiste el asentimiento general Pero si no estoy seguro del alcance y de la validez de mi contestación, sí lo estoy de su necesidad personal. Desde que empecé a escribir poemas me pregunté si de veras valía la pena hacerlo: ¿no sería mejor transformar la vida en poesía que hacer poesía con la vida?; y la poesía ¿no puede tener como objeto propio, más que la creación de poemas, la de instantes poéticos? ¿Será posible una comunión universal en la poesía?
En 1942, José Bergamín, entonces entre nosotros, decidió celebrar con algunas conferencias el cuarto centenario del nacimiento de San Juan de la Cruz, y me invitó a participar en ellas. Me dio así ocasión de precisar un poco mis ideas y de esbozar una respuesta a la pregunta que desde la adolescencia me desvelaba. Aquellas reflexiones fueron publicadas, bajo el título de Poesía de soledad y poesía de comunión en el número cinco de la revista El Hijo Pródigo, Este libro no es sino la maduración, el desarrollo y, en algún punto, la rectificación de aquel lejano texto.
Una loable costumbre quiere que, al frente de obras como ésta, el autor declare los nombres de aquellos a quienes debe especial reconocimiento. Mis deudas son muchas y a lo largo de este libro he procurado señalarlas, sin omitir ninguna. De ahí que no lo haga ahora. Deseo, sin embargo, hacer una excepción y citar el nombre de Alfonso Reyes. Su estímulo ha sido doble: por una parte, su amistad y su ejemplo me han dado ánimo; por la otra, los libros que ha dedicado a temas afines al de estas páginas —La experiencia literaria, El deslinde y tantos ensayos inolvidables, dispersos en otras obras— me hicieron claro lo que me parecía oscuro, transparente lo opaco, fácil y bien ordenado lo selvático y enmarañado. En una palabra: me iluminaron.
 OCTAVIO PAZ México, agosto de

Advertencia a la segunda edición

Esta nueva edición revisada y aumentada de El arco y la lira recoge todas las modificaciones que aparecen en la versión francesa del libro y otras más recientes. Las más importantes son la ampliación del capítulo Verso y prosa (en la parte consagrada al movimiento poético moderno) y la substitución del Epílogo por uno nuevo: Los signos en rotación. Este último es el punto de unión entre El arco y la lira y otros dos escritos: Recapitulaciones (1965) y La nueva analogía (1967), ¿Todos estos cambios indican que la pregunta a que alude la Advertencia a la primera edición no ha sido contestada? La respuesta cambia porque la pregunta cambia. La inmovilidad es una ilusión, un espejismo del movimiento; pero el movimiento, por su parte, es otra ilusión, la proyección de Lo Mismo que se reitera en cada uno de sus cambios y que, así, sin cesar nos reitera su cambiante pregunta —siempre la misma.
OCTAVIO PAZ Delhiy mayo de 1967

Poesía y poema

La poesía es conocimiento, salvación, poder, abandono. Operación capaz de cambiar al mundo, la actividad poética es revolucionaria por naturaleza; ejercicio espiritual, es un método de liberación interior. La poesía revela este mundo; crea otro. Pan de los elegidos; alimento maldito. Aisla; une. Invitación al viaje; regreso a la tierra natal. Inspiración, respiración, ejercicio muscular. Plegaria al vacío, diálogo con la ausencia: el tedio, la angustia y la desesperación la alimentan. Oración, letanía, epifanía, presencia. Exorcismo, conjuro, magia. Sublimación, compensación, condensación del inconsciente. Expresión histórica de razas, naciones, clases. Niega a la historia: en su seno se resuelven todos los conflictos objetivos y el hombre adquiere al fin conciencia de ser algo más que tránsito. Experiencia, sentimiento, emoción, intuición, pensamiento no dirigido. Hija del azar; fruto del cálculo. Arte de hablar en una forma superior; lenguaje primitivo. Obediencia a las reglas; creación de otras. Imitación de los antiguos, copia de lo real, copia de una copia de la idea. Locura, éxtasis, logos. Regreso a la infancia, coito, nostalgia del paraíso, del infierno, del limbo. Juego, trabajo, actividad ascética. Confesión. Experiencia innata. Visión, música, símbolo. Analogía: el poema es un caracol en donde resuena la música del mundo y metros y rimas no son sino correspondencias, ecos, de la armonía universal. Enseñanza, moral, ejemplo, revelación, danza, diálogo, monólogo. Voz del pueblo, lengua de los escogidos, palabra del solitario. Pura e impura, sagrada y maldita, popular y minoritaria, colectiva y personal, desnuda y vestida, hablada, pintada, escrita, ostenta todos los rostros pero hay quien afirma que no posee ninguno: el poema es una careta que oculta el vacío, ¡prueba hermosa de la superflua grandeza de toda obra humana!
¿Cómo no reconocer en cada una de estas fórmulas al poeta que la justifica y que al encarnarla le da vida? Expresiones de algo vivido y padecido, no tenemos más remedio que adherirnos a ellas —condenados a abandonar la primera por la segunda y a ésta por la siguiente. Su misma autenticidad muestra que la experiencia que justifica a cada uno de estos conceptos, los trasciende. Habrá, pues, que interrogar á los testimonios directos de la experiencia poética. La unidad de la poesía no puede ser asida sino a través del trato desnudo con el poema.
Al preguntarle al poema por el ser de la poesía, ¿no confundimos arbitrariamente poesía y poema? Ya Aristóteles decía que «nada hay de común, excepto la métrica, entre Hornero y Empédocles; y por esto con justicia se llama poeta al primero y fisiólogo al segundo». Y así es: no todo poema —o para ser exactos: no toda obra construida bajo las leyes del metro— contiene poesía. Pero esas obras métricas ¿Son verdaderos poemas o artefactos artísticos, didácticos o retóricos? Un soneto no es un poema, sino una forma literaria, excepto cuando ese mecanismo retórico —estrofas, metros y rimas— ha sido tocado por la poesía. Hay máquinas de rimar pero no de poetizan Por otra parte, hay poesía sin poemas; paisajes, personas y hechos suelen ser poéticos: son poesía sin ser poemas. Pues bien, cuando la poesía se da como una condensación del azar o es una cristalización de poderes y circunstancias ajenos a la voluntad creadora del poeta, nos enfrentamos a lo poético. Cuando —pasivo o activo, despierto o sonámbulo— el poeta es el hilo conductor y transformador de la corriente poética, estamos en presencia de algo radicalmente distinto: una obra. Un poema es una obra. La poesía se polariza, se congrega y aisla en un producto humano: cuadro, canción, tragedia. Lo poético es poesía en estado amorfo; el poema es creación, poesía erguida. Sólo en el poema la poesía se aisla y revela plenamente. Es lícito preguntar al poema por el ser de la poesía si deja de concebirse a éste como una forma capaz de llenarse con cualquier contenido. El poema no es una forma literaria sino el lugar de encuentro entre la poesía y el hombre. Poema es un organismo verbal que contiene, suscita o emite poesía. Forma y substancia son lo mismo.
Apenas desviamos los ojos de lo poético para fijarlos en el poema, nos asombra la multitud de formas que asume ese ser que pensábamos único. ¿Cómo asir la poesía si cada poema se ostenta como algo diferente e irreducible? La ciencia de la literatura pretende reducir a géneros la vertiginosa pluralidad del poema. Por su misma naturaleza, el intento padece una doble insuficiencia» Si reducimos la poesía a unas cuantas formas —épicas, líricas, dramáticas—, ¿qué haremos con las novelas, los poemas en prosa y esos libros extraños que se llaman Aurelia, Los cantos de Maldoror o Nadja? Si aceptamos todas las excepciones y las formas intermedias —decadentes, salvajes o proféticas— la clasificación se convierte en un catálogo infinito. Todas las actividades verbales» para no abandonar el ámbito del lenguaje, son susceptibles de cambiar de signo y transformarse en poema: desde la interjección hasta el discurso lógico. No es ésta la única limitación, ni la más grave, de las clasificaciones de la retórica. Clasificar no es entender. Y menos aún comprender. Como todas las clasificaciones, las nomenclaturas son útiles de trabajo. Pero son instrumentos que resultan inservibles en cuanto se les quiere emplear para tareas más sutiles que la mera ordenación externa. Gran parte de la crítica no consiste sino en esta ingenua y abusiva aplicación de las nomenclaturas tradicionales.
Un reproche parecido debe hacerse a las otras disciplinas que utiliza la crítica, desde la estilística hasta el psicoanálisis. La primera pretende decirnos qué es un poema por el estudio de los hábitos verbales del poeta. El segundo, por la interpretación de sus símbolos. El método estilístico puede aplicarse lo mismo a Mallarmé que a una colección de versos de almanaque. Otro tanto sucede con las interpretaciones de los psicólogos, las biografías y demás estudios con que se intenta, y a veces se alcanza, explicarnos el porqué, el cómo y el para qué se escribió un poema. La retórica, la estilística, la sociología, la psicología y el resto de las disciplinas literarias son imprescindibles si queremos estudiar una obra, pero nada pueden decirnos acerca de su naturaleza última.
La dispersión de la poesía en mil formas heterogéneas podría inclinarnos a construir un tipo ideal de poema. El resultado sería un monstruo o un fantasma. La poesía no es la suma de todos los poemas. Por sí misma, cada creación poética es una unidad autosuficiente. La parte es el todo. Cada poema es único, irreductible e irrepetible. Y así, uno se siente inclinado a coincidir con Ortega y Gasset: nada autoriza a señalar con el mismo nombre a objetos tan diversos como los sonetos de Quevedo, las fábulas de La Fontaine y el Cántico espiritual.
Esta diversidad se ofrece, a primera vista, como hija de la historia. Cada lengua y cada nación engendran la poesía que el momento y su genio particular les dictan. Mas el criterio histórico no resuelve sino que multiplica los problemas. En el seno de cada período y de cada sociedad reina la misma diversidad: Nerval y Hugo son contemporáneos, como lo son Velázquez y Rubens, Valéry y Apollinaire. Si sólo por un abuso de lenguaje aplicamos el mismo nombre a los poemas védicos y al haikú japonés, ¿no será también un abuso utilizar el mismo sustantivo para designar a experiencias tan diversas como las de San Juan de la Cruz y su indirecto modelo profano; Garcilaso? La perspectiva histórica —consecuencia de nuestra fatal lejanía— nos lleva a uniformar paisajes ricos en antagonismos y contrastes. La distancia nos hace olvidar las diferencias que separan a Sófocles de Eurípides, a Tirso de Lope. Y esas diferencias no son el fruto de las variaciones históricas, sino de algo mucho más sutil e inapreciable: la persona humana. Así, no es tanto la ciencia histórica sino la biografía la que podría darnos la llave de la comprensión del poema. Y aquí interviene un nuevo obstáculo: dentro de la producción de cada poeta cada obra es también única, aislada e irreductible. La Galatea o El viaje del Parnaso no explican a Don Quijote de la Mancha; Ifigenia es algo substancialmente distinto del Fausto—, Fuenteovejuna, de La Dorotea. Cada obra tiene vida propia y las Églogas no son la Eneida. A veces, una obra niega a otra: el Prefacio a las nunca publicadas poesías de Lautréamont arroja una luz equívoca sobre Los cantos de Maldorar; Una temporada en el infierno proclama locura la alquimia del verbo de Las iluminaciones. La historia y la biografía nos pueden dar la tonalidad de un período o de una vida, dibujarnos las fronteras de una obra y describirnos desde el exterior la configuración de un estilo; también son capaces de esclarecernos el sentido general de una tendencia y hasta desentrañarnos el porqué y el cómo de un poema. Pero no pueden decirnos qué es un poema.
La única nota común a todos los poemas consiste en que son obras, productos humanos, como los cuadros de los pintores y las sillas de los carpinteros. Ahora bien, los poemas son obras de una manera muy extraña: no hay entre uno y otro esa relación de filialidad que de modo tan palpable se da en los utensilios. Técnica y creación, útil y poema son realidades distintas. La técnica es procedimiento y vale en la medida de su eficacia, es decir, en la medida en que es un procedimiento susceptible de aplicación repetida: su valor dura hasta que surge un nuevo procedimiento. La técnica es repetición que se perfecciona o se degrada; es herencia y cambio: el fusil reemplaza al arco. La Eneida no sustituye a la Odisea. Cada poema es un objeto único, creado por una «técnica» que muere en el momento mismo de la creación. La llamada «técnica poética» no es transmisible, porque no está hecha de recetas sino de invenciones que sólo sirven a su creador. Es verdad que el estilo —entendido como manera común de un grupo de artistas o de una época— colinda con la técnica, tanto en el sentido de herencia y cambio cuanto en el de ser procedimiento colectivo. El estilo es el punto de partida de todo intento creador; y por eso mismo, todo artista aspira a trascender ese estilo comunal o histórico. Cuando un poeta adquiere un estilo, una manera, deja de ser poeta y se convierte en constructor de artefactos literarios. Llamar a Góngora poeta barroco puede ser verdadero desde el punto de vista de la historia literaria, pero no lo es si se quiere penetrar en su poesía, que siempre es algo más. Es cierto que los poemas del cordobés constituyen el más alto ejemplo del estilo barroco, ¿mas no será demasiado olvidar que las formas expresivas características de Góngora —eso que llamamos ahora su estilo— no fueron primero sino invenciones, creaciones verbales inéditas y que sólo después se convirtieron en procedimientos, hábitos y recetas? El poeta utiliza, adapta o imita el fondo común de su época —esto es, el estilo de su tiempo— pero trasmuta todos esos materiales y realiza una obra única. Las mejores imágenes de Góngora —como ha mostrado admirablemente Dámaso Alonso— proceden precisamente de su capacidad para transfigurar el lenguaje literario de sus antecesores y contemporáneos. A veces, claro está, el poeta es vencido por el estilo. (Un estilo que nunca es suyo, sino de su tiempo: el poeta no tiene estilo.) Entonces la imagen fracasada se vuelve bien común, botín para los futuros historiadores y filólogos. Con estas piedras y otras parecidas se construyen esos edificios que la historia llama estilos artísticos.
No quiero negar la existencia de los estilos. Tampoco afirmo que el poeta crea de la nada. Como todos los poetas, Góngora se apoya en un lenguaje. Ese lenguaje era algo más preciso y radical que el habla; un lenguaje literario, un estilo. Pero el poeta cordobés trasciende ese lenguaje. O mejor dicho: lo resuelve en actos poéticos irrepetibles: imágenes, colores, ritmos, visiones: poemas. Góngora trasciende el estilo barroco; Garcilaso, el toscano; Rubén Darío, el modernista. El poeta se alimenta de estilos. Sin ellos, no habría poemas. Los estilos nacen, crecen y mueren. Los poemas permanecen y cada uno de ellos constituye una unidad autosuficiente, un ejemplar aislado, que no se repetirá jamás.
El carácter irrepetible y único del poema lo comparten otras obras: cuadros, esculturas, sonatas, danzas, monumentos. A todas ellas es aplicable la distinción entre poema y utensilio, estilo y creación. Para Aristóteles la pintura, la escultura, la música y la danza son también formas poéticas, como la tragedia y la épica. De allí que al hablar de la ausencia de caracteres morales en la poesía de sus contemporáneos, cite como ejemplo de esta omisión al pintor Zeuxis y no a un poeta trágico. En efecto, por encima de las diferencias que separan a un cuadro de un himno, a una sinfonía de una tragedia, hay en ellos un elemento creador que los hace girar en el mismo universo. Una tela, una escultura, una danza son, a su manera, poemas. Y esa manera no es muy distinta a la del poema hecho de palabras. La diversidad de las artes no impide su unidad. Más bien la subraya.
Las diferencias entre palabra, sonido y color han hecho dudar dé la unidad esencial de las artes. El poema está hecho de palabras, seres equívocos que si son color y sonido son también significado; el cuadro y la sonata están compuestos de elementos más simples: formas, notas y colores que nada significan en sí. Las artes plásticas y sonoras parten de la no significación; el poema, organismo anfibio, de la palabra, ser significante. Esta distinción me parece más sutil que verdadera. Colores y sones también poseen sentido. No por azar los críticos hablan de lenguajes plásticos y musicales. Y antes de que estas expresiones fuerza usadas por los entendidos, el pueblo conoció y practicó el lenguaje de los colores, los sonidos y las señas. Resulta innecesario, por otra parte, detenerse en las insignias, emblemas, toques, llamadas y demás formas de comunicación no verbal que emplean ciertos grupos. En todas ellas el significado es inseparable de sus cualidades plásticas o sonoras.
En muchos casos, colores y sonidos poseen mayor capacidad evocativa que el habla. Entre los aztecas el color negro estaba asociado a la oscuridad, el frío, la sequía, la guerra y la muerte. También aludía a ciertos dioses: Tezcatlipoca, Mixcóatl; a un espacio: el norte; a un tiempo: Técpatl; al sílex; a la luna; al águila. Pintar algo de negro era como decir o invocar todas estas representaciones. Cada uno de los cuatro colores significaba un espacio, un tiempo, unos dioses, unos astros y un destino. Se nacía bajo el signo de un color, como los cristianos nacen bajo un santo patrono. Acaso no resulte ocioso añadir otro ejemplo: la función dual del ritmo en la antigua civilización china. Cada vez que se intenta explicar las nociones de Yin y Yang —los dos ritmos alternantes que forman el Tao— se recurre a términos musicales. Concepción rítmica del cosmos, la pareja Yin y Yang es filosofía y religión, danza y música, movimiento rítmico impregnado de sentido. Y del mismo modo, no es abuso del lenguaje figurado, sino alusión al poder significante del sonido, el empleo de expresiones como armonía, ritmo o contrapunto para calificar a las acciones humanas. Todo el mundo usa estos vocablos, a sabiendas de que poseen sentido, difusa intencionalidad. No hay colores ni sones en sí, desprovistos de significación: tocados por la mano del hombre, cambian de naturaleza y penetran en el mundo de las obras. Y todas las obras desembocan en la significación; lo que el hombre roza, se tiñe de intencionalidad: es un ir hacia... El mundo del hombre es el mundo del sentido. Tolera la ambigüedad, la contradicción, la locura o el embrollo, no la carencia de sentido. El silencio mismo está poblado de signos. Así, la disposición de los edificios y sus proporciones obedecen a una cierta intención. No carecen de sentido —más bien puede decirse lo contrario— el impulso vertical del gótico, el equilibrio tenso del templo griego, la redondez de la estupa budista o la vegetación erótica que cubre los muros de los santuarios de Orissa. Todo es lenguaje.
Las diferencias entre el idioma hablado o escrito y los otros —plásticos o musicales— son muy profundas, pero no tanto que nos hagan olvidar que todos son, esencialmente, lenguaje: sistemas expresivos dotados de poder significativo y comunicativo. Pintores, músicos, arquitectos, escultores y demás artistas no usan como materiales de composición elementos radicalmente distintos de los que emplea el poeta. Sus lenguajes son diferentes, pero son lenguaje. Y es más fácil traducir los poemas aztecas a sus equivalentes arquitectónicos y escultóricos que a la lengua española. Los textos tántricos o la poesía erótica Kavya hablan el mismo idioma de las esculturas de Konarak. El lenguaje del Primero sueño de sor Juana no es muy distinto al del Sagrario Metropolitano de la ciudad de México. La pintura surrealista está más cerca de la poesía de ese movimiento que de la pintura cubista.
Afirmar que es imposible escapar del sentido, equivale a encerrar todas las obras —artísticas o técnicas— en el universo nivelador de la historia. ¿Cómo encontrar un sentido que no sea histórico? Ni por sus materiales ni por sus significados las obras trascienden al hombre. Todas son «un para» y «un hacia» que desembocan en un hombre concreto, que a su vez sólo alcanza significación dentro de una historia precisa. Moral, filosofía, costumbres, artes, todo, en fin, lo que constituye la expresión de un período determinado participa de lo que llamamos estilo. Todo estilo es histórico y todos los productos de una época, desde sus utensilios más simples hasta sus obras más desinteresadas, están impregnados de historia, es decir, de estilo. Pero esas afinidades y parentescos recubren diferencias específicas. En el interior de un estilo es posible descubrir lo que separa a un poema de un tratado en verso, a un cuadro de una lámina educativa, a un mueble de una escultura. Ese elemento distintivo es la poesía. Sólo ella puede mostrarnos la diferencia entre creación y estilo, obra de arte y utensilio.
Cualquiera que sea su actividad y profesión, artista o artesano, el hombre transforma la materia prima: colores, piedras, metales, palabras. La operación trasmutadora consiste en lo siguiente: los materiales abandonan el mundo ciego de la naturaleza para ingresar en el de las obras, es decir, en el de las significaciones. ¿Qué ocurre, entonces, con la materia piedra, empleada por el hombre para esculpir una estatua y construir una escalera? Aunque la piedra de la estatua no sea distinta a la de la escalera y ambas estén referidas a un mismo sistema de significaciones (por ejemplo: las dos forman parte de una iglesia medieval), la transformación que la piedra ha sufrido en la escultura es de naturaleza diversa a la que la convirtió en escalera. La suerte del lenguaje en manos de prosistas y poetas puede hacernos vislumbrar el sentido de esa diferencia.
La forma más alta de la prosa es el discurso, en el sentido recto de la palabra. En el discurso las palabras aspiran a constituirse en significado unívoco. Este trabajo implica reflexión y análisis. Al mismo tiempo, entraña un ideal inalcanzable, porque la palabra se niega a ser mero concepto, significado sin más. Cada palabra —aparte de sus propiedades físicas— encierra una pluralidad de sentidos. Así, la actividad del prosista se ejerce contra la naturaleza misma de la palabra. No es cierto, por tanto, que M. Jourdain hablase en prosa sin saberlo. Alfonso Reyes señala con verdad que no se puede hablar en prosa sin tener plena conciencia de lo que se dice. Incluso puede agregarse que la prosa no se habla: se escribe. El lenguaje hablado está más cerca de la poesía que de la prosa; es menos reflexivo y más natural y de ahí que sea más fácil ser poeta sin saberlo que prosista. En la prosa la palabra tiende a identificarse con uno de sus posibles significados, a expensas de los otros: al pan, pan; y al vino, vino. Esta operación es de carácter analítico y no se realiza sin violencia, ya que la palabra posee varios significados latentes, es una cierta potencialidad de direcciones y sentidos. El poeta, en cambio, jamás atenta contra la ambigüedad del vocablo. En el poema el lenguaje recobra su originalidad primera, mutilada por la reducción que le imponen prosa y habla cotidiana. La reconquista de su naturaleza es total y afecta a los valores sonoros y plásticos tanto como a los significativos. La palabra, al fin en libertad, muestra todas sus entrañas, todos sus sentidos y alusiones, como un fruto maduro o como un cohete en el momento de estallar en el cielo. El poeta pone en libertad su materia. El prosista la aprisiona.
Otro tanto ocurre con formas, sonidos y colores. La piedra triunfa en la escultura, se humilla en la escalera. El color resplandece en el cuadro; el movimiento del cuerpo, en la danza. La materia, vencida o deformada en el utensilio, recobra su esplendor en la obra de arte. La operación poética es de signo contrario a la manipulación técnica. Gracias a la primera, la materia reconquista su naturaleza: el color es más color, el sonido es plenamente sonido. En la creación poética no hay victoria sobre la materia o sobre los instrumentos, como quiere una vana estética de artesanos, sino un poner en libertad la materia. Palabras, sonidos, colores y demás materiales sufren una transmutación apenas ingresan en el círculo de la poesía. Sin dejar de ser instrumentos de significación y comunicación, se convierten en «otra cosa*. Ese cambio —al contrario de lo que ocurre en la técnica— no consiste en abandonar su naturaleza original, sino en volver a ella. Ser «otra cosa» quiere decir ser «la misma cosa»: la cosa misma, aquello que real y primitivamente son.
Por otra parte, la piedra de la estatua, el rojo del cuadro, la palabra del poema, no son pura y simplemente piedra, color, palabra: encarnan algo que los trasciende y traspasa. Sin perder sus valores primarios, su peso original, son también como puentes que nos llevan a otra orilla, puertas que se abren a otro mundo de significados indecibles por el mero lenguaje. Ser ambivalente, la palabra poética es plenamente lo que es —ritmo, color, significado— y asimismo, es otra cosa: imagen. La poesía convierte la piedra, el color, la palabra y el sonido en imágenes. Y esta segunda nota, el ser imágenes, y el extraño poder que tienen para suscitar en el oyente o en el espectador constelaciones de imágenes, vuelve poemas todas las obras de arte.
Nada prohíbe considerar poemas las obras plásticas y musicales, a condición de que cumplan las dos notas señaladas: por una parte, regresar sus materiales a lo que son —materia resplandeciente u opaca— y así negarse al mundo de la utilidad; por la otra, transformarse en imágenes y de este modo convertirse en una forma peculiar de la comunicación. Sin dejar de ser lenguaje —sentido y transmisión del sentido— el poema es algo que está más allá del lenguaje. Más eso que está más allá del lenguaje sólo puede alcanzarse a través del lenguaje. Un cuadro será poema si es algo más que lenguaje pictórico. Piero della Francesca, Masaccio, Leonardo o Ucello no merecen, ni consienten, otro calificativo que el de poetas. En ellos la preocupación por los medios expresivos de la pintura, esto es, por el lenguaje pictórico, se resuelve en obras que trascienden ese mismo lenguaje. Las investigaciones de Masaccio y Ucello fueron aprovechadas por sus herederos, pero sus obras son algo más que esos hallazgos técnicos: son imágenes, poemas irrepetibles. Ser un gran pintor quiere decir ser un gran poeta: alguien que trasciende los límites de su lenguaje.
En suma, el artista no se sirve de sus instrumentos —piedras, sonido, color o palabra— como el artesano, sino que los sirve para que recobren su naturaleza original. Servidor del lenguaje, cualquiera que sea éste, lo trasciende. Esta operación más adelante— produce la imagen. El artista es creador de imágenes: poeta. Y su calidad de imágenes permite llamar poemas al Cántico espiritual y a los himnos védioos, al haikú y a los sonetos de Quevedo. El ser imágenes lleva a las palabras, sin dejar de ser ellas mismas, a trascender el lenguaje, en tanto que sistema dado de significaciones históricas.

El poema

El poema, sin dejar de ser palabra e historia, trasciende la historia. A reserva de examinar con mayor detenimiento en qué consiste este traspasar la historia, puede concluirse que la pluralidad de poemas no niega, sino afirma, la unidad de la poesía.
Cada poema es único. En cada obra late, con mayor o menor intensidad, toda la poesía. Por tanto, la lectura de un solo poema nos revelará con mayor certeza que cualquier investigación histórica o filológica qué es la poesía. Pero la experiencia del poema —su recreación a través de la lectura o la recitación— también ostenta una desconcertante pluralidad y heterogeneidad. Casi siempre la lectura se presenta como la revelación de algo ajeno a la poesía propiamente dicha. Los pocos contemporáneos de San Juan de la Cruz que leyeron sus poemas, atendieron más bien a su valor ejemplar que a su fascinante hermosura. Muchos de los paisajes que admiramos en Quevedo dejaban fríos a los lectores del siglo XVII, en tanto que otras cosas que nos repelen o aburren constituían para ellos los encantos de la obra. Sólo por un esfuerzo de comprensión histórica adivinamos la función poética de las enumeraciones históricas en las Coplas de Manrique. Al mismo tiempo, nos conmueven, acaso más hondamente que a sus contemporáneos, las alusiones a su tiempo y al pasado inmediato. Y no sólo la historia nos hace leer con ojos distintos un mismo texto. Para algunos el poema es la experiencia del abandono; para otros, del rigor. Los muchachos leen versos para ayudarse a expresar o conocer sus sentimientos, como si sólo en el poema las borrosas, presentidas facciones del amor, del heroísmo o de la sensualidad pudiesen contemplarse con nitidez. Cada lector busca algo en el poema. Y no es insólito que lo encuentre: ya lo llevaba dentro.
No es imposible que después de este primer y engañoso contacto, el lector acceda al centro del poema. Imaginemos ese encuentro. En el flujo y reflujo de nuestras pasiones y quehaceres (escindidos siempre, siempre yo y mi doble y el doble de mi otro yo), hay un momento en que todo pacta. Los contrarios no desaparecen, pero se funden por un instante. Es algo así como una suspensión del ánimo: el tiempo no pesa. Los Upanishad enseñan que esta reconciliación es «ananda» o deleite con lo Uno. Cierto, pocos son capaces de alcanzar tal estado. Pero todos, alguna vez, así haya sido por una fracción de segundo, hemos vislumbrado algo semejante. No es necesario ser un místico para rozar esta certidumbre. Todos hemos sido niños. Todos hemos amado. El amor es un estado de reunión y participación, abierto a los hombres: en el acto amoroso la conciencia es como la ola que, vencido el obstáculo, antes de desplomarse se yergue en una plenitud en la que todo —forma y movimiento, impulso hacia arriba y fuerza de gravedad— alcanza un equilibrio sin apoyo, sustentado en sí mismo. Quietud del movimiento. Y del mismo modo que a través de un cuerpo amado entrevemos una vida más plena, más vida que la vida, a través del poema vislumbramos el rayo fijo de la poesía. Ese instante contiene todos los instantes. Sin dejar de fluir, el tiempo se detiene, colmado de sí.
Objeto magnético, secreto sitio de encuentro de muchas fuerzas contrarias, gracias al poema podemos acceder a la experiencia poética. El poema es una posibilidad abierta a todos los hombres, cualquiera que sea su temperamento, su ánimo o su disposición. Ahora bien, el poema no es sino eso: posibilidad, algo que sólo se anima al contacto de un lector o de un oyente. Hay una nota común a todos los poemas, sin la cual no serían nunca poesía: la participación. Cada vez que el lector revive de veras el poema, accede a un estado que podemos llamar poético. La experiencia puede adoptar esta o aquella forma, pero es siempre un ir más allá de sí, un romper los muros temporales, para ser otro. Como la creación poética, la experiencia del poema se da en la historia, es historia y, al mismo tiempo, niega a la historia. El lector lucha y muere con Héctor, duda y mata con Arjuna, reconoce las rocas natales con Odiseo. Revive una imagen, niega la sucesión, revierte el tiempo. El poema es mediación: por gracia suya, el tiempo original, padre de los tiempos, encarna en un instante. La sucesión se convierte en presente puro, manantial que se alimenta a sí mismo y trasmuta al hombre. La lectura del poema ostenta una gran semejanza con la creación poética. El poeta crea imágenes, poemas; y el poema hace del lector imagen, poesía.
Las tres partes en que se ha dividido este libro se proponen responder a estas preguntas: ¿hay un decir poético —el poema— irreductible a todo otro decir?; ¿qué dicen los poemas?; ¿cómo se comunica el decir poético? Acaso no sea innecesario repetir que nada de lo que se afirme debe considerarse mera teoría o especulación, pues constituye el testimonio del encuentro con algunos poemas. Aunque se trata de una elaboración más o menos sistemática, la natural desconfianza que despierta esta clase de construcciones puede, en justicia, mitigarse. Si es cierto que en toda tentativa por comprender la poesía se introducen residuos ajenos a ella —filosóficos, morales u otros— también lo es que el carácter sospechoso de toda poética parece como redimido cuando se apoya en la revelación que, alguna vez, durante unas horas, nos otorgó un poema. Y aunque hayamos olvidado aquellas palabras y hayan desaparecido hasta su sabor y significado, guardamos viva aún la sensación de unos minutos de tal modo plenos que fueron tiempo desbordado, alta marea que rompió los diques de la sucesión temporal. Pues el poema es vía de acceso al tiempo puro, inmersión en las aguas originales de la existencia. La poesía no es nada sino tiempo, ritmo perpetuamente creador.

El lenguaje

La primera actitud del hombre ante el lenguaje fue la confianza: el signo y el objeto representado eran lo mismo. La escultura era un doble del modelo; la fórmula ritual una reproducción de la realidad, capaz de reengendrarla. Hablar era recrear el objeto aludido. La exacta pronunciación de las palabras mágicas era una de las primeras condiciones de su eficacia. La necesidad de preservar el lenguaje sagrado explica el nacimiento de la gramática, en la India védica. Pero al cabo de los siglos los hombres advirtieron que entre las cosas y sus nombres se abría un abismo. Las ciencias del lenguaje conquistaron su autonomía apenas cesó la creencia en la identidad entre el objeto y su signo. La primera tarea del pensamiento consistió en fijar un significado preciso y único a los vocablos; y la gramática se convirtió en el primer peldaño de la lógica. Mas las palabras son rebeldes a la definición. Y todavía no cesa la batalla entre la ciencia y el lenguaje.
La historia del hombre podría reducirse a la de las relaciones entre las palabras y el pensamiento. Todo período de crisis se inicia o coincide con una crítica del lenguaje. De pronto se pierde fe en la eficacia del vocablo «Tuve a la belleza en mis rodillas y era amarga», dice el poeta. ¿La belleza o la palabra? Ambas: la belleza es inasible sin las palabras. Cosas y palabras se desangran por la misma herida. Todas las sociedades han atravesado por estas crisis de sus fundamentos que son, asimismo y sobre todo, crisis del sentido de ciertas palabras. Se olvida con frecuencia que, como todas las otras creaciones humanas, los Imperios y los Estados están hechos de palabras: son hechos verbales. En el libro XIII de las Analectas, Tzu—Lu pregunta a Confucio: «Si el Duque de Wei te llamase para administrar su país, ¿cuál sería tu primera medida? Él Maestro dijo: La reforma del lenguaje». No sabemos en dónde empieza el mal, si en las palabras o en las cosas, pero cuando las palabras se corrompen y los significados se vuelven inciertos* el sentido de nuestros actos y de nuestras obras también es inseguro. Las cosas se apoyan en sus nombres y viceversa. Nietzsche inicia su crítica de los valores enfrentándose a las palabras: ¿qué es lo que quieren decir realmente virtud, verdad o justicia? Al desvelar el significado de ciertas palabras sagradas e inmutables —precisamente aquellas sobre las que reposaba el edificio de la metafísica occidental— minó los fundamentos de esa metafísica. Toda crítica filosófica se inicia con un análisis del lenguaje.
El equívoco de toda filosofía depende de su fatal sujeción a las palabras. Casi todos los filósofos afirman que los vocablos son instrumentos groseros, incapaces de asir la realidad. Ahora bien, ¿es posible una filosofía sin palabras? Los símbolos son también lenguaje, aun los más abstractos y puros, como los de la lógica y la matemática. Además, los signos deben ser explicados y no hay otro medio de explicación que el lenguaje. Pero imaginemos lo imposible: una filosofía dueña de un lenguaje simbólico o matemático sin referencia a las palabras. El hombre y sus problemas —tema esencial de toda filosofía— no tendría cabida en ella. Pues el hombre es inseparable de las palabras. Sin ellas, es inasible. El hombre es un ser de palabras. Y a la inversa: toda filosofía que se sirve de palabras está condenada a la servidumbre de la historia, porque las palabras nacen y mueren, como los hombres. Así, en un extremo, la realidad que las palabras no pueden expresar; en el otro, la realidad del hombre que sólo puede expresarse con palabras. Por tanto, debemos someter a examen las pretensiones de la ciencia del lenguaje. Y en primer término su postulado principal: la noción del lenguaje como objeto.
Si todo objeto es, de alguna manera, parte del sujeto cognoscente —límite fatal del saber al mismo tiempo que única posibilidad de conocer— ¿qué decir del lenguaje? Las fronteras entre objeto y sujeto se muestran aquí particularmente indecisas. La palabra es el hombre mismo. Estamos hechos de palabras. Ellas son nuestra única realidad o, al menos, el único testimonio de nuestra realidad. No hay pensamiento sin lenguaje, ni tampoco objeto de conocimiento: lo primero que hace el hombre frente a una realidad desconocida es nombrarla, bautizarla. Lo que ignoramos es lo innombrado. Todo aprendizaje principia como enseñanza de los verdaderos nombres de las cosas y termina con la revelación de la palabra—llave que nos abrirá las puertas del saber. O con la confesión de ignorancia: el silencio. Y aun el silencio dice algo, pues está preñado de signos. No podemos escapar del lenguaje. Cierto, los especialistas pueden aislar el idioma y convertirlo en objeto. Mas se trata de un ser artificial arrancado a su mundo original ya que, a diferencia de lo que ocurre con los otros objetos de la ciencia, las palabras no viven fuera de nosotros. Nosotros somos su mundo y ellas el nuestro. Para apresar el lenguaje no tenemos más remedio que emplearlo. Las redes de pescar palabras están hechas de palabras. No pretendo negar con esto el valor de los estudios lingüísticos. Pero los descubrimientos de la lingüística no deben hacernos olvidar sus limitaciones: el lenguaje, en su realidad última, se nos escapa. Esa realidad consiste en ser algo indivisible e inseparable del hombre. El lenguaje es una condición de la existencia del hombre y no un objeto, un organismo o un sistema convencional de signos que podemos aceptar o desechar. El estudio del lenguaje, en este sentido, es una de las partes de una ciencia total del hombre[1].
Afirmar que el lenguaje es propiedad exclusiva del hombre contradice una creencia milenaria. Recordemos cómo principian muchas fábulas: «Cuando los animales hablaban,..». Aunque parezca extraño, esta creencia fue resucitada por la ciencia del siglo pasado. Todavía muchos afirman que los sistemas de comunicación animal no son esencialmente diferentes de los usados por el hombre. Para algunos sabios no es una gastada metáfora hablar del lenguaje de los pájaros. En efecto, en los lenguajes animales aparecen las dos notas distintivas del habla: el significado —reducido, es cierto, al nivel más elemental y rudimentario— y la comunicación. El grito animal alude a algo, dice algo: posee significación. Y ese significado es recogido y, por decirlo así, comprendido por los otros animales. Esos gritos inarticulados constituyen un sistema de signos comunes, dotados de significación. No es otra la función de las palabras. Por tanto, el habla no es sino el desarrollo del lenguaje animal, y las palabras pueden ser estudiadas como cualquiera de los otros objetos de la ciencia de la naturaleza.
El primer reparo que podría oponerse a esta idea es la incomparable complejidad del habla humana; el segundo, la ausencia de pensamiento abstracto en el lenguaje animal. Son diferencias de grado, no de esencia. Más decisivo me parece lo que Marshall Urban llama la función tripartita de los vocablos: las palabras indican o designan, son nombres; también son respuestas intensivas o espontáneas a un estímulo material o psíquico, como en el caso de las interjecciones y onomatopeyas; y son representaciones: signos y símbolos. La significación es indicativa, emotiva y representativa. En cada expresión verbal aparecen las tres funciones, a niveles distintos y con diversa intensidad. No hay representación que no contenga elementos indicativos y emotivos; y lo mismo debe decirse de la indicación y la emoción. Aunque se trata de elementos inseparables, la función simbólica es el fundamento de las otras dos. Sin representación no hay indicación: los sonidos de la palabra pan son signos sonoros del objeto a que aluden; sin ellos la función indicativa no podría realizarse: la indicación es simbólica. Y del mismo modo: el grito no sólo es respuesta instintiva a una situación particular sino indicación de esa situación por medio de una representación: palabra, voz. En suma, «la esencia del lenguaje es la representación, Darstellung, de un elemento de experiencia por medio de otro, la relación bipolar entre el signo o el símbolo y la cosa significada o simbolizada, y la conciencia de esa relación»[2]. Caracterizada así el habla humana, Marshall Urban pregunta a los especialistas si en los gritos animales aparecen las tres funciones. La mayor parte de los entendidos afirma que «la escala fonética de los monos es enteramente "subjetiva* y puede expresar sólo emociones, nunca designar o describir objetos». Lo mismo se puede decir de sus gestos faciales y demás expresiones corporales. Es verdad que en algunos gritos animales hay débiles indicios de indicación, mas en ningún caso se ha comprobado la existencia de la función simbólica o representativa. Así pues, entre el lenguaje animal y humano hay una ruptura. El lenguaje humano es algo radicalmente distinto de la comunicación animal. Las diferencias entre ambos son de orden cualitativo y no cuantitativo. El lenguaje es algo exclusivo del hombre[3].
Las hipótesis tendientes a explicar la génesis y el desarrollo del lenguaje como el paso gradual de lo simple a lo complejo —por ejemplo, de la interjección, el grito o la onomatopeya a las expresiones indicativas y simbólicas— parecen igualmente desprovistas de fundamento. Las lenguas primitivas ostentan una gran complejidad. En casi todos los idiomas arcaicos existen palabras que por sí mismas constituyen frases y oraciones completas. El estudio de los lenguajes primitivos confirma lo que nos revela la antropología cultural: a medida que penetramos en el pasado no encontramos, como se pensaba en el siglo XIX, sociedades más simples, sino dueñas de una desconcertante complejidad. El tránsito de lo simple a lo complejo puede ser una constante en las ciencias naturales pero no en las de la cultura. Aunque las hipótesis del origen animal del lenguaje se estrella ante el carácter irreductible de la significación, en cambio tiene la gran originalidad de incluir el «lenguaje en el campo de los movimientos expresivos»[4]. Antes de hablar, el hombre gesticula. Gestos y movimientos poseen significación. Y en ella están presentes los tres elementos del lenguaje: indicación, emoción y representación. Los hombres hablan con las manos y con el rostro. El grito accede a la significación representativa e indicativa al aliarse con esos gestos y movimientos. Quizá el primer lenguaje humano fue la pantomima imitativa y mágica. Regidos por las leyes del pensamiento analógico, los movimientos corporales imitan y recrean objetos y situaciones.
Cualquiera que sea el origen del habla, los especialistas parecen coincidir en la «naturaleza primariamente mítica de todas las palabras y formas del lenguaje...». La ciencia moderna confirma de manera impresionante la idea de Herder y los románticos alemanes: «parece indudable que desde el principio el lenguaje y el mito permanecen en una inseparable correlación... Ambos son expresiones de una tendencia fundamental a la formación de símbolos: el principio radicalmente metafórico que está en la entraña de toda función de simbolización»[5]. Lenguaje y mito son vastas metáforas de la realidad. La esencia del lenguaje es simbólica porque consiste en representar un elemento de la realidad por otro, según ocurre con las metáforas. La ciencia verifica una creencia común a todos los poetas de todos los tiempos: el lenguaje es poesía en estado natural. Cada palabra o grupo de palabras es una metáfora. Y asimismo es un instrumento mágico, esto es, algo susceptible de cambiarse en otra cosa y de trasmutar aquello que toca: la palabra pan, tocada por la palabra sol, se vuelve efectivamente un astro; y el sol, a su vez, se vuelve un alimento luminoso. La palabra es un símbolo que emite símbolos. El hombre es hombre gracias al lenguaje, gracias a la metáfora original que lo hizo ser otro y lo separó del mundo natural. El hombre es un ser que se ha creado a sí mismo al crear un lenguaje. Por la palabra, el hombre es la constante producción de imágenes y de formas verbales rítmicas es una prueba del carácter simbolizante del habla, de su naturaleza poética. El lenguaje tiende espontáneamente a cristalizar en metáforas. Diariamente las palabras chocan entre sí y arrojan chispas metálicas o forman parejas fosforescentes. El cielo verbal se puebla sin cesar de astros nuevos. Todos los días afloran a la superficie del idioma palabras y frases chorreando aún humedad y silencio por las frías escamas. En el mismo instante otras desaparecen. De pronto, el erial de un idioma fatigado se cubre de súbitas flores verbales. Criaturas luminosas habitan las espesuras del habla. Criaturas, sobre todo, voraces. En el seno del lenguaje hay una guerra civil sin cuartel. Todos contra uno. Uno contra todos. ¡Enorme masa siempre en movimiento, engendrándose sin cesar, ebria de sí! En labios de niños, locos, sabios, cretinos, enamorados o solitarios, brotan imágenes, juegos de palabras, expresiones surgidas de la nada. Por un instante, brillan o relampaguean. Luego se apagan. Hechas de materia inflamable, las palabras se incendian apenas las rozan la imaginación o la fantasía. Mas son incapaces de guardar su fuego. El habla es la sustancia o alimento del poema, pero no es el poema. La distinción entre el poema y esas expresiones poéticas —inventadas ayer o repetidas desde hace mil años por un pueblo que guarda intacto su saber tradicional— radica en lo siguiente: el primero es una tentativa por trascender el idioma; las expresiones poéticas, en cambio, viven en el nivel mismo del habla y son el resultado del vaivén de las palabras en las bocas de los hombres. No son creaciones, obras. El habla, el lenguaje social, se concentra en el poema, se articula y levanta. El poema es lenguaje erguido.
Así como ya nadie sostiene que el pueblo sea el autor de las epopeyas homéricas, tampoco nadie puede defender la idea del poema como una secreción natural del lenguaje. Lautréamont quiso decir otra cosa cuando profetizó que un día la poesía sería hecha por todos. Nada más deslumbrante que este programa. Pero como ocurre con toda profecía revolucionaria, el advenimiento de ese estado futuro de poesía total supone un regreso al tiempo original. En este caso al tiempo en que hablar era crear. O sea: volver a la identidad entre la cosa y el nombre. La distancia entre la palabra y el objeto —que es la que obliga, precisamente, a cada palabra a convertirse en metáfora de aquello que designa— es consecuencia de otra: apenas el hombre adquirió conciencia de sí, se separó del mundo natural y se hizo otro en el seno de sí mismo. La palabra no es idéntica a la realidad que nombra porque entre el hombre y las cosas —y, más hondamente, entre el hombre y su ser— se interpone la conciencia de sí. La palabra es un puente mediante el cual el hombre trata de salvar la distancia que lo separa de la realidad exterior. Mas esa distancia forma parte de la naturaleza humana. Para disolverla, el hombre debe renunciar a su humanidad, ya sea regresando al mundo natural, ya trascendiendo las limitaciones que su condición le impone. Ambas tentaciones, latentes a lo largo de toda la historia, ahora se presentan con mayor exclusividad al hombre moderno. De ahí que la poesía contemporánea se mueva entre dos polos: por una parte, es una profunda afirmación de los valores mágicos; por la otra una vocación revolucionaria. Las dos direcciones expresan la rebelión del hombre contra su propia condición. «Cambiar al hombre», así, quiere decir renunciar a serlo: hundirse para siempre en la inocencia animal o liberarse del peso de la historia. Para lograr lo segundo es necesario trastornar los términos de la vieja relación, de modo que no sea la existencia histórica la que determine la conciencia sino a la inversa. La tentativa revolucionaria se presenta como una recuperación de la conciencia enajenada y, asimismo, como la conquista que hace esa conciencia recobrada del mundo histórico y de la naturaleza. Dueña de las leyes históricas y sociales, la conciencia determinaría la existencia. La especie habría dado entonces su segundo salto mortal. Gracias al primero, abandonó el mundo natural, dejó de ser animal y se puso en pie: contempló la naturaleza y se contempló. Al dar el segundo, regresaría a la unidad original, pero sin perder la conciencia sino haciendo de ésta el fundamento real de la naturaleza. Aunque no es ésta la única tentativa del hombre para recobrar la perdida unidad de conciencia y existencia (magia, mística, religión y filosofía han propuesto y proponen otras vías), su mérito reside en que se trata de un camino abierto a todos los hombres y que se reputa como el fin o sentido de la historia. Y aquí habría que preguntarse: una vez reconquistada la unidad primordial entre el mundo y el hombre, ¿no saldrían sobrando las palabras? El fin de la enajenación sería también el del lenguaje. La utopía terminaría, como la mística, en el silencio. En fin, cualquiera que sea nuestro juicio sobre esta idea, es evidente que la fusión —o mejor: la reunión— de la palabra y la cosa, el nombre y lo nombrado, exige la previa reconciliación del hombre consigo mismo y con el mundo. Mientras no se opere este cambio, el poema seguirá siendo uno de los pocos recursos 4el hombre para ir; más allá de sí mismo, al encuentro de lo que es profunda y originalmente* Por tanto, no es posible confundir el chispoitoteo de lo poético con las empresas más temerarias f decisivas de la poesía.
La imposibilidad de confiar al puro dinamismo del lenguaje la creación poética se corrobora apenas se advierte que no existe un solo poema en el que no haya intervenido una voluntad creadora. Sí, el lenguaje es poesía y cada palabra esconde una cierta carga metafórica dispuesta a estallar apenas se toca el resorte secreto, pero la fuerza creadora de la palabra reside en el hombre que la pronuncia. El hombre pone en marcha el lenguaje. La noción de un creador, necesario antecedente del poema, parece oponerse a la creencia en la poesía como algo que escapa al control de la voluntad. Todo depende de lo que se entienda por voluntad. En primer término, debemos abandonar la concepción estática de las llamadas facultades como hemos abandonado la idea de un alma aparte. No se puede hablar de facultades psíquicas —memoria, voluntad, etc. — como si fueran entidades separadas e independientes. La psiquis es una totalidad indivisible. Si no es posible trazar las fronteras entre el cuerpo y el espíritu, tampoco lo es discernir dónde termina la voluntad y empieza la pura pasividad. En cada una de sus manifestaciones la psiquis se expresa de un modo total. En cada función están presentes todas las otras. La inmersión en estados de absoluta receptividad no implica la abolición del querer. El testimonio de San Juan de la Cruz —«deseando nada»— cobra aquí un inmenso valor psicológico: la nada misma se vuelve activa, por la fuerza del deseo. El Nirvana ofrece la misma combinación de pasividad activa, de movimiento que es reposo. Los estados de pasividad —desde la experiencia del vacío interior hasta la opuesta de congestión del ser— exigen el ejercicio de una voluntad decidida a romper la dualidad entre objeto y sujeto. El perfecto yogui es aquel que, inmóvil, sentado en una postura apropiada, «mirando con mirada impasible la punta de su nariz», es tan dueño de sí que se olvida de sí.
Todos sabemos hasta qué punto es difícil rozar las orillas de la distracción. Esta experiencia se enfrenta a las tendencias predominantes de nuestra civilización, que propone como arquetipos humanos al abstraído, al retraído y hasta al contraído. Un hombre que se distrae, niega al mundo moderno. Al hacerlo, se juega el todo por el todo. Intelectualmente, su decisión no es diversa a la del suicida por sed de saber qué hay del otro lado de la vida. El distraído se pregunta: ¿qué hay del otro lado de la vigilia y de la razón? La distracción quiere decir: atracción por el reverso de este mundo. La voluntad no desaparece; simplemente, cambia de dirección; en lugar de servir a los poderes analíticos les impide que confisquen para sus fines la energía psíquica. La pobreza de nuestro vocabulario psicológico y filosófico en esta materia contrasta con la riqueza de las expresiones e imágenes poéticas. Recordemos la «música callada» de San Juan o «el vacío es plenitud» de Lao—tsé. Los estados pasivos no son nada más experiencias del silencio y el vacío, sino de momentos positivos y plenos: del núcleo del ser salta un chorro de imágenes. «Mi corazón está brotando flores en mitad de la noche», dice el poema azteca. La voluntaria parálisis no ataca sino a una parte de la psiquis. La pasividad de una zona provoca la actividad de la otra y hace posible la victoria de la imaginación frente a las tendencias analíticas, discursivas o razonadoras. En ningún caso desaparece la voluntad creadora. Sin ella, las puertas de la identificación con la realidad permanecen inexorablemente cerradas.
La creación poética se inicia como violencia sobre el lenguaje. El primer acto de esta operación consiste en el desarraigo de las palabras. El poeta las arranca de sus conexiones y menesteres habituales: separados del mundo informe del habla, los vocablos se vuelven únicos, como si acabasen de nacer. El segundo acto es el regreso de la palabra: el poema se convierte en objeto de participación. Dos fuerzas antagónicas habitan el poema: una de elevación o desarraigo, que arranca a la palabra del lenguaje; otra de gravedad, que la hace volver. El poema es creación original y única, pero también es lectura y recitación: participación. El poeta lo crea; el pueblo, al recitarlo, lo recrea. Poeta y lector son dos momentos de una misma realidad. Alternándose de una manera que no es inexacto llamar cíclica, su rotación engendra la chispa: la poesía.
Las dos operaciones —separación y regreso— exigen que el poema se sustente en un lenguaje común. No en un habla popular o coloquial, como se pretende ahora, sino en la lengua de una comunidad: ciudad, nación, clase, grupo o secta. Los poemas homéricos fueron «compuestos en un dialecto literario y artificial que nunca se habló propiamente» (Alfonso Reyes). Los grandes textos de la literatura sánscrita pertenecen a épocas en que esta lengua había dejado de hablarse, excepto entre grupos reducidos. En el teatro de Kalidasa los personajes nobles hablan sánscrito; los plebeyos, pracrito. Ahora bien, popular o minoritario, el lenguaje que sustenta al poeta posee dos notas: es vivo y común. Esto es, usado por un grupo de hombres para comunicar y perpetuar sus experiencias, pasiones, esperanzas y creencias. Nadie puede escribir un poema en una lengua minoritaria, excepto como ejercicio literario (y entonces no se trata de un poema, porque éste sólo se realiza plenamente en la participación: sin lector la obra sólo lo es a medias), tampoco el lenguaje matemático, físico o de cualquier otra ciencia ofrece sustento a la poesía: es lenguaje común, pero no vivo. Nadie canta en fórmulas. Es verdad que las definiciones científicas pueden ser utilizadas en un poema (Lautréamont las empleó con genio). Sólo que entonces se opera una transmutación, un cambio de signo: la fórmula científica deja de servir a la demostración y más bien tiende a destruirla. El humor es una de las armas mayores de la poesía.
Al crear el lenguaje de las naciones europeas, las leyendas y poemas épicos contribuyeron a crear esas mismas naciones. Y en ese sentido profundo las fundaron: les dieron conciencia de sí mismas. En efecto, por obra de la poesía, el lenguaje común se transformo en imágenes míticas dotadas de valor arquetípico. Rolando, el Cid, Arturo, Lanzarote, Parsifal son héroes, modelos. Lo mismo puede decirse —con ciertas y decisivas salvedades— de las creaciones épicas que coinciden con el nacimiento de la sociedad burguesa: las novelas. Cierto, lo distintivo de la edad moderna, desde el punto de vista de la situación social del poeta, es su posición marginal. La poesía es un alimento que la burguesía —como clase— ha sido incapaz de digerir. De ahí que una y otra vez haya intentado domesticarla. Sólo que apenas un poeta o un movimiento poético cede y acepta regresar al orden social, surge una nueva creación que constituye, a veces sin proponérselo, una crítica y un escándalo. La poesía moderna se ha convertido en el alimento de los disidentes y desterrados del mundo burgués. A una sociedad escindida corresponde una poesía en rebelión. Y aun en este caso extremo no se rompe la relación entrañable que une al lenguaje social con el poema. El lenguaje del poeta es el de su comunidad, cualquiera que ésta sea. Entre uno y otro se establece un juego recíproco de influencias, un sistema de vasos comunicantes. El lenguaje de Mallarmé es un idioma de iniciados. Los lectores de los poetas modernos están unidos por una suerte de complicidad y forman una sociedad secreta. Pero lo característico de nuestros días es la ruptura del equilibrio precariamente mantenido a lo largo del siglo XIX. La poesía de sectas toca a su fin porque la tensión se ha vuelto insoportable: el lenguaje social día a día se degrada en una jerga reseca de técnicos y periodistas; y el poema, en el otro extremo, se convierte en ejercicio suicida. Hemos llegado al término de un proceso iniciado en los albores de la edad moderna.
Muchos poetas contemporáneos, deseosos de salvar la barrera de vacío que el mundo moderno les opone, han intentado buscar el perdido auditorio: ir al pueblo. Sólo que ya no hay pueblo: hay masas organizadas. Y así, «ir al pueblo» significa ocupar un sitio entre los «organizadores» de las masas. El poeta se convierte en funcionario. No deja de ser asombroso este cambio. Los poetas del pasado habían sido sacerdotes o profetas, señores o rebeldes, bufones o santos, criados o mendigos. Correspondía al Estado burocrático hacer del creador un alto empleado del «frente cultural». El poeta ya tiene un «lugar» en la sociedad. ¿Lo tiene la poesía?
La poesía vive en las capas más profundas del ser, en tanto que las ideologías y todo lo que llamamos ideas y opiniones constituyen los estratos más superficiales de la conciencia. El poema se nutre del lenguaje vivo de una comunidad, de sus mitos, sus sueños y sus pasiones, esto es, de sus tendencias más secretas y poderosas. El poema funda al pueblo porque el poeta remonta la corriente del lenguaje y bebe en la fuente original. En el poema la sociedad se enfrenta con los fundamentos de su ser, con su palabra primera. Al proferir esa palabra original, el hombre se creó. Aquiles y Odiseo son algo más que dos figuras heroicas: son el destino griego creándose a sí mismo. El poema es mediación entre la sociedad y aquello que la funda. Sin Homero, el pueblo griego no sería lo que fue. El poema nos revela lo que somos y nos invita a ser eso que somos.
Los partidos políticos modernos convierten al poeta en propagandista y así lo degradan. El propagandista disemina en la «masa» las concepciones de los jerarcas. Su tarea consiste en trasmitir ciertas directivas, de arriba para abajo. Su radio de interpretación es muy reducido (ya se sabe que toda desviación, aun involuntaria, es peligrosa). El poeta, en cambio, opera de abajo para arriba: del lenguaje de su comunidad al del poema. En seguida, la obra regresa a sus fuentes y se vuelve objeto de comunión. La relación entre el poeta y su pueblo es orgánica y espontánea. Todo se opone ahora a este proceso de constante recreación. El pueblo se escinde en clases y grupos; después, se petrifica en bloques. El lenguaje común se transforma en un sistema de fórmulas. Las vías de comunicación tapiadas, el poeta se encuentra sin lenguaje en que apoyarse y el pueblo sin imágenes en que reconocerse. Hay que aceptar con lealtad esta situación. Si el poeta abandona su destierro —única posibilidad de auténtica rebeldía— abandona también la poesía y la posibilidad de que ese exilio se transforme en comunión. Porque entre el propagandista y su auditorio se establece un doble equívoco: él cree que habla el lenguaje del pueblo; y el pueblo, que escucha el de la poesía. La soledad gesticulante de la tribuna es total e irrevocable. Ella —y no la del que lucha a solas por encontrar la palabra común» sí que es soledad sin salida y sin porvenir.
Algunos poetas creen que un simple cambio verbal basta para reconciliar poema y lenguaje social. Unos resucitan el folklore; otros se apoyan en el habla coloquial Mas el folklore, preservado en los museos o en regiones aisladas, ha dejado de ser lenguaje desde hace varios siglos: es una curiosidad o una nostalgia. Y en cuanto al habla desgarrada de las urbes: no es un lenguaje, sino el jirón de algo que fue un todo coherente y armónico. El habla de la ciudad tiende a petrificarse en fórmulas y slogans y sufre así la misma suerte del arte popular, convertido en artefacto industrial, y la del hombre mismo, que de persona se transforma en masa. La explotación del folklore, el uso del lenguaje coloquial o la inclusión de pasajes deliberadamente antipoéticos o prosaicos en medio de un texto de alta tensión son recursos literarios que tienen el mismo sentido que el empleo de dialectos artificiales por los poetas del pasado. En todos los casos se trata de procedimientos característicos de la llamada poesía minoritaria, como las imágenes geográficas de los poetas «metafísicos» ingleses, las alusiones mitológicas de los renacentistas o las irrupciones del humor en Lautréamont y Jarry. Piedras de toque, incrustadas en el poema para subrayar la autenticidad del resto, su función no es distinta a la del empleo de materiales que tradicionalmente no pertenecían al mundo de la pintura. No en balde se ha comparado The Waste Land a un collage. Lo mismo puede decirse de ciertos poemas de Apollinaire. Todo esto posee eficacia poética, pero no hace más comprensible la obra. Las fuentes de la comprensión son otras: radican en la comunidad del lenguaje y de los valores. El poeta moderno no habla el lenguaje de la sociedad ni comulga con los valores de la actual civilización. La poesía de nuestro tiempo no puede escapar de la soledad y la rebelión, excepto a través de un cambio de la sociedad y del hombre mismo. La acción del poeta contemporáneo sólo se puede ejercer sobre individuos y grupos. En esta limitación reside, acaso, su eficacia presente y su futura fecundidad.
Los historiadores afirman que las épocas de crisis o estancamiento producen automáticamente una poesía decadente. Condenan así la poesía hermética, solitaria o difícil. Por el contrario, los momentos de ascenso histórico se caracterizan por un arte de plenitud, al que accede toda la sociedad. Si el poema está escrito en lo que llaman el lenguaje de todos, estamos ante un arte de madurez. Arte claro es arte grande. Arte oscuro y para pocos, decadente. Ciertas parejas de adjetivos expresan esta dualidad: arte humano y deshumano, popular y minoritario, clásico y romántico (o barroco). Casi siempre se hace coincidir estas épocas de esplendor con el apogeo político o militar de la nación. Apenas los pueblos tienen grandes ejércitos y jefes invencibles, surgen los grandes poetas. Otros historiadores aseguran que esa grandeza poética se da un poco antes —cuando enseñan los dientes los ejércitos— o un poco después —cuando los nietos de los conquistadores digieren las ganancias. Deslumbrados por esta idea forman parejas radiantes: Racine y Luis XIV, Garcilaso y Carlos V, Isabel y Shakespeare. Y otras oscuras, crepusculares, como las de Luis de Góngora y Felipe IV, Licofrón y Ptolomeo Filadelfo.
Por lo que toca a la oscuridad de las obras, debe decirse que todo poema ofrece, al principio, dificultades. La creación poética se enfrenta siempre a la resistencia de lo inerte y horizontal. Esquilo padeció la acusación de oscuridad. Eurípides era odiado por sus contemporáneos y fue juzgado poco claro. Garcilaso fue llamado descastado y cosmopolita. Los simbolistas fueron acusados de herméticos y decadentes. Los «modernistas» se enfrentaron a las mismas críticas. La verdad es que la dificultad de toda obra reside en su novedad. Separadas de sus funciones habituales y reunidas en un orden que no es el de la conversación ni el del discurso, las palabras ofrecen una resistencia irritante. Toda creación engendra equívocos. El goce poético no se da sin vencer ciertas dificultades, análogas a las de la creación. La participación implica una recreación; el lector reproduce los gestos y experiencias del poeta. Por otra parte, casi todas las épocas de crisis o decadencia social son fértiles en grandes poetas: Góngora y Quevedo, Rimbaud y Lautréamont, Donne y Blake, Melville y Dickinson. Si hemos de hacer caso al criterio histórico, Poe es la expresión de la decadencia sudista y Rubén Darío de la extrema postración de la sociedad hispanoamericana. ¿Y cómo explicar a Leopardi en plena disolución italiana y a los románticos germanos en una Alemania rota y a merced de los ejércitos napoleónicos? Gran parte de la poesía profética de los hebreos coincide con las épocas de esclavitud, disolución o decadencia israelita. Villon y Manrique escriben en lo que se ha llamado el «otoño de la Edad Media». ¿Y qué decir de la «sociedad de transición» en que vive Dante? La España de Carlos IV produce a Goya. No, la poesía no es un reflejo mecánico de la historia. Las relaciones entre ambas son más sutiles y complejas. La poesía cambia, pero no progresa ni decae. Decaen las sociedades.
En tiempos de crisis se rompen o aflojan los lazos que hacen de la sociedad un todo orgánico. En épocas de cansancio, se inmovilizan. En el primer caso la sociedad se dispersa; en el segundo, se petrifica bajo la tiranía de una máscara imperial y nace el arte oficial. Pero el lenguaje de sectas y comunidades reducidas es propicio a la creación poética. La situación que exilia del grupo da a sus palabras una tensión y un valor particulares» lodo idioma sagrado es secreto, Y a la inversa: todo idioma secreto —sin excluir al de conjurados y conspiradores— colinda con lo sagrado. El poema hermético proclama la grandeza de la poesía y la miseria de la historia. Góngora es un testimonio de la salud del idioma español tanto como el Conde duque de Olivares lo es de la decadencia de un Imperio. El cansancio de una sociedad no implica necesariamente la extinción de las artes ni provoca el silencio del poeta. Más bien es posible que ocurra lo contrario: suscita la aparición de poetas y obras solitarias. Cada vez que surge un gran poeta hermético o movimientos de poesía en rebelión contra los valores de una sociedad determinada, debe sospecharse que esa sociedad, no la poesía, padece males incurables. Y esos males pueden medirse atendiendo a dos circunstancias: fe ausencia de un lenguaje común y la sordera de la sociedad ante el canto solitario. La soledad del poeta muestra el descenso social. La creación, siempre a la misma altura, acusa la baja de nivel histórico. De ahí que a veces nos parezcan más altos los poetas difíciles. Se trata de un error de perspectiva. No son más altos: simplemente, el mundo que los rodea es más bajo[6].
El poema se apoya en el lenguaje social o comunal, pero ¿cómo se efectúa el tránsito y qué ocurre con las palabras cuando dejan la esfera social y pasan a ser palabras del poema? Filósofos, oradores y literatos escogen sus palabras. El primero, según sus significados; los otros, en atención a su eficacia moral, psicológica o literaria. El poeta no escoge sus palabras. Cuando se dice que un poeta busca su lenguaje, no quiere decirse que ande por bibliotecas o mercados recogiendo giros antiguos y nuevos, sino que, indeciso, vacila entre las palabras que realmente le pertenecen, que están en él desde el principio, y las otras aprendidas en los libros o en la calle. Cuando un poeta encuentra su palabra, la reconoce: ya estaba en él. Y él ya estaba en ella. La palabra del poeta se confunde con su ser mismo. Él es su palabra. En el momento de la creación, aflora a la conciencia la parte más secreta de nosotros mismos. La creación consiste en un sacar a luz ciertas palabras inseparables de nuestro ser. Ésas y no otras. El poema está hecho de palabras necesarias e insustituibles. Por eso es tan difícil corregir una obra ya hecha. Toda corrección implica una recreación, un volver sobre nuestros pasos, hacia dentro de nosotros. La imposibilidad de la traducción poética depende también de esta circunstancia. Cada palabra del poema es única. No hay sinónimos. Única e inamovible: imposible herir un vocablo sin herir todo el poema; imposible cambiar una coma sin trastornar todo el edificio. El poema es una totalidad viviente, hecha de elementos irreemplazables. La verdadera traducción no puede ser, así, sino recreación.
Afirmar que el poeta no emplea sino las palabras que ya estaban en él, no desmiente lo que se ha dicho acerca de las relaciones entre poema y lenguaje común. Para disipar este equívoco basta recordar que, por su naturaleza misma, todo lenguaje es comunicación. Las palabras del poeta son también las de su comunidad. De otro modo no serían palabras. Toda palabra implica dos: el que habla y el que oye. El universo verbal del poema no está hecho de los vocablos del diccionario, sino de los de la comunidad. El poeta no es un hombre rico en palabras muertas, sino en voces vivas. Lenguaje personal quiere decir lenguaje común revelado o transfigurado por el poeta. El más alto de los poetas herméticos definía así la misión del poema: «Dar un sentido más puro a las palabras de la tribu». Y esto es cierto hasta en el sentido más superficial de la frase: vuelta al significado etimológico del vocablo y, asimismo, enriquecimiento de los idiomas. Gran número de voces que ahora nos parecen comunes y corrientes son invenciones, italianismos, neologismos y latinismos de Juan de Mena, Garcilaso o Góngora. Las palabras del poeta son también las de la tribu o lo serán un día. El poeta transforma, recrea y purifica el idioma; y después, lo comparte. Ahora que, ¿en qué consiste esta purificación de la palabra por la poesía y qué se quiere decir cuando se afirma que el poeta no se sirve de las palabras, sino que es su servidor?
Las palabras, frases y exclamaciones que nos arrancan el dolor, el placer o cualquier otro sentimiento, son reducciones del lenguaje a su mero valor afectivo. Los vocablos así pronunciados dejan de ser, estrictamente, instrumentos de relación. Croce observa que no se trata, propiamente, de expresiones verbales: les falta el elemento voluntario y personal y les sobra la espontaneidad casi maquinal con que se producen. Son frases hechas, de las que está ausente todo matiz personal. No es necesario aceptar el juicio del filósofo italiano para darse cuenta de que, incluso si se trata de verdaderas expresiones, carecen de una dimensión imprescindible: ser vehículos de relación. Toda palabra implica un interlocutor. Y lo menos que se puede decir de esas expresiones y frases con que maquinalmente se descarga nuestra afectividad es que en ellas el interlocutor está disminuido y casi borrado. La palabra sufre una mutilación: la del oyente.
En alguna parte Valéry dice que «el poema es el desarrollo de una exclamación». Entre desarrollo y exclamación hay una tensión contradictoria; y yo agregaría que esa tensión es el poema. Si uno de los dos términos desaparece, el poema regresa a la interjección maquinal o se convierte en amplificación elocuente, descripción o teorema. 1E\ desarrollo es un lenguaje que se crea a sí mismo frente a esa realidad bruta y propiamente indecible a que alude la exclamación. Poema: oreja que escucha a una boca que dice lo que no dijo la exclamación. El grito de pena o júbilo señala al objeto que nos hiere o alegra; lo señala pero lo encubre: dice ahí está, no dice qué o quién es. La realidad indicada por la exclamación permanece innombrada: está ahí, ni ausente ni presente, a punto de aparecer o desvanecerse para siempre. Es una inminencia ¿de qué? El desarrollo no es una pregunta ni una respuesta: es una convocación. El poema —boca que habla y oreja que oye— será la revelación de aquello que la exclamación señala sin nombrar. Digo revelación y no explicación. Si el desarrollo es una explicación, la realidad no será revelada sino elucidada y el lenguaje sufrirá una mutilación: habremos dejado de ver y oír para sólo entender.
Un extremo contrario es el uso del lenguaje con fines de intercambio inmediato. Entonces las palabras dejan de tener significados precisos y pierden muchos de sus valores plásticos, sonoros y emotivos. El interlocutor no desaparece; al contrario, se afirma con exceso. La que se adelgaza y atenúa es la palabra, que se convierte en mera moneda de cambio. Todos sus valores se extinguen o decrecen, a expensas del valor de relación.
En el caso de la exclamación, la palabra es grito lanzado al vacío: se prescinde del interlocutor. Cuando la palabra es instrumento del pensamiento abstracto, el significado lo devora todo: oyente y placer verbal. Vehículo de intercambio, se degrada. En los tres casos se reduce y especializa. Y la causa de esta común mutilación es que el lenguaje se nos vuelve útil, instrumento, cosa. Cada vez que nos servimos de las palabras, las mutilamos. Mas el poeta no se sirve de las palabras. Es su servidor. Al servirlas, las devuelve a su plena naturaleza, les hace recobrar su ser. Gracias a la poesía, el lenguaje reconquista su estado original. En primer término, sus valores plásticos y sonoros, generalmente desdeñados por el pensamiento; en seguida, los afectivos; y, al fin, los significativos. Purificar el lenguaje, tarea del poeta, significa devolverle su naturaleza original. Y aquí tocamos uno de los temas centrales de esta reflexión. La palabra, en sí misma, es una pluralidad de sentidos. Si por obra de la poesía la palabra recobra su naturaleza original —es decir, su posibilidad de significar dos o más cosas al mismo tiempo—, el poema parece negar la esencia misma del lenguaje: la significación o sentido. La poesía sería una empresa fútil y, al mismo tiempo, monstruosa: ¡despoja al hombre de su bien más precioso, el lenguaje, y le da en cambio un sonoro balbuceo ininteligible! ¿Qué sentido tienen, si alguno tienen, las palabras y frases del poema?

El ritmo

Las palabras se conducen como seres caprichosos y autónomos. Siempre dicen «esto y lo otro» y, al mismo tiempo, «aquello y lo de más allá». El pensamiento no se resigna; forzado a usarlas, una y otra vez pretende reducirlas a sus propias leyes; y una y otra vez el lenguaje se rebela y rompe los diques de la sintaxis y del diccionario. Léxicos y gramáticas son obras condenadas a no terminarse nunca. El idioma está siempre en movimiento, aunque el hombre, por ocupar el centro del remolino, pocas veces se da cuenta de este incesante cambiar. De ahí que, como si fuera algo estático, la gramática afirme que la lengua es un conjunto de voces y que éstas constituyen la unidad más simple, la célula lingüística. En realidad, el vocablo nunca se da aislado; nadie habla en palabras sueltas. El idioma es una totalidad indivisible; no lo forman la suma de sus voces, del mismo modo que la sociedad no es el conjunto de los individuos que la componen. Una palabra aislada es incapaz de constituir una unidad significativa. La palabra suelta no es, propiamente, lenguaje; tampoco lo es una sucesión de vocablos dispuestos al azar. Para que el lenguaje se produzca es menester que los signos y los sonidos se asocien de tal manera que impliquen y transmitan un sentido. La pluralidad potencial de significados de la palabra suelta se transforma en la frase en una cierta y única, aunque no siempre rigurosa y unívoca, dirección. Así, no es la voz, sino la frase u oración, la que constituye la unidad más simple del habla. La frase es una totalidad autosuficiente; todo el lenguaje, como en un microcosmo, vive en ella. A semejanza del átomo, es un organismo sólo separable por la violencia. Y en efecto, sólo por la violencia del análisis gramatical la frase se descompone en palabras. El lenguaje es un universo de unidades significativas, es decir, de frases.
Basta observar cómo escriben los que no han pasado por los aros del análisis gramatical para comprobar la verdad de estas afirmaciones. Los niños son incapaces de aislar las palabras. El aprendizaje de la gramática se inicia enseñando a dividir las frases en palabras y éstas en sílabas y letras. Pero los niños no tienen conciencia de las palabras; la tienen, y muy viva, de las frases: piensan, hablan y escriben en bloques significativos y les cuesta trabajo comprender que una frase está hecha de palabras. Todos aquellos que apenas si saben escribir muestran la misma tendencia. Cuando escriben, separan o juntan al azar los vocablos: no saben a ciencia cierta dónde acaban y empiezan. Al hablar, por el contrario, los analfabetos hacen las pausas precisamente donde hay que hacerlas: piensan en frases. Asimismo, apenas nos olvidamos o exaltamos y dejamos de ser dueños de nosotros, el lenguaje natural recobra sus derechos y dos palabras o más se juntan en el papel, ya no conforme a las reglas de la gramática sino obedeciendo al dictado del pensamiento. Cada vez que nos distraemos, reaparece el lenguaje en su estado natural, anterior a la gramática. Podría argüirse que hay palabras aisladas que forman por sí mismas unidades significativas. En ciertos idiomas primitivos la unidad parece ser la palabra; los pronombres demostrativos de algunas de estas lenguas no se reducen a señalar a éste o aquél, sino a «este que está de pie», «aquel que está tan cerca que podría tocársele*, «aquélla ausente», «éste visible», etc. Pero cada una de estas palabras es una frase. Así, ni en los idiomas más simples la palabra aislada es lenguaje. Esos pronombres son palabras—frase[7].
El poema posee el mismo carácter complejo e indivisible del lenguaje y de su célula: la frase. Todo poema es una totalidad cerrada sobre sí misma: es una frase o un conjunto de frases que forman un todo. Como el resto de los hombres, el poeta no se expresa en vocablos sueltos, sino en unidades compactas e inseparables. La célula del poema, su núcleo más simple, es la frase poética. Pero, a diferencia de lo que ocurre con la prosa, la unidad de la frase, lo que la constituye como tal y hace lenguaje, no es el sentido o dirección significativa, sino el ritmo. Esta desconcertante propiedad de la frase poética será estudiada más adelante; antes es indispensable describir de qué manera la frase prosaica —el habla común— se transforma en frase poética.
Nadie puede substraerse a la creencia en el poder mágico de las palabras. Ni siquiera aquellos que desconfían de ellas. La reserva ante el lenguaje es una actitud intelectual. Sólo en ciertos momentos medimos y pesamos las palabras; pasado ese instante, les devolvemos su crédito. La confianza ante el lenguaje es la actitud espontánea y original del hombre: las cosas son su nombre. La fe en el poder de las palabras es una reminiscencia de nuestras creencias más antiguas: la naturaleza está animada; cada objeto posee una vida propia; las palabras, que son los dobles del mundo objetivo, también están animadas. El lenguaje, como el universo, es un mundo de llamadas y respuestas; flujo y reflujo, unión y separación, inspiración y espiración. Unas palabras se atraen, otras se repelen y todas se corresponden. El habla es un conjunto de seres vivos, movidos por ritmos semejantes a los que rigen a los astros y las plantas.
Todo aquel que haya practicado la escritura automática —hasta donde es posible esta tentativa— conoce las extrañas y deslumbrantes asociaciones del lenguaje dejado a su propia espontaneidad. Evocación y convocación. Les motsfont Vamour, dice André Bretón. Y un espíritu tan lúcido como Alfonso Reyes advierte al poeta demasiado seguro de su dominio del idioma: «Un día las palabras se coaligarán contra ti, se te sublevarán a un tiempo...». Pero no es necesario acudir a estos testimonios literarios. El sueño, el delirio, la hipnosis y otros estados de relajación de la conciencia favorecen el manar de las frases. La corriente parece no tener fin: una frase nos lleva a otra. Arrastrados por —el río de imágenes, rozamos las orillas del puro existir y adivinamos un estado de unidad, de final reunión con nuestro ser y con el ser del mundo. Incapaz de oponer diques a la marea, la conciencia vacila. Y de pronto todo desemboca en una imagen final. Un muro nos cierra el paso: volvemos al silencio.
Los estados contrarios —extrema tensión de la conciencia, sentimiento agudo del lenguaje, diálogos en que las inteligencias chocan y brillan, galerías transparentes que la introspección multiplica hasta el infinito— también son favorables a la repentina aparición de frases caídas del cielo. Nadie las ha llamado; son como la recompensa de la vigilia. Tras el forcejeo de la razón que se abre paso, pisamos una zona armónica. Todo se vuelve fácil, todo es respuesta tácita, alusión esperada. Sentimos que las ideas riman. Entrevemos entonces que pensamientos y frases son también ritmos, llamadas, ecos. Pensar es dar la nota justa, vibrar apenas nos toca la onda luminosa. La cólera, el entusiasmo, la indignación, todo lo que nos pone fuera de nosotros posee la misma virtud liberadora. Brotan frases inesperadas y dueñas de un poder eléctrico: «lo fulminó con la mirada», «echó rayos y centellas por la boca»... El elemento fuego preside todas esas expresiones. Los juramentos y malas palabras* estallan como soles atroces. Hay maldiciones y blasfemias que hacen temblar el orden cósmico. Después, el hombre se admira y arrepiente de lo que dijo. En realidad no fue él, sino «otro», quien profirió esas frases: estaba «fuera de sí». Los diálogos amorosos muestran el mismo carácter. Los amantes «se quitan las palabras de la boca». Todo coincide: pausas y exclamaciones, risas y silencios. El diálogo es más que un acuerdo: es un acorde. Y los enamorados mismos se sienten como dos rimas felices, pronunciadas por una boca invisible.
El lenguaje es el hombre, pero es algo más. Tal podría ser el punto de partida de una inquisición sobre estas turbadoras propiedades de las palabras. Pero el poeta no se pregunta cómo está hecho el lenguaje y si ese dinamismo es suyo o sólo es reflejo. Con el pragmatismo inocente de todos los creadores, verifica un hecho y lo utiliza: las palabras llegan y se juntan sin que nadie las llame; y estas reuniones y separaciones no son hijas del puro azar: un orden rige las afinidades y las repulsiones. En el fondo de todo fenómeno verbal hay un ritmo. Las palabras se juntan y separan atendiendo a cienos principios rítmicos. Si el lenguaje es un continuo vaivén de frases y asociaciones verbales regido por un ritmo secreto, la reproducción de ese ritmo nos dará poder sobre las palabras. El dinamismo del lenguaje lleva al poeta a crear su universo verbal utilizando las mismas fuerzas de atracción y repulsión. El poeta crea por analogía. Su modelo es el ritmo que mueve a todo idioma. El ritmo es un imán. Al reproducirlo —por medio de metros, rimas, aliteraciones, paronomasias y otros procedimientos— convoca las palabras. A la esterilidad sucede un estado de abundancia verbal; abiertas las esclusas interiores, las frases brotan como chorros o surtidores. Lo difícil, dice Gabriela Mistral, no es encontrar rimas sino evitar su abundancia. La creación poética consiste, en buena parte, en esta voluntaria utilización del ritmo como agente de seducción.
La operación poética no es diversa del conjuro, el hechizo y otros procedimientos de la magia. Y la actitud del poeta es muy semejante a la del mago. Los dos utilizan el principio de analogía; los dos proceden con fines utilitarios e inmediatos: no se preguntan qué es el idioma o la naturaleza, sino que se sirven de ellos para sus propios fines. No es difícil añadir otra nota: magos y poetas, a diferencia de filósofos, técnicos y sabios, extraen sus poderes de sí mismos. Para obrar no les basta poseer una suma de conocimientos, como ocurre con un físico o con un chofer. Toda operación mágica requiere una fuerza interior, lograda a través de un penoso esfuerzo de purificación. Las fuentes del poder mágico son dobles: las fórmulas y demás métodos de encantamiento, y la fuerza psíquica del encantador, su afinación espiritual que le permite acordar su ritmo con el del cosmos. Lo mismo ocurre con el poeta. El lenguaje del poema está en él y sólo a él se le revela. La revelación poética implica una búsqueda interior. Búsqueda que no se parece en nada a la introspección o al análisis; más que búsqueda, actividad psíquica capaz de provocar la pasividad propicia a la aparición de las imágenes.
Con frecuencia se compara al mago con el rebelde. La seducción que todavía ejerce sobre nosotros su figura procede de haber sido el primero que dijo No a los dioses y Sí a la voluntad humana. Todas las otras rebeliones —esas, precisamente, por las cuales el hombre ha llegado a ser hombre— parten de esta primera rebelión. En la figura del hechicero hay una tensión trágica, ausente en el hombre de ciencia y en el filósofo. Éstos sirven al conocimiento y en su mundo los dioses y las fuerzas naturales no son sino hipótesis e incógnitas. Para el mago los dioses no son hipótesis, ni tampoco, como para el creyente, realidades que hay que aplacar o amar, sino poderes que hay que seducir, vencer o burlar. La magia es una empresa peligrosa y sacrílega, una afirmación del poder humano frente a lo sobrenatural. Separado del rebaño humano, cara a los dioses, el mago está solo. En esa soledad radica su grandeza y, casi siempre, su final esterilidad. Por una parte, es un testimonio de su decisión trágica. Por la otra, de su orgullo, En efecto, toda magia que no se trasciende —esto es, que no se transforma en don, en filantropía— se devora a sí misma y acaba por devorar a su creador. El mago ve a los hombres como medios, fuerzas, núcleos de energía latente. Una de las formas de la magia consiste en el dominio propio para después dominar a los demás. Príncipes, reyes y jefes se rodean de magos y astrólogos, antecesores de los consejeros políticos. Las recetas del poder mágico entrañan fatalmente la tiranía y la dominación de los hombres. La rebelión del mago es solitaria, porque la esencia de la actividad mágica es la búsqueda del poder. Con frecuencia se han señalado las semejanzas entre magia y técnica y algunos piensan que la primera es el origen remoto de la segunda» Cualquiera que sea la validez de esta hipótesis, es evidente que el rasgo característico de la técnica moderna —como el de la antigua magia— es el culto del poder. Frente al mago se levanta Prometeo, la figura más alta que ha creado la imaginación occidental. Ni mago, ni filósofo, ni sabio: héroe, robador del fuego, filántropo. La rebelión prometeica encarna la de la especificación. En la soledad del héroe encadenado late, implícito, el regreso al mundo de los hombres. La soledad del mago es soledad sin retorno. Su rebelión es estéril porque la magia —es decir: la búsqueda del poder por el poder— termina aniquilándose a sí misma. No es otro el drama de la sociedad moderna.
La ambivalencia de la magia puede condensarse así: por una parte, trata de poner al hombre en relación viva con el cosmos, y en este sentido es una suerte de comunión universal; por la otra, su ejercicio no implica sino la búsqueda del poden El ¿para qué? es una pregunta que la magia no se hace y que no puede contestar sin transformarse en otra cosa: religión, filosofía, filantropía. En suma, la magia es una concepción del mundo pero no es una idea del hombre. De ahí que el mago sea una figura desgarrada entre su comunicación con las fuerzas cósmicas y su imposibilidad de llegar al hombre, excepto como una de esas fuerzas. La magia afirma la fraternidad de la vida —una misma corriente recorre el universo— y niega la fraternidad de los hombres.
Ciertas creaciones poéticas modernas están habitadas por la misma tensión. La obra de Mallarmé es, acaso, el ejemplo máximo. Jamás las palabras han estado más cargadas y plenas de sí mismas; tanto, que apenas si las reconocemos, como esas flores tropicales negras a fuerza de encarnadas. Cada palabra es vertiginosa, tal es su claridad. Pero es una claridad mineral: nos refleja y nos abisma, sin que nos refresque o caliente. Un lenguaje a tal punto excelso merecía la prueba de fuego del teatro. Sólo en la escena podría haberse consumido y consumado plenamente y, así, encarnar de veras. Mallarmé lo intentó. No sólo nos ha dejado varios fragmentos poéticos que son tentativas teatrales, sino una reflexión sobre ese imposible y soñado teatro. Mas no hay teatro sin palabra poética común. La tensión del lenguaje poético de Mallarmé se consume en ella misma. Su mito no es filantrópico; no es Prometeo, el que da fuego a los hombres, sino Igitur: el que se contempla a sí mismo. Su claridad acaba por incendiarlo. La flecha se vuelve contra el que la dispara, cuando el blanco es nuestra propia imagen interrogante. La grandeza de Mallarmé no consiste nada más en su tentativa por crear un lenguaje que fuese el doble mágico del universo —la Obra concebida como un Cosmos— sino sobre todo en la conciencia de la imposibilidad de transformar ese lenguaje en teatro, en diálogo con el hombre. Si la obra no se resuelve en teatro, no le queda otra alternativa que desembocar en la página en blanco. El acto mágico se trasmuta en suicidio. Por el camino del lenguaje mágico el poeta francés llega al silencio. Pero todo silencio humano contiene un habla. Callamos, decía sor Juana, no porque no tengamos nada que decir, sino porque no sabemos cómo decir todo lo que quisiéramos decir. El silencio humano es un callar y, por tanto, es implícita comunicación, sentido latente. El silencio de Mallarmé nos dice nada, que no es lo mismo que nada decir. Es el silencio anterior al silencio.
El poeta no es un mago, pero su concepción del lenguaje como una society oflife —según define Cassirer la visión mágica del cosmos— lo acerca a la magia. Aunque el poema no es hechizo ni conjuro, a la manera de ensalmos y sortilegios el poeta despierta las fuerzas secretas del idioma. El poeta encanta al lenguaje por medio del ritmo. Una imagen suscita a otra. Así, la función predominante del ritmo distingue al poema de todas las otras formas literarias. El poema es un conjunto de frases, un orden verbal, fundado en el ritmo.
Si se golpea un tambor a intervalos iguales, el ritmo aparecerá como tiempo dividido en porciones homogéneas. La representación gráfica de semejante abstracción podría ser la línea de rayas: La intensidad rítmica dependerá de la celeridad con que los golpes caigan sobre el parche del tambor. A intervalos más reducidos corresponderá redoblada violencia. Las variaciones dependerán también de la combinación entre golpes e intervalos. Por ejemplo: —I—I—I     1—I      1—I—   , etc. Aun reducido a ese esquema, el ritmo es algo más que medida, algo más que tiempo dividido en porciones. La sucesión de golpes y pausas revela una cierta intencionalidad, algo así como una dirección. El ritmo provoca una expectación, suscita un anhelar. Si se interrumpe, sentimos un choque. Algo se ha roto. Si continúa, esperamos algo que no acertamos a nombrar. El ritmo engendra en nosotros una disposición de ánimo que sólo podrá calmarse cuando sobrevenga «algo». Nos coloca en actitud de espera. Sentimos que el ritmo es un ir hacia algo, aunque no sepamos qué pueda ser ese algo. Todo ritmo es sentido de algo. Así pues, el ritmo no es exclusivamente una medida vacía de contenido sino una dirección, un sentido. El ritmo no es medida, sino tiempo original. La medida no es tiempo sino manera de calcularlo. Heidegger ha mostrado que toda medida es una «forma de hacer presente el tiempo». Calendarios y relojes son maneras de marcar nuestros pasos. Esta presentación implica una reducción o abstracción del tiempo original: el reloj presenta al tiempo y para presentarlo lo divide en porciones iguales y carentes de sentido. La temporalidad —que es el hombre mismo y que, por tanto, da sentido a lo que toca— es anterior a la presentación y lo que la hace posible.
El tiempo no está fuera de nosotros, ni es algo que pasa frente a nuestros ojos como las manecillas del reloj: nosotros somos el tiempo y no son los años sino nosotros los que pasamos. El tiempo posee una dirección, un sentido, porque es nosotros mismos. El ritmo realiza una operación contraria a la de relojes y calendarios: el tiempo deja de ser medida abstracta y regresa a lo que es: algo concreto y dotado de una dirección. Continuo manar, perpetuo ir más allá, el tiempo es permanente trascenderse. Su esencia es el más —y la negación de ese más. El tiempo afirma el sentido de un modo paradójico: posee un sentido —el ir más allá, siempre fuera de sí— que no cesa de negarse a sí mismo como sentido. Se destruye y, al destruirse, se repite, pero cada repetición es un cambio. Siempre lo mismo y la negación de lo mismo. Así, nunca es medida sin más, sucesión vacía. Cuando el ritmo se despliega frente a nosotros, algo pasa con él: nosotros mismos. En el ritmo hay un «ir hacia», que sólo puede ser elucidado si, al mismo tiempo, se elucida qué somos nosotros. El ritmo no es medida, ni algo que está fuera de nosotros, sino que somos nosotros mismos los que nos vertemos en el ritmo y nos disparamos hacia «algo». El ritmo es sentido y dice «algo». Así, su contenido verbal o ideológico no es separable. Aquello que dicen las palabras del poeta ya está diciéndolo el ritmo en que se apoyan esas palabras. Y más: esas palabras surgen naturalmente del ritmo, como la flor del tallo. La relación entre ritmo y palabra poética no es distinta a la que reina entre danza y ritmo musical: no se puede decir que el ritmo es la representación sonora de la danza; tampoco que el baile sea la traducción corporal del ritmo. Todos los bailes son ritmos; todos los ritmos, bailes. En el ritmo está ya la danza; y a la inversa.
Rituales y relatos míticos muestran que es imposible disociar al ritmo de su sentido. El ritmo fue un procedimiento mágico con una finalidad inmediata: encantar y aprisionar ciertas fuerzas, exorcizar otras. Asimismo, sirvió para conmemorar o, más exactamente, para reproducir ciertos mitos: la aparición de un demonio o la llegada de un dios, el fin de un tiempo o el comienzo de otro. Doble del ritmo cósmico, era una fuerza creadora, en el sentido literal de la palabra, capaz de producir lo que el hombre deseaba: el descenso de la lluvia, la abundancia de la caza o la muerte del enemigo. La danza contenía ya, en germen, la representación; el baile y la pantomima eran también un drama y una ceremonia: un ritual El ritmo era un rito. Sabemos, por otra parte, que rito y mito son realidades inseparables. En todo cuento mítico se descubre la presencia del rito, porque el relato no es sino la traducción en palabras de la ceremonia ritual: el mito cuenta o describe el rito. Y el rito actualiza el relato; por medio de danzas y ceremonias el mito encarna y se repite: el héroe vuelve una vez más entre los hombres y vence a los demonios, se cubre de verdor la tierra y aparece el rostro radiante de la desenterrada, el tiempo que acaba renace e inicia un nuevo ciclo. El relato y su representación son inseparables. Ambos se encuentran ya en el ritmo, que es drama y danza, mito y rito, relato y ceremonia. La doble realidad del mito y del rito se apoya en el ritmo, que los contiene. De nuevo se hace patente que, lejos de ser medida vacía y abstracta, el ritmo es inseparable de un contenido concreto. Otro tanto ocurre con el ritmo verbal: la frase o «idea poética» no precede al ritmo, ni éste a aquélla. Ambos son la misma cosa. En el verso ya late la frase y su posible significación. Por eso hay metros heroicos y ligeros, danzantes y solemnes, alegres y fúnebres.
El ritmo no es medida: es visión del mundo. Calendarios, moral, política, técnica, artes, filosofías, todo, en fin, lo que llamamos cultura hunde sus raíces en el ritmo. Él es la fuente de todas nuestras creaciones. Ritmos binarios o terciarios, antagónicos o cíclicos alimentan las instituciones, las creencias, las artes y las filosofías. La historia misma es ritmo. Y cada civilización puede reducirse al desarrollo de un ritmo primordial. Los antiguos chinos veían (acaso sea más exacto decir: oían) al universo como la cíclica combinación de dos ritmos: «Una vez Yin — otra vez Yang: eso es el Tao». Yin y Yang no son ideas, al menos en el sentido occidental de la palabra, según observa Granet; tampoco son meros sonidos y notas: son emblemas, imágenes que contienen una representación concreta del universo. Dotados de un dinamismo creador de realidades, Yin y Yang se alternan y alternándose engendran la totalidad. En esa totalidad nada ha sido suprimido ni abstraído; cada aspecto está presente, vivo y sin perder sus particularidades. Yin es el invierno, la estación de las mujeres, la casa y la sombra. Sü símbolo es la puerta, lo cerrado y escondido que madura en la oscuridad. Yang es la luz, los trabajos agrícolas, la caza y la pesca, el aire libré, el tiempo de los hombres, abierto. Calor y frío, luz y oscuridad; «tiempo de plenitud y tiempo de decrepitud: tiempo masculino y tiempo femenino —un aspecto dragón y un aspecto serpiente—, tal es la vida». El universo es un sistema bipartido de ritmos contrarios, alternantes y complementarios. El ritmo rige el crecimiento de las plantas y de los imperios, de las cosechas y de las instituciones. Preside la moral y la etiqueta. El libertinaje de los príncipes altera el orden cósmico; pero también lo altera, en cien « período de cortesía y el buen gobierno son formas rítmicas, como amor y él tránsito de las estaciones. El ritmo es imagen viva del universo v— encadenación visible de la legalidad cósmica:
Yi Ying — Yi Yang: «Una vez, Ying una vez Yang: eso es el Tao»[8].
El pueblo chino que ha sentido el universo como unión, separación y reunión «ritmos». Todas las concepciones cosmológicas del hombre brotan de la intuición de un ritmo original. En el fondo de toda cultura se encuentra una actitud fundamental ante la vida que, antes de expresarse en creaciones religiosas, estéticas o filosóficas, se manifiesta como ritmo. Yin y Yang para los chinos; ritmo cuaternario para los aztecas; dual para los hebreos. Los griegos conciben el cosmos como lucha y combinación de contrarios. Nuestra cultura está impregnada de ritmos ternarios. Desde la lógica y la religión hasta la política y la medicina parecen regirse por dos elementos que se funden y absorben en una unidad: padre, madre, hijo; tesis, antítesis, síntesis; comedia, drama, tragedia; infierno, purgatorio, cielo; temperamentos sanguíneo, muscular y nervioso; memoria, voluntad y entendimiento; reinos mineral, vegetal y animal; aristocracia, monarquía y democracia... No es ésta ocasión para preguntarse si el ritmo es una expresión de las instituciones sociales primitivas, del sistema de producción o de otras «causas» o si, por el contrarío, las llamadas estructuras sociales no son sino manifestaciones de esta primera y espontánea actitud del hombre ante la realidad. Semejante pregunta, acaso la esencial de la historia, posee el mismo carácter vertiginoso de la pregunta sobre el ser del hombre —porque ese ser parece no tener sustento o fundamento, sino que, disparado o exhalado, diríase que se asienta en su propio sinfín. Pero si no podemos dar una respuesta a este problema, al menos sí es posible afirmar que el ritmo es inseparable de nuestra condición. Quiero decir: es la manifestación más simple, permanente y antigua del hecho decisivo que nos hace ser hombres: ser temporales, ser mortales y lanzados siempre hacia «algo», hacia lo «otro»: la muerte, Dios, la amada, nuestros semejantes.
La constante presencia de formas rítmicas en todas las expresiones humanas no podía menos de provocar la tentación de edificar una filosofía fundada en el ritmo. Pero cada sociedad posee un ritmo propio. O más exactamente: cada ritmo es una actitud, un sentido y una imagen del mundo, distinta y particular. Del mismo modo que es imposible reducir los ritmos a pura medida, dividida en espacios homogéneos, tampoco es posible abstraerlos y convertirlos en esquemas racionales. Cada ritmo implica una visión concreta del mundo. Así, el ritmo universal de que hablan algunos filósofos es una abstracción que apenas si guarda relación con el ritmo original, creador de imágenes, poemas y obras. El ritmo, que es imagen y sentido, actitud espontánea del hombre ante la vida, no está fuera de nosotros: es nosotros mismos, expresándonos. Es temporalidad concreta, vida humana irrepetible. El ritmo que Dante percibe y que mueve las estrellas y las almas se llama Amor; Lao—tsé y Chuang—tsé oyen otro ritmo, hecho de contrarios relativos; Heráclito lo sintió como guerra. No es posible reducir todos estos ritmos a unidad sin que al mismo tiempo se evapore el contenido particular de cada uno de ellos. El ritmo no es filosofía, sino imagen del mundo, es decir, aquello en que se apoyan las filosofías.
En todas las sociedades existen dos calendarios. Uno rige la vida diaria y las actividades profanas; otro, los períodos sagrados, los ritos y las fiestas. El primero consiste en una división del tiempo en porciones iguales: horas, días, meses, años. Cualquiera que sea el sistema adoptado para la medición del tiempo, éste es una sucesión cuantitativa de porciones homogéneas. En el calendario sagrado, por el contrario, se rompe la continuidad. La fecha mítica adviene si una serie de circunstancias se conjugan para reproducir el acontecimiento. A diferencia de la fecha profana, la sagrada no es una medida sino una realidad viviente, cargada de fuerzas sobrenaturales, que encarna en sitios determinados. En la representación profana del tiempo, el 1 de enero sucede necesariamente al 31 de diciembre. En la religiosa, puede muy bien ocurrir que el tiempo nuevo no suceda al viejo. Todas las culturas han sentido el horror del «fin del tiempo». De ahí la existencia de «ritos de entrada y salida». Entre los antiguos mexicanos los ritos del fuego —celebrados cada fin de año y especialmente al terminar el ciclo de 52 años— no tenían más propósito que provocar la llegada del tiempo nuevo. Apenas se encendían las fogatas en el Cerro de la Estrella, todo el Valle de México, hasta entonces sumido en sombras, se iluminaba. Una vez más el mito había encarnado. El tiempo —un tiempo creador de vida y no vacía sucesión— había sido reengendrado. La vida podía continuar hasta que ese tiempo, a su vez, se desgastase. Un admirable ejemplo plástico de esta concepción es el Entierro del Tiempo, pequeño monumento de piedra que se encuentra en el Museo de Antropología de México: rodeados de calaveras, yacen los signos del tiempo viejo: de sus restos brota el tiempo nuevo. Pero su renacer no es fatal. Hay mitos, como el del Grial, que aluden a la obstinación del tiempo viejo, que se empeña en no morir, en no irse: la esterilidad impera; los campos se agostan; las mujeres no conciben; los viejos gobiernan. Los «ritos de salida» —que casi siempre consisten en la intervención salvadora de un joven héroe— obligan al tiempo viejo a dejar el campo a su sucesor.
Si la fecha mítica no se inserta en la pura sucesión, ¿en qué tiempo pasa? La respuesta nos la dan los cuentos: «Una vez había un rey...». El mito no se sitúa en una fecha determinada, sino en «una vez...», nudo en el que espacio y tiempo se entrelazan. El mito es un pasado que también es un futuro. Pues la región temporal en donde acaecen los mitos no es el ayer irreparable y finito de todo acto humano, sino un pasado cargado de posibilidades, susceptible de actualizarse. El mito transcurre en un tiempo arquetípico. Y más: es tiempo arquetípico, capaz de reencarnar. El calendario sagrado es rítmico porque es arquetípico. El mito es un pasado que es un futuro dispuesto a realizarse en un presente. En nuestra concepción cotidiana del tiempo, éste es un presente que se dirige hacia el futuro pero que fatalmente desemboca en el pasado. El orden mítico invierte los términos: el pasado es un futuro que desemboca en el presente. El calendario profano nos cierra las puertas de acceso al tiempo original que abraza todos los tiempos, pasados o futuros, en un presente, en una presencia total. La techa mítica nos hace entrever un presente que desposa el pasado con el futuro. El mito, así, contiene a la vida humana en su totalidad: por medio del ritmo actualiza un pasado arquetípico, es decir, un pasado que potencialmente es un futuro dispuesto a encarnar en un presente. Nada más distante de nuestra concepción cotidiana del tiempo. En la vida diaria nos aterramos a la representación cronométrica del tiempo, aunque hablemos de «mal tiempo» y de «buen tiempo» y aunque cada treinta y uno de diciembre despidamos al año viejo y saludemos la llegada del nuevo. Ninguna de estas actitudes —residuos de la antigua concepción del tiempo— nos impide arrancar cada día una hoja al calendario o consultar la hora en el reloj. Nuestro «buen tiempo» no se desprende de la sucesión; podemos suspirar por el pasado —que tiene fama de ser mejor que el presente— pero sabemos que el pasado no volverá. Nuestro «buen tiempo» muere de la misma muerte que todos los tiempos: es sucesión. En cambio, la fecha mítica no muere: se repite, encarna. Así, lo que distingue al tiempo mítico de toda otra representación del tiempo es el ser un arquetipo. Pasado susceptible siempre de ser hoy, el mito es una realidad flotante, siempre dispuesta a encarnar y volver a ser.
La función del ritmo se precisa ahora con mayor claridad: por obra de la repetición rítmica el mito regresa. Hubert y Mauss, en su clásico estudio sobre este tema, advierten el carácter discontinuo del calendario sagrado y encuentran en la magia rítmica el origen de esta discontinuidad: «La representación mítica del tiempo es esencialmente rítmica. Para la religión y la magia el calendario no tiene por objeto medir, sino ritmar, el tiempo»[9]. Evidentemente no se trata de «ritmar» el tiempo —resabio positivista de estos autores— sino de volver al tiempo original. La repetición rítmica es invocación y convocación del tiempo original. Y es exactamente: recreación del tiempo arquetípico. No todos los mitos son poemas pero todo poema es mito. Como en el mito, en el poema el tiempo cotidiano sufre una transmutación: deja de ser sucesión homogénea y vacía para convertirse en ritmo. Tragedia, epopeya, canción, el poema tiende a repetir y recrear un instante, un hecho o conjunto de hechos que, de alguna manera, resultan arquetípicos. El tiempo del poema es distinto al tiempo cronométrico. «Lo que pasó, pasó», dice la gente. Para el poeta lo que pasó volverá a ser, volverá a encarnar. El poeta, dice el centauro Quiron a Fausto, «no está atado por el tiempo». Y éste le responde: «Fuera del tiempo encontró Aquiles a Helena», ¿Fuera del tiempo? Más bien en el tiempo original. Incluso en las novelas históricas y en las de asunto contemporáneo el tiempo del relato se desprende de la sucesión. El pasado y el presente de las novelas no es el de la historia, ni el del reportaje periodístico. No es lo que fue, ni lo que está siendo, sino lo que se está haciendo: lo que se está gestando. Es un pasado que reengendra y reencarna. Y reencarna de dos maneras; en el momento de la creación poética, y después, como recreación, cuando el lector revive las imágenes del poeta y convoca de nuevo ese pasado que regresa. El poema es tiempo arquetípico, que se hace presente apenas unos labios repiten sus frases rítmicas. Esas frases rítmicas son los que llamamos versos y su función consiste en recrear el tiempo.
Al tratar el origen de la poesía, dice Aristóteles; «En total, dos parecen haber sido las causas especiales del origen de la poesía, y ambas naturales: primero, ya desde niños es connatural a los hombres reproducir imitativamente; y en esto se distingue de los demás animales en que es muy más imitador el hombre que todos ellos y hace sus primeros pasos en el aprendizaje mediante imitación; segundo, en que todos se complacen en las reproducciones imitativas»[10]. Y más adelante agrega que el objeto propio de esta reproducción imitativa es la contemplación por semejanza o comparación: la metáfora es el principal instrumento de la poesía, ya que por medio de la imagen —que acerca y hace semejantes a los objetos distantes u opuestos— el poeta puede decir que esto sea parecido a aquello. La poética de Aristóteles ha sufrido muchas críticas. Sólo que, contra lo que uno se sentiría inclinado a pensar instintivamente, lo que nos resulta insuficiente no es tanto el concepto de reproducción imitativa como su idea de la metáfora y, sobre todo, su noción de naturaleza.
Según explica García Bacca en su Introducción a la Poética «imitar no significa ponerse a copiar un original... sino toda acción cuyo efecto es una presencialización». Y el efecto de tal imitación, «que, al pie de la letra, no copia nada, será un objeto original y nunca visto, o nunca oído, como una sinfonía o una sonata». Mas, ¿de dónde saca el poeta esos objetos nunca vistos ni oídos? El modelo del poeta es la naturaleza, paradigma y fuente de inspiración para todos los griegos. Con más razón que al de Zola y sus discípulos, se puede llamar naturalista al arte griego. Pues bien, una de las cosas que nos distinguen de los griegos es nuestra concepción de la naturaleza. Nosotros no sabemos cómo es, ni cuál es su figura, si alguna tiene. La naturaleza ha dejado de ser algo animado, un todo orgánico y dueño de una forma. No es, ni siquiera, un objeto, porque la idea misma de objeto ha perdido su antigua consistencia. Si la noción de causa está en entredicho, ¿cómo no va a estarlo la de naturaleza con sus cuatro causas? Tampoco sabemos en dónde termina lo natural y empieza lo humano. El hombre, desde hace siglos, ha dejado de ser natural. Unos lo conciben como un haz de impulsos y reflejos, esto es, como un animal superior. Otros han transformado a este animal en una serie de respuestas a estímulos dados, es decir, en un ente cuya conducta es previsible y cuyas reacciones no son diversas a las de un aparato: para la cibernética el hombre se conduce como una máquina. En el extremo opuesto se encuentran los que nos conciben como entes históricos, sin más continuidad que la del cambio. No es eso todo. Naturaleza e historia se han vuelto términos incompatibles, al revés de lo que ocurría entre los griegos. Si el hombre es un animal o una máquina, no veo cómo pueda ser un ente político, a no ser reduciendo la política a una rama de la biología o de la física. Y a la inversa: si es histórico, no es natural ni mecánico. Así pues, lo que nos parece extraño y caduco —como muy bien observa García Bacca— no es la poética aristotélica, sino su ontología. La naturaleza no puede ser un modelo para nosotros, porque el término ha perdido toda su consistencia.
No menos insatisfactoria parece la idea aristotélica de la metáfora. Para Aristóteles la poesía ocupa un lugar intermedio entre la historia y la filosofía. La primera reina sobre los hechos; la segunda rige el mundo de lo necesario. Entre ambos extremos la poesía se ofrece «como lo optativo». «No es oficio del poeta —dice García Bacca— contar las cosas como sucedieron, sino cual desearíamos que hubiesen sucedido.» El reino de la poesía es el «ojalá». El poeta es «varón de deseos». En efecto, la poesía es deseo. Mas ese deseo no se articula en lo posible, ni en lo verosímil. La imagen no es lo «imposible inverosímil», deseo de imposibles: la poesía es hambre de realidad. El deseo aspira siempre a suprimir las distancias, según se ve en el deseo por excelencia: el impulso amoroso. La imagen es el puente que tiende el deseo entre el hombre y la realidad. El mundo del «ojalá» es el de la imagen por comparación de semejanzas y su principal vehículo es la palabra «como»: esto es como aquello. Pero hay otra metáfora que suprime el «como» y dice: esto es aquello. En ella el deseo entra en acción: no compara ni muestra semejanzas sino que revela —y más: provoca— la identidad última de objetos que nos parecían irreductibles.
Entonces, ¿en qué sentido nos parece verdadera la idea de Aristóteles? En el de ser la poesía una reproducción imitativa, si se entiende por esto que el poeta recrea arquetipos, en la acepción más antigua de la palabra: modelos, mitos. Aun el poeta lírico al recrear su experiencia convoca un pasado que es un futuro. No es paradoja afirmar que el poeta —como los niños, los primitivos y, en suma, como todos les hombres cuando dan rienda suelta a su tendencia más profunda y natural— es un imitador de profesión. Esa imitación es creación original: evocación, resurrección y recreación de algo que está en el origen de los tiempos y en el fondo de cada hombre, algo que se confunde con el tiempo mismo y con nosotros, y que siendo de todos es también único y singular. El ritmo poético es la actualización de ese pasado que es un futuro que es un presente: nosotros mismos. La frase poética es tiempo vivo, concreto: es ritmo, tiempo original, perpetuamente recreándose. Continuo renacer y remorir y renacer de nuevo. La unidad de la frase, que en la prosa se da por el sentido o significación, en el poema se logra por gracia del ritmo. La coherencia poética, por tanto, debe ser de orden distinto a la prosa. La frase rítmica nos lleva así al examen de su sentido. Sin embargo, antes de estudiar cómo se logra la unidad significativa de la frase poética, es necesario ver más de cerca las relaciones entre verso y prosa.

Verso y prosa

El ritmo no solamente es el elemento más antiguo y permanente del lenguaje, sino que no es difícil que sea anterior al habla misma. En cierto sentido puede decirse que el lenguaje nace del ritmo; o, al menos, que todo ritmo implica o prefigura un lenguaje. Así, todas las expresiones verbales son ritmo, sin excluir las formas más abstractas o didácticas de la prosa. ¿Cómo distinguir, entonces, prosa y poema? De este modo: el ritmo se da espontáneamente en toda forma verbal, pero sólo en el poema se manifiesta plenamente. Sin ritmo, no hay poema; sólo con él, no hay prosa. El ritmo es condición del poema, en tanto que es inesencial para la prosa. Por la violencia de la razón las palabras se desprenden del ritmo; esa violencia racional sostiene en vilo la prosa, impidiéndole caer en la corriente del habla en donde no rigen las leyes del discurso sino las de atracción y repulsión. Mas este desarraigo nunca es total, porque entonces el lenguaje se extinguiría. Y con él, el pensamiento mismo. El lenguaje, por propia inclinación, tiende a ser ritmo. Como si obedeciesen a una misteriosa ley de gravedad, las palabras vuelven a la poesía espontáneamente. En el fondo de toda prosa circula, más o menos adelgazada por las exigencias del discurso, la invisible corriente rítmica. Y el pensamiento, en la medida en que es lenguaje, sufre la misma fascinación. Dejar al pensamiento en libertad, divagar, es regresar al ritmo; las razones se transforman en correspondencias, los silogismos en analogías y la marcha intelectual en fluir de imágenes. Pero el prosista busca la coherencia y la claridad conceptual. Por eso se resiste a la corriente rítmica que, fatalmente, tiende a manifestarse en imágenes y no en conceptos.
La prosa es un género tardío, hijo de la desconfianza del pensamiento ante las tendencias naturales del idioma. La poesía pertenece a todas las épocas: es la forma natural de expresión de los hombres. No hay pueblos sin poesía; los hay sin prosa. Por tanto, puede decirse que la prosa no es una forma de expresión inherente a la sociedad, mientras que es inconcebible la existencia de una sociedad sin canciones, mitos u otras expresiones poéticas. La poesía ignora el progreso o la evolución, y sus orígenes y su fin se confunden con los del lenguaje* La prosa, qué es primordialmente un instrumento de crítica y análisis, exige una lenta maduración y sólo se produce tras una larga serie de esfuerzos tendientes a domar al habla. Su avance se mide por el grado de dominio del pensamiento sobre las palabras. La prosa crece en batalla permanente contra las inclinaciones naturales del idioma y sus géneros más perfectos son el discurso y la demostración, en los que el ritmo y su incesante ir y venir ceden el sitio a la marcha del pensamiento.
Mientras el poema se presenta como un orden cerrado, la prosa tiende a manifestarse como una construcción abierta y lineal. Valéry ha comparado la prosa con la marcha y la poesía con la danza. Relato o discurso, historia o demostración, la prosa es un desfile, una verdadera teoría de ideas o hechos. La figura geométrica que simboliza la prosa es la línea: recta, sinuosa, espiral, zigzagueante, mas siempre hacia adelante y con una meta precisa. De ahí que los arquetipos de la prosa sean el discurso y el relato, la especulación y la historia. El poema, por el contrario, se ofrece como un círculo o una esfera: algo que se cierra sobre sí mismo, universo autosuficiente y en el cual el fin es también un principio que vuelve, se repite y se recrea. Y esta constante repetición y recreación no es sino ritmo, marea que va y viene, cae y se levanta. El carácter artificial de la prosa se comprueba cada vez que el prosista se abandona al fluir del idioma. Apenas vuelve sobre sus pasos, a la manera del poeta o del músico, y se deja seducir por las fuerzas de atracción y repulsión del idioma, viola las leyes del pensamiento racional y penetra en el ámbito de ecos y correspondencias del poema. Esto es lo que ha ocurrido con buena parte de la novela contemporánea. Lo mismo se puede afirmar de ciertas novelas orientales, como Los cuentos de Genji, de la señora Murasaki, o la célebre novela china El sueño del aposento rojo. La primera recuerda a Proust, es decir, al autor que ha llevado más lejos la ambigüedad de la novela, oscilante siempre entre la prosa y el ritmo, el concepto y la imagen; la segunda es una vasta alegoría a la que difícilmente se puede llamar novela sin que la palabra pierda su significado habitual. En realidad, las únicas obras orientales que se aproximan a lo que nosotros llamamos novela son libros que vacilan entre el apólogo, la pornografía y el costumbrismo, como el Chin P'ing Mei.
Sostener que el ritmo es el núcleo del poema no quiere decir que éste sea un conjunto de metros. La existencia de una prosa cargada de poesía, y la de muchas obras correctamente versificadas y absolutamente prosaicas, revelan la falsedad de esta identificación. Metro y ritmo no son la misma cosa. Los antiguos retóricos decían que el ritmo es el padre del metro, Cuando un metro se vacía de contenido y se convierte en forma inerte, mera cáscara sonora, el ritmo continúa engendrando nuevos metros. El ritmo es inseparable de la frase; no está hecho de palabras sueltas, ni es sólo medida o cantidad silábica, acentos y pausas: es imagen y sentido. Ritmo, imagen y sentido se dan simultáneamente en una unidad indivisible y compacta: la frase poética, el verso. El metro, en cambio, es medida abstracta e independiente de la imagen. La única exigencia del metro es que cada verso tenga las sílabas y acentos requeridos. Todo se puede decir en endecasílabos: una fórmula matemática, una receta de cocina, el sitio de Troya y una sucesión de palabras inconexas. Incluso se puede prescindir de la palabra: basta con una hilera de sílabas o letras. En sí mismo, el metro es medida desnuda de sentido. En cambio, el ritmo no se da solo nunca; no es medida, sino contenido cualitativo y concreto. Todo ritmo verbal contiene ya en sí la imagen y constituye, real o potencialmente, una frase poética completa.
El metro nace del ritmo y vuelve a él. Al principio las fronteras entre uno y otro son borrosas. Más tarde el metro cristaliza en formas fijas. Instante de esplendor, pero también de parálisis. Aislado del flujo y reflujo del lenguaje, el verso se transforma en medida sonora. Al momento de acuerdo, sucede otro de inmovilidad; después, sobreviene la discordia y en el seno del poema se entabla una lucha: la medida oprime la imagen o ésta rompe la cárcel y regresa al habla para recrearse en nuevos ritmos. El metro es medida que tiende a separarse del lenguaje; el ritmo jamás se separa del habla porque es el habla misma. El metro es procedimiento, manera; el ritmo, temporalidad concreta. Un endecasílabo de Garcilaso no es idéntico a uno de Quevedo o Góngora. La medida es la misma pero el ritmo es distinto. La razón de esta singularidad se encuentra, en castellano, en la existencia de períodos rítmicos en el interior de cada metro, entre la primera sílaba acentuada y antes de la última. El período rítmico forma el núcleo del verso y no obedece a la regularidad silábica sino al golpe de los acentos y a la combinación de éstos con las cesuras y las sílabas débiles. Cada período, a su vez, está compuesto por lo menos de dos cláusulas rítmicas, formadas también por acentos tónicos y cesuras. «La representación formal del verso, dice Tomás Navarro en su tratado de Métrica española, «resulta de sus componentes métricos y gramaticales; la función del período es esencialmente rítmica; de su composición y dimensiones depende que el movimiento del verso sea lento o rápido, grave o leve, sereno o turbado». El ritmo infunde vida al metro y le otorga individualidad[11].
La distinción entre metro y ritmo prohíbe llamar poemas a un gran número de obras, correctamente versificadas que, por pura inercia, aparecen como tales en los manuales de literatura» Libros como Los cantos de Maldoror, Alicia en el país de las maravillas o El jardín de senderos que se bifurcan son poemas. En ellos la prosa se niega a sí misma; las frases no se suceden obedeciendo al orden conceptual o al del relato, sino presididas por las leyes de la imagen y el ritmo. Hay un flujo y reflujo de imágenes, acentos y pausas, señal inequívoca de la poesía. Lo mismo debe decirse del verso libre contemporáneo: los elementos cuantitativos del metro han cedido el sitio a la unidad rítmica. En ocasiones —por ejemplo, en la poesía francesa contemporánea— el énfasis se ha trasladado de los elementos sonoros a los visuales. Pero el ritmo permanece: subsisten las pausas, las aliteraciones, las paronomasias, el choque de sonidos, la marea verbal. El verso libre es una unidad rítmica. D. H. Lawrence dice que la unidad del verso libre la da la imagen y no la medida externa. Y cita los versículos de Walt Whitman, que son como la sístole y la diástole de un pecho poderoso. Y así es: el verso libre es una unidad y casi siempre se pronuncia de una sola vez. Por eso la imagen moderna se rompe en los metros antiguos: no cabe en la medida tradicional de las catorce u once sílabas, lo que no ocurría cuando los metros eran la expresión natural del habla. Casi siempre los versos de Garcilaso, Herrera, fray Luis o cualquier poeta de los siglos XVI y XVII constituyen unidades por sí mismos: cada verso es también una imagen o una frase completa. Había una relación, que ha desaparecido, entre esas formas poéticas y el lenguaje de su tiempo. Lo mismo ocurre con el verso libre contemporáneo: cada verso es una imagen y no es necesario cortarse el resuello para decirlos. Por eso, muchas veces, es innecesaria la puntuación. Sobran las comas y los puntos: el poema es un flujo y reflujo rítmico de palabras. Sin embargo, el creciente predominio de lo intelectual y visual sobre la respiración revela que nuestro verso libre amenaza en convertirse, como el alejandrino y el endecasílabo, en medida mecánica. Esto es particularmente cierto para la poesía francesa contemporánea[12].
Los metros son históricos, mientras que el ritmo se confunde con el lenguaje mismo. No es difícil distinguir en cada metro los elementos intelectuales y abstractos y los más puramente rítmicos. En las lenguas modernas los metros están compuestos por un determinado número de sílabas, duración cortada por acentos tónicos y pausas. Los acentos y las pausas constituyen la porción más antigua y puramente rítmica del metro; están cerca aún del golpe del tambor, de la ceremonia ritual y del talón danzante que hiere la tierra. El acento es danza y rito. Gracias al acento, el metro se pone en pie y es unidad danzante. La medida silábica implica un principio de abstracción, una retórica y una reflexión sobre el lenguaje. Duración puramente lineal, tiende a convertirse en mecánica pura. Los acentos, las pausas, las aliteraciones, los choques o reuniones inesperadas de un sonido con otro, constituyen la porción concreta y permanente del metro. Los lenguajes oscilan entre la prosa y el poema, el ritmo y el discurso. En unos es visible el predominio rítmico; en otros se observa un crecimiento excesivo de los elementos analíticos y discursivos a expensas de los rítmicos e imaginativos. La lucha entre las tendencias naturales del idioma y las exigencias del pensamiento abstracto se expresa en los idiomas modernos de Occidente a través de la dualidad de los metros: en un extremo, versificación silábica, medida fija; en el polo opuesto, el juego libre de los acentos y las pausas. Lenguas latinas y lenguas germanas. Las nuestras tienden a hacer del ritmo medida fija. No es extraña esta inclinación, pues son hijas de Roma. La importancia de la versificación silábica revela el imperialismo del discurso y la gramática. Y este predominio de la medida explica también que las creaciones poéticas modernas en nuestras lenguas sean, asimismo, rebeliones contra el sistema de versificación silábica. En sus formas atenuadas la rebelión conserva el metro, pero subraya el valor visual de la imagen o introduce elementos que rompen o alteran la medida: la expresión coloquial, el humor, la frase encabalgada sobre dos versos, los cambios de acentos y de pausas, etc. En otros casos la revuelta se presenta como un regreso a las formas populares y espontáneas de la poesía. Y en sus tentativas más extremas prescinde del metro y escoge como medio de expresión la prosa o el verso libre. Agotados los poderes de convocación y evocación de la rima y el metro tradicionales, el poeta remonta la corriente, en busca del lenguaje original, anterior a la gramática. Y encuentra el núcleo primitivo: el ritmo.
El entusiasmo con que los poetas franceses acogieron el romanticismo alemán debe verse como una instintiva rebelión contra la versificación silábica y lo que ella significa. En el alemán, como en el inglés, el idioma no es víctima del análisis racional. El predominio de los valores rítmicos facilitó la aventura del pensamiento romántico. Frente al racionalismo del siglo de las luces el romanticismo esgrime una filosofía de la naturaleza y el hombre fundada en el principio de analogía: «todo —dice Baudelaire en Un Art romantique—> en lo espiritual como en lo natural, es significativo, recíproco, correspondiente..., todo es jeroglífico... y el poeta no es sino el traductor, el que descifra...». Versificación rítmica y pensamiento analógico son las dos caras de una misma medalla. Gracias al ritmo percibimos esta universal correspondencia; mejor dicho, esa correspondencia no es sino manifestación del ritmo. Volver al ritmo entraña un cambio de actitud ante la realidad; y a la inversa: adoptar el principio de analogía, significa regresar al ritmo. Al afirmar los poderes de la versificación acentual frente a los artificios del metro fijo, el poeta romántico proclama el triunfo de la imagen sobre el concepto, y el triunfo de la analogía sobre el pensamiento lógico.
La evolución de la poesía moderna en francés y en inglés es un ejemplo de las relaciones entre ritmo verbal y creación poética. El francés es una lengua sin acentos tónicos, y los recursos de la pausa y la cesura los reemplazan. En el inglés, lo que cuenta realmente es el acento. La poesía inglesa tiende a ser puro ritmo: danza, canción. La francesa: discurso, «meditación poética». En Francia, el ejercicio de la poesía exige ir contra las tendencias de la lengua. En inglés, abandonarse a la corriente. El primero es el menos poético de los idiomas modernos, el menos inesperado; el segundo abunda en expresiones extrañas y henchidas de sorpresa verbal. De ahí que la revolución poética moderna tenga sentidos distintos en ambos idiomas. La riqueza rítmica del inglés da su carácter al teatro isabelino, a la poesía de los «metafísicos» y a la de los románticos. No obstante, con cierta regularidad de péndulo, surgen reacciones de signo contrario, períodos en los que la poesía inglesa busca insertarse de nuevo en la tradición latina[13]. Parece ocioso citar a Milton, Dryden y Pope. Estos nombres evocan un sistema de versificación opuesto a lo que podría llamarse la tradición nativa inglesa: el verso blanco de Milton, más latino que inglés, y el heroic couplet^ medio favorito de Pope. Sobre este último, Dryden decía que it bounds and circumscribes the Fancy. La rima regula a la fantasía, es un dique contra la marea verbal, una canalización del ritmo. La primera mitad de nuestro siglo ha sido también una reacción «latina» en dirección contraria al movimiento del siglo anterior, de Blake al primer Yeats. (Digo «primer» porque este poeta, como Juan Ramón Jiménez, es varios poetas.) La renovación de la poesía inglesa moderna se debe principalmente a dos poetas y a un novelista: Ezra Pound, T. S. Eliot y James Joyce. Aunque sus obras no pueden ser más distintas, una nota común las une: todas ellas son una reconquista de la herencia europea. Parece innecesario añadir que se trata, sobre todo, de la herencia latina: poesía provenzal e italiana en Pound; Dante y Baudelaire en Eliot. En Joyce es más decisiva aún la presencia grecolatina y medieval: no en balde fue un hijo rebelde de la Compañía de Jesús. Para los tres, la vuelta a la tradición europea se inicia, y culmina, con una revolución verbal. La más radical fue la de Joyce, creador de un lenguaje que, sin cesar de ser inglés, también es todos los idiomas europeos. Eliot y Pound usaron primero el verso libre rimado, a la manera de Laforgue; en su segundo momento, regresaron a metros y estrofas fijos y entonces, según nos cuenta el mismo Pound, el ejemplo de Gautier fue determinante. Todos estos cambios se fundaron en otro: la substitución del lenguaje «poético» —o sea del dialecto literario de los poetas de fin de siglo— por el idioma de todos los días. No el estilizado lenguaje «popular», a la manera de Juan Ramón Jiménez, Antonio Machado, García Lorca o Alberti, al fin de cuentas no menos artificial que el idioma de la poesía «culta», sino el habla de la ciudad. No la canción tradicional: la conversación, el lenguaje de las grandes urbes de nuestro siglo. En esto la influencia francesa fue determinante. Pero las razones que movieron a los poetas ingleses fueron exactamente las contrarias de las que habían inspirado a sus modelos. La irrupción de expresiones prosaicas en el verso —que se inicia con Victor Hugo y Baudelaire— y la adopción del verso libre y el poema en prosa, fueron recursos contra la versificación silábica y contra la poesía concebida como discurso rimado. Contra el metro, contra el lenguaje analítico: tentativa por volver al ritmo, llave de la analogía o correspondencia universal. En lengua inglesa la reforma tuvo una significación opuesta: no ceder a la seducción rítmica, mantener viva la conciencia crítica aun en los momentos de mayor abandono[14]. En uno y otro idioma los poetas buscaron sustituir la falsedad de la dicción «poética» por la imagen concreta. Pero en tanto que los franceses se rebelaron contra la abstracción del verso silábico, los poetas de lengua inglesa se rebelan contra la vaguedad de la poesía rítmica, The Waste Land ha sido juzgado como un poema revolucionario por buena parte de la crítica inglesa y extranjera. No obstante, sólo a la luz de la tradición del verso inglés puede entenderse cabalmente la significación de este poema. Su tema no es simplemente la descripción del helado mundo moderno, sino la nostalgia de un orden universal cuyo modelo es el orden cristiano de Roma. De ahí que su arquetipo poético sea una obra que es la culminación y la expresión más plena de este mundo: la Divina Comedia. Al orden cristiano —que recoge, transmuta y da un sentido de salvación personal a los viejos ritos de fertilidad de los paganos— Eliot opone la realidad de la sociedad moderna, tanto en sus brillantes orígenes renacentistas como en su sórdido y fantasmal desenlace contemporáneo. Así, las citas del poema —sus fuentes espirituales— pueden dividirse en dos porciones. Al mundo de salud personal y cósmica aluden las referencias a Dante, Buda, San Agustín, los Upanishad y los mitos de vegetación. La segunda porción se subdivide, a su vez, en dos: la primera corresponde al nacimiento de nuestra edad; la segunda, a su presente situación. Por una parte, fragmentos de Shakespeare, Spenser, Webster, Marvell, en los que se refleja el luminoso nacimiento del mundo moderno; por la otra, Baudelaire, Nerval, el folklore urbano, la lengua coloquial de los arrabales. La vitalidad de los primeros se revela en los últimos como vida desalmada. La visión de Isabel de Inglaterra y de Lord Robert en una barca engalanada con velas de seda y gallardetes airosos, como una ilustración de un cuadro de Hziano o del Veronés, se resuelve en la imagen de la empleada, poseída por un petimetre un fin de semana.
A esta dualidad espiritual corresponde otra en el lenguaje. Eliot se reconoce deudor de dos corrientes: los isabelinos y los simbolistas (especialmente Laforgue). Ambas le sirven para expresar la situación del mundo contemporáneo. En efecto, el hombre moderno empieza a hablar por boca de Harnlet, Próspero y algunos héroes de Marlowe y Webster. Pero empieza a hablar como un ser sobrehumano y sólo hasta Baudelaire se expresa como un hombre caído y un alma dividida. Lo que hace a Baudelaire un poeta moderno no es tanto la ruptura con el orden cristiano, cuanto la conciencia de esa ruptura. Modernidad es conciencia. Y conciencia ambigua: negación y nostalgia, prosa y lirismo. El lenguaje de Eliot recoge esta doble herencia: despojos de palabras, fragmentos de verdades, el esplendor del Renacimiento inglés aliado a la miseria y aridez de la urbe moderna. Ritmos rotos, mundos de asfalto y ratas atravesado por relámpagos de belleza caída. En ese reino de hombres huecos, al ritmo sucede la repetición. Las guerras púnicas son también la primera Guerra Mundial; confundidos, presente y pasado se deslizan hacia un agujero que es una boca que tritura: la historia. Más tarde, esos mismos hechos y esas mismas gentes reaparecen, desgastadas, sin perfiles, flotando a la deriva sobre un agua gris. Todos son aquél y aquél es ninguno. Este caos recobra significación apenas se le enfrenta al universo de salud que representa Dante. La conciencia de la culpa es asimismo nostalgia, conciencia del exilio. Pero Dante no necesita probar sus afirmaciones y su palabra sostiene sin fatiga, como el tallo a la fruta, el significado espiritual: no hay ruptura entre palabra y sentido; Eliot, en cambio, debe acudir a la cita y al collage. El florentino se apoya en creencias vivas y compartidas; el inglés, como indica el crítico G. Brooks, tiene por tema «la rehabilitación de Un sistema de creencias conocido pero desacreditado»[15]. Puede ahora comprenderse en qué sentido el poema de Eliot es asimismo una reforma poética no sin analogías con las de Milton y Pope. Es una restauración, pero es una restauración de algo contra lo que Inglaterra, desde el Renacimiento, se ha rebelado: Roma.
Nostalgia de un orden espiritual, las imágenes y ritmos de The Waste Land niegan el principio de analogía. Su lugar lo ocupa la asociación de ideas, destructora de la unidad de la conciencia, tía utilización sistemática de este procedimiento es uno de los aciertos más grandes de Eliot. Desaparecido el mundo de valores cristianos —cuyo centro es, justamente, la universal analogía o correspondencia entre cielo, tierra e infierno— no le queda nada al hombre, excepto la asociación fortuita y casual de pensamiento e imágenes. El mundo moderno ha perdido sentido y el testimonio más crudo de esa ausencia de dirección es el automatismo de la asociación de ideas, que no está regido por ningún ritmo cósmico o espiritual, sino por el azar. Todo ese caos de fragmentos y ruinas se presenta como la antítesis de un universo teológico, ordenado conforme a los valores de la Iglesia romana. El hombre moderno es el personaje de Eliot. Todo es ajeno a él y él en nada se reconoce. Es la excepción que desmiente todas las analogías y correspondencias. El hombre no es árbol, ni planta, ni ave. Está solo en medio de la creación. Y cuando toca un cuerpo humano no roza un cielo, como quería Novalis, sino que penetra en una galería de ecos. Nada menos romántico que este poema. Nada menos inglés. La contrapartida de The Waste Land es la Comedia, y su antecedente inmediato, Las flores del mal. ¿Será necesario añadir que el título original del libro de Baudelaire era Limbos, y que The Waste Land representa, dentro del universo de Eliot, según declaración del mismo autor, no el Infierno sino el Purgatorio?
Pound, il miglior fabbror es el maestro de Eliot y a él se debe el «simultaneísmo» de The Waste Land, procedimiento del que se usa y abusa en los Cantos. Ante la crisis moderna, ambos poetas vuelven los ojos hacia el pasado y actualizan la historia: todas las épocas son esta época. Pero Eliot desea efectivamente regresar y reinstalar a Cristo; Pound se sirve del pasado como otra forma del futuro. Perdido el centro de su mundo, se lanza a todas las aventuras. A diferencia de Eliot, es un reaccionario, no un conservador. En verdad, Pound nunca ha dejado de ser norteamericano y es el legítimo descendiente de Whitman, es decir, es un hijo de la Utopía. Por eso valor y futuro se le vuelven sinónimos: es valioso lo que contiene una garantía de futuro. Vale todo aquella que acaba de nacer y aún brilla con la luz húmeda de lo que está más allá del presente. El CheKing y los poemas de Arnault, justamente por ser tan antiguos, también son nuevos: acaban de ser desenterrados, son lo desconocido. Para Pound la historia es marcha, no círculo. Si se embarca con Odiseo, no es para regresar a Itaca, sino por sed de espacio histórico: para ir hacia allá, siempre más allá, hacia el futuro. La erudición de Pound es un banquete tras de una expedición de conquista; la de Eliot, la búsqueda de una pauta que dé sentido a la historia, fijeza al movimiento. Pound acumula las citas con un aire heroico de saqueador de tumbas; Eliot las ordena como alguien que recoge reliquias de un naufragio. La obra del primero es un viaje que acaso no nos lleva a ninguna parte; la de Eliot, una búsqueda de la casa ancestral.
Pound está enamorado de las grandes civilizaciones clásicas o, más bien, de ciertos momentos que, no sin arbitrariedad, considera arquetípicos. Los Cantos son una actualización en términos modernos —una presentación— de épocas, nombres y obras ejemplares. Nuestro mundo flota sin dirección; vivimos bajo el imperio de la violencia, mentira, agio y chabacanería porque hemos sido amputados del pasado. Pound nos propone una tradición: Confucio, Malatesta, Adams, Odiseo... La verdad es que nos ofrece tantas y tan diversas porque él mismo no tiene ninguna. Por eso va de la poesía provenzal a la china, de Sófocles a Frobenius. Toda su obra es una dramática búsqueda de esa tradición que él y su país han perdido. Pero esa tradición no estaba en el pasado; la verdadera tradición de los Estados Unidos, según se manifiesta en Whitman, era el futuro: la libre sociedad de los camaradas, la nueva Jerusalén democrática. Los Estados Unidos no han perdido ningún pasado; han perdido su futuro. El gran proyecto histórico de los fundadores de esa nación fue malogrado por los monopolios financieros, el imperialismo, el culto a la acción por la acción, el odio a las ideas. Pound se vuelve hacia la historia e interroga a los libros y a las piedras de las grandes civilizaciones. Si se extravía en esos inmensos cementerios es porque le hace falta un guía: una tradición central. La herencia puritana, como lo vio muy bien Eliot, no podía ser un puente: ella misma es ruptura, disidencia de Occidente.
Ante la desmesura de su patria, Pound busca una medida —sin darse cuenta que él también es desmesurado. El héroe dé los Cantos no es el ingenioso Ulises, siempre dueño de sí, ni el maestro Kung, que conoce el secreto de la moderación, sino un ser exaltado, tempestuoso y sarcástico, a un tiempo esteta, profeta y clown: Pound, el poeta enmascarado, encarnación del antiguo héroe de la tradición romántica. Es lo contrario de una casualidad que la obra anterior a los Cantos se ampare bajo el título de Personae: la máscara latina. En ese libro, que contiene algunos de los poemas más hermosos del siglo, Pound es Bertrán de Born, Propercio, Li Po —sin dejar nunca de ser Ezra Pound. El mismo personaje, cubierto el rostro por una sucesión no menos prodigiosa de antifaces, atraviesa las páginas confusas y brillantes, lirismo transparente y galimatías, de los Cantos. Esta obra, como visión del mundo y de la historia, carece de centro de gravedad; pero su personaje es una figura grave y central. Es real aunque se mueva en un escenario irreal. El tema de los Cantos no es la ciudad ni la salud colectiva sino la antigua historia de la pasión, condenación y transfiguración del poeta solitario. Es el último gran poema romántico de la lengua inglesa y, tal vez, de Occidente. La poesía de Pound no está en la línea de Hornero, Virgilio, Dante y Goethe; tal vez tampoco en la de Propercio, Quevedo y Baudelaire. Es poesía extraña, discordante y entrañable a un tiempo, como la de los grandes nombres de la tradición inglesa y yanqui. Para nosotros, latinos, leer a Pound es tan sorprendente y estimulante como habrá sido para él leer a Lope de Vega o a Ronsard.
Los sajones son los disidentes de Occidente y sus creaciones más significativas son excéntricas con respecto a la tradición central de nuestra civilización, que es latino—germánica. A diferencia de Pound y de Eliot —disidentes de la disidencia, heterodoxos en busca de una imposible ortodoxia mediterránea— Yeats nunca se rebeló contra su tradición. La influencia de pensamientos y poéticas extrañas e inusitadas no contradice sino subraya, su esencial romanticismo. Mitología irlandesa, ocultismo hindú y simbolismo francés son influencias de tonalidades e intenciones semejantes. Todas estas corrientes afirman la identidad última entre el hombre y la naturaleza; todas ellas se reclaman herederas de una tradición y un saber perdidos, anteriores a Cristo y a Roma; en todas ellas, en fin, se refleja un mismo ciclo poblado de signos que sólo el poeta puede leer. La analogía es el lenguaje del poeta. Analogía es ritmo. Yeats continúa la línea de Blake. Eliot marca el otro tiempo del compás. En el primero triunfan los valores rítmicos; en el segundo, los conceptuales. Uno inventa o resucita mitos, el poeta en el sentido original de la palabra. El otro se sirve de los antiguos mitos para revelar la condición del hombre moderno.
Concluyo: la reforma poética de Pound, Eliot, Wallace Stevens, cummings[16] y Marienne Moore puede verse como una relatinización de la poesía de lengua inglesa. Es revelador que todos estos poetas fuesen oriundos de los Estados Unidos. El mismo fenómeno se produjo, un poco antes, en América Latina: a semejanza de los poetas yanquis, que le recordaron a la poesía inglesa su origen europeo, los «modernistas» hispanoamericanos reanudaron la tradición europea de la poesía de lengua española, que había sido rota u olvidada en España. La mayoría de los poetas angloamericanos intentó trascender la oposición entre versificación acentual y regularidad métrica, ritmo y discurso, analogía y análisis, sea por la creación de un lenguaje poético cosmopolita (Pound, Eliot, Stevens) o por la americanización de la vanguardia europea (cummings y William Carlos Williams). Los primeros buscaron en la tradición europea un clasicismo; los segundos, una antitradición. William Carlos Williams se propuso reconquistar el American idiom, ese mito que desde la época de Whitman reaparece una y otra vez en la literatura angloamericana. Si la poesía de Williams es, en cierto modo, una vuelta a Whitman, hay que agregar que se trata de un Whitman visto con los ojos de la vanguardia europea. Lo mismo debe decirse de los poetas que, en los últimos quince o veinte años, han seguido el camino de Williams. Este episodio paradójico es ejemplar: los poetas europeos, en especial los franceses, vieron en Whitman —en su verso libre tanto como en su exaltación del cuerpo— un profeta y un modelo de su rebelión contra el verso silábico regular; hoy, los jóvenes poetas ingleses y angloamericanos buscan en la vanguardia francesa (surrealismo y Dada) y en menor grado en otras tendencias —en el expresionismo alemán, el futurismo ruso y en algunos poetas de América Latina y España— aquello mismo que los europeos buscaron en Whitman. En el otro extremo de la poesía contemporánea angloamericana, W. H. Auden, John Berryman y Robert Lowell también miran hacia Europa pero lo que buscan en ella, ya que no una imposible reconciliación, es un origen. El origen de una norma que, según ellos, la misma Europa ha perdido.
Después de lo dicho apenas si es necesario extenderse en la evolución de la poesía francesa moderna. Bastará con mencionar algunos episodios característicos. En primer término, la presencia del romanticismo alemán, más como una levadura que como influencia textual» Aunque muchas de las ideas de Baudelaire y de los simbolistas se encuentra en Novalis y en otros poetas y filósofos alemanes, no se trata de un préstamo sino de un estímulo. Alemania fue una atmósfera espiritual. En algunos casos, sin embargo, hubo trasplante. Nerval no sólo tradujo e imitó a Goethe ya varios románticos menores; una de las Quimeras (Deifica) está inspirada directamente en Mignon: Kennst du das Land, wo die Zitronen blühn... La canción lírica de Goethe se transforma en un soneto hermético que es un verdadero templo (en el sentido de Nerval: sitio de iniciación y consagración). La contribución inglesa también fue esencial. Los alemanes ofrecieron a Francia una visión del mundo y una filosofía simbólica; los ingleses, un mito: la figura del poeta como un desterrado, en lucha contra los hombres y los astros. Más tarde Baudelaire descubriría a Poe. Un descubrimiento que fue una recreación. La desdicha funda una estética en la que la excepción, la belleza irregular, es la verdadera regla. El extraño poeta Baudelaire—Poe mina así las bases éticas y metafísicas del clasicismo. En cambio, excepto como ruinas ilustres o paisajes pintorescos, Italia y España desaparecen. La influencia de España, determinante en los siglos XVI y XVII, es inexistente en el XIX: Lautréamont cita de paso, en Poésies, a Zorrilla (¿lo leyó?) y Hugo proclama su amor por nuestro Romancero. No deja de ser notable esta indiferencia, si se piensa que la literatura española —especialmente Calderón— impresionó profundamente a los románticos alemanes e ingleses. Sospecho que la razón de estas actitudes divergentes es la siguiente: mientras alemanes e ingleses ven en los barrocos españoles una justificación de su propia singularidad, los poetas franceses buscan algo que no podía darles España sino Alemania: un principio poético contrario a su tradición.
El contagio alemán, con su énfasis en la correspondencia entre sueño y realidad y su insistencia en ver a la naturaleza como un libro de símbolos, no podía circunscribirse a la esfera de las ideas. Si el verbo es el doble del cosmos, el campo de la experiencia espiritual es el lenguaje. Hugo es el primero que ataca a la prosodia. Al hacer más flexible el alejandrino, prepara la llegada del verso libre. Sin embargo, debido a la naturaleza de la lengua, la reforma poética no podía consistir en un cambio del sistema de versificación. Ese cambio, por lo demás, era y es imposible. Se pueden multiplicar las cesuras en el interior del verso y practicar el enjambement: siempre faltarán los apoyos rítmicos de la versificación acentual. El verso libre francés se distingue del de los otros idiomas en ser combinación de distintas medidas silábicas y no de unidades rítmicas diferentes. Por eso Claudel acude a la asonancia y SaintJohn Perse a la rima interior y a la aliteración. De ahí que la reforma haya consistido en la intercomunicación entre prosa y verso. La poesía francesa moderna nace con la prosa romántica y sus precursores son Rousseau y Chateaubriand. La prosa deja de ser la servidora de la razón y se vuelve el confidente de la sensibilidad. Su ritmo obedece a las efusiones del corazón y a los saltos de la fantasía. Pronto se convierte en poema. La analogía rige el universo de Aurelia; y los ensayos de Aloysius Bertrand y de Baudelaire desembocan en la vertiginosa sucesión de visiones de Las iluminaciones. La imagen hace saltar a la prosa como descripción o relato. Lautréamont consuma la ruina del discurso y la demostración. Nunca ha sido tan completa la venganza de la poesía. El camino quedaba abierto para libros como Nadja, Le Paysan de Parisy Un Certain Plume... El verso se beneficia de otra manera. El primero que acepta elementos prosaicos es Hugo; después, con mayor lucidez y sentido, Baudelaire. No se trataba de una reforma rítmica sino de la inserción de un cuerpo extraño —humor, ironía, pausa reflexiva— destinado a interrumpir el trote de las sílabas. La aparición del prosaísmo es un alto, una cesura mental; suspensión del ánimo, su función es provocar una irregularidad. Estética de la pasión, filosofía de la excepción. El paso siguiente fue la poesía popular y, sobre todo, el verso libre. Sólo que, por lo dicho más arriba, las posibilidades del verso libre eran limitadas; Eliot observa que en manos de Laforgue no era sino una contracción o distorsión del alejandrino tradicional. Por un momento pareció que no se podía ir más allá del poema en prosa y del verso libre. El proceso había llegado a su término. Pero en 1897, un año antes de su muerte, Mallarmé publica en una revista Un Coup de des jamáis nyabolirá le hasard.
Lo primero que sorprende es la disposición tipográfica del poema. Impresas en caracteres de diversos tamaños y espesores —versales, negrillas, bastardillas— las palabras se reúnen o dispersan de una manera que dista de ser arbitraria pero que no es la habitual ni de la prosa ni de la poesía. Sensación de encontrarse ante un cartel o aviso de propaganda. Mallarmé compara esta distribución a una partitura; la différence de caracteres d'imprimerie... dicte son importance a Vemission órale. Al mismo tiempo, advierte que no se trata propiamente de versos —traits sonores réguliers— sino de subdivisions prísmatiques de Vldée. Música para el entendimiento y no para la oreja; pero un entendimiento que oye y ve con los sentidos interiores. La Idea no es un objeto de la razón sino una realidad que el poema nos revela en una serie de formas fugaces, es decir, en un orden temporal. La Idea, igual a sí misma siempre, no puede ser contemplada en su totalidad porque el hombre es tiempo, perpetuo movimiento: lo que vernos y oímos son las «subdivisiones» de la Idea a través del prisma del poema. Nuestra aprehensión es parcial y sucesiva. Además, es simultánea: visual (imágenes suscitadas por el texto), sonora (tipografía: recitación mental) y espiritual (significados intuitivos, conceptuales y emotivos). Más adelante, en la misma nota que precede al poema, el poeta nos confía que no fue extranjera a su inspiración la música escuchada en el concierto. Y para hacer más completa su afirmación, agrega que su texto inaugura un género que será al antiguo verso lo que la sinfonía es a la música vocal. La nueva forma, insinúa, podrá servir para los temas de imaginación pura y para los del intelecto, mientras que el verso tradicional seguirá siendo el dominio de la pasión y de la fantasía. Por último, nos entrega una observación capital: su poema es una tentativa de reunión de poursmtes particuliéres et chéres a notre temps, le vers libre et le poéme en prose.
Aunque la influencia de Mallarmé ha sido central en la historia de la poesía moderna, dentro y fuera de Francia, no creo que hayan sido exploradas enteramente todas las vías que abre a la poesía este texto. Tal vez en esta segunda mitad del siglo, gracias a la invención de instrumentos cada vez más perfectos de reproducción sonora de la palabra, la forma poética iniciada por Mallarmé se desplegará en toda su riqueza. La poesía occidental nació aliada a la música; después, las dos artes se separaron y cada vez que se ha intentado reunirías el resultado ha sido la querella o la absorción de la palabra por el sonido. Así, no pienso en una alianza entre ambas. La poesía tiene su propia música: la palabra. Y esta música, según lo muestra Mallarmé, es más vasta que la del verso y la prosa tradicionales. De una manera un poco sumaría, pero que es testimonio de su lucidez, Apollinaire afirma que los días del libro están contados: la typographie termine brillamment la carriére, a ¡'aurore des moyens noveaux de reproduction que sont le cinema et le pbonograpbe. No creo en el fin de la escritura; creo que cada vez más el poema tenderá a ser una partitura. La poesía volverá a ser palabra dicha.
Un Coup de des cierra un período, el de la poesía propiamente simbolista, y abre otro: el de la poesía contemporánea. Dos vías parten de Un Coup de des: una va de Apollinaire a los surrealistas; otra de Claudel a SaintJohn Perse. El ciclo aún no se cierra y de una manera u otra la poesía de Rene Char, Francis Ponge e Yves Bonnefoy se alimenta de la tensión, unión y separación, entre prosa y verso, reflexión y canto. A pesar de su pobreza rítmica, gracias a Mallarmé la lengua francesa ha desplegado en este medio siglo las posibilidades que contenía virtualmente el romanticismo alemán. Al mismo tiempo, por camino distinto al de la poesía inglesa, pero con intensidad semejante, es palabra que reflexiona sobre sí misma, conciencia de su canto. En fin, la poesía francesa ha destruido la ilusoria arquitectura de la prosa y nos ha mostrado que la sintaxis se apoya en un abismo. Devastación de lo que tradicionalmente se llama «espíritu francés»: análisis, discurso, meditación moral, ironía, psicología y todo lo demás. La rebelión poética más profunda del siglo se operó ahí donde el espíritu discursivo se había apoderado casi totalmente de la lengua, al grado que parecía desprovista de poderes rítmicos. En el centro de un pueblo razonador brotó un bosque de imágenes, una nueva orden de caballería, armada de punta en blanco con armas envenenadas. A cien años de distancia del romanticismo alemán, la poesía volvió a combatir en las mismas fronteras. Y esa rebelión fue primordialmente rebelión contra el verso francés: contra la versificación silábica y el discurso poético.
El verso español combina de una manera más completa que el francés y el inglés la versificación acentual y la silábica. Se muestra así equidistante de los extremos de estos idiomas. Pedro Henríquez Ureña divide al verso español en dos grandes corrientes: la versificación regular —fundada en esquemas métricos y estróficos fijos, en los que cada verso está compuesto por un número determinado de sílabas— y la versificación irregular, en la que no importa tanto la medida como el golpe rítmico de los acentos. Ahora bien, los acentos tónicos son decisivos aun en el caso de la más pura versificación silábica y sin ellos no hay verso en español. La libertad rítmica se ensancha en virtud de que los metros españoles en realidad no exigen acentuación fija; incluso el más estricto, el endecasílabo, consiente una gran variedad de golpes rítmicos: en las sílabas cuarta y octava; en la sexta; en la cuarta y la séptima; en la cuarta; en la quinta. Agréguese el valor silábico variable de esdrújulos y agudos, la disolución de los diptongos, las sinalefas y demás recursos que permiten modificar la cuenta de las sílabas. En verdad, no se trata propiamente de dos sistemas independientes, sino de una sola corriente en la que se combaten y separan, se alternan y funden, las versificaciones silábica y acentual.
La lucha que entablan en la entraña del español la versificación regular y la rítmica no se expresa como oposición entre la imagen y el concepto. Entre nosotros la dualidad se muestra como tendencia a la historia e inclinación por el canto. El verso español, cualquiera que sea su longitud, consiste en una combinación de acentos —pasos de danza— y medida silábica. Es una unidad en la que se abrazan dos contrarios: uno que es danza y otro que es relato lineal, marcha en el sentido militar de la palabra. Nuestro verso tradicional, el octosílabo, es un verso a caballo, hecho para trotar y pelear, pero también para bailar. La misma dualidad se observa en los metros mayores, endecasílabos y alejandrinos, que han servido a Berceo y Ercilla para narrar y a San Juan y Darío para cantar. Nuestros metros oscilan entre la danza y el galope y nuestra poesía se mueve entre dos polos: el Romancero y el Cántico espiritual. El verso español posee una natural facilidad para contar sucesos heroicos y cotidianos, con objetividad, precisión y sobriedad. Cuando se dice que ^ rasgo que distingue a nuestra poesía épica es el realismo, ¿se advierte que este realismo ingenuo y, por tanto, de naturaleza muy diversa al moderno, —siempre intelectual e ideológico, coincide con el carácter del ritmo español? Versos viriles, octosílabos y alejandrinos, muestran una irresistible vocación por la crónica y el relato. El romance nos lleva siempre a relatar. En pleno apogeo de la llamada «poesía pura», arrastrado por el ritmo del octosílabo, García Lorca vuelve a la anécdota y no teme incurrir en el pormenor descriptivo. Esos episodios y esas imágenes perderían su valor en combinaciones métricas más irregulares. Alfonso Reyes, al traducir la litada, no tiene más remedio que regresar al alejandrino. En cambio, nuestros poetas fracasan cuando intentan el relato en versos libres, según se ve en los largos y desencuadernados pasajes del Canto general, de Pablo Neruda. (En otros casos acierta plenamente, como en Alturas de Machu Picchu; mas ese poema no es descripción ni relato, sino canto.) Darío fracasó también cuando quiso crear una suerte de hexámetro para sus tentativas épicas. No deja de ser extraña esta modalidad si se piensa que nuestra poesía épica medieval es irregular y que la versficación silábica se inicia en la lírica, en el siglo XV. Sea como sea, los acentos tónicos expresan nuestro amor por el garbo, el donaire y, más profundamente, por el furor danzante. Los acentos españoles nos llevan a concebir al hombre como un ser extremoso y, al mismo tiempo, como el sitio de encuentro de los mundos inferiores y superiores. Agudos, graves, esdrújulos, sobresdrújulos —golpes sobre el cuero del tambor, palmas, ayes, clarines: la poesía de lengua española es jarana y danza fúnebre, baile erótico y vuelo místico. Casi todos nuestros poemas, sin excluir a los místicos, se pueden cantar y bailar, como dicen que bailaban los suyos los filósofos presocráticos.
Esta dualidad explica la antítesis y contrastes en que abunda nuestra poesía. Si el barroquismo es juego dinámico, claroscuro, oposición violenta entre esto y aquello, nosotros somos barrocos por fatalidad del idioma. En la lengua misma ya están, en germen, todos nuestros contrastes, el realismo de los místicos y el misticismo de los picaros. Pero ya es cansancio aludir a esas dos venas, gemelas y contrarias, de nuestra tradición. ¿Y qué decir de Góngora? Poeta visual, no hay nada más plástico que sus imágenes; y, simultáneamente, nada menos hecho para los ojos: hay luces que ciegan. Esta doble tendencia combate sin cesar en cada poema e impulsa al poeta a jugarse el todo por el todo del poema en una imagen cerrada como un puño. De ahí la tensión, el carácter rotundo, la valentía de nuestros clásicos. De ahí, también, las caídas en lo prolijo, el efectismo, la tiesura y ese constante perderse en los corredores del castillo de sal si puedes de lo ingenioso. Pero a veces la lucha cesa y brotan versos transparentes en que todo pacta y se acompasa un no sé qué que quedan balbuciendo

Corrientes aguas, puras, cristalinas, árboles que os estáis mirando en ellas...

Milagrosa combinación de acentos y claras consonantes y vocales. El idioma se viste «de hermosura y luz no usada». Todo se transfigura, todo se desliza, danza o vuela, movido por unos cuantos acentos. El verso español lleva espuelas en los viejos zapatos, pero también alas. Y es tal el poder expresivo del ritmo que a veces basta con los puros elementos sonoros para que la iluminación poética se produzca, como en el obsesionante y tan citado de San Juan de la Cruz. El éxtasis no se manifiesta como imagen, ni como idea o concepto. Es, verdaderamente, lo inefable expresándose inefablemente. El idioma ha llegado, sin esfuerzo, a su extrema tensión. El verso dice lo indecible. Es un tartamudeo que lo dice todo sin decir nada, ardiente repetición de un pobre sonido: ritmo puro. Compárese este verso con uno de Eliot, en The Waste Landy que pretende expresar el mismo arrobo, a un tiempo henchido y vacío de palabras: el poeta inglés acude a una cita en lengua sánscrita. Lo sagrado —o, al menos, una cierta familiaridad con lo divino, entrañable y fulminante al mismo tiempo— parece encarnar en nuestra lengua con mayor naturalidad que en otras. Y del mismo modo: Augurios de  inocencia, de Blake, dice cosas que jamás se han dicho en español y que, acaso, jamás se dirán.
La prosa sufre más que el verso de esta continua tensión. Y es comprensible: la lucha se resuelve» en el poema, con el triunfo cíe la imagen, que abraza los contrarios sin aniquilarlos. El concepto en cambio, tiene que forcejear entre dos fuerzas enemigas, Por eso la prosa española triunfa en él relato y prefiere la descripción al razonamiento.^ alarga entre comas y paréntesis; si la cortamos con puntos, el párrafo se convierte en una sucesión de disparos, un jadeo de afirmaciones entrecortadas y los trozos de la serpiente saltan en todas direcciones. En ocasiones, para que la marcha no resulte monótona, recurrimos a las imágenes. Entonces el discurso vacila y las palabras se echan a bailar. Rozamos las fronteras de lo poético o, con más frecuencia, de la oratoria. Sólo la vuelta a lo concreto, a lo palpable con los ojos del cuerpo y del alma, devuelve su equilibrio a la prosa. Novelistas, cronistas, teólogos o místicos, todos los grandes prosistas españoles relatan, cuentan, describen, abandonan las ideas por las imágenes, esculpen los conceptos. Inclusive un filósofo como Ortega y Gasset ha creado una prosa que no se rehúsa a la plasticidad de la imagen. Prosa solar, las ideas desfilan bajo una luz de mediodía, cuerpos hermosos en un aire transparente y resonante, aire de alta meseta hecha para los ojos y la escultura. Nunca las ideas se habían movido con mayor donaire: «hay estilos de pensar que son estilos de danzar». La naturaleza del idioma favorece el nacimiento de talentos extremados, solitarios y excéntricos. Al revés de lo que pasa en Francia, entre nosotros la mayoría escribe mal y canta bien. Aun entre los grandes escritores, las fronteras entre prosa y poesía son indecisas. En español hay una prosa en el sentido artístico del vocablo, es decir, en el sentido en que el prosista ValleInclán es un gran poeta, pero no la hay en el sentido recto de la palabra: discurso, teoría intelectual.
Cada vez que surge un gran prosista, nace de nuevo el lenguaje. Con él empieza una nueva tradición. Así, la prosa tiende a confundirse con la poesía, a ser ella misma poesía. El poema, por el contrario, no puede apoyarse en la prosa española. Situación única en la época moderna. La poesía europea contemporánea es inconcebible sin los estudios críticos que la preceden, acompañan y prolongan. Una excepción sería la de Antonio Machado. Pero hay una ruptura entre su poética —al menos entre lo que considero el centro de su pensamiento— y su poesía. Ante el simbolismo de los poetas «modernistas» y ante las imágenes de la vanguardia, Machado mostró la misma reticencia; y frente a las experiencias de este último movimiento sus juicios fueron severos e incomprensivos. Su oposición a estas tendencias lo hizo regresar a las formas de la canción tradicional. En cambio, sus reflexiones sobre la poesía son plenamente modernas y aun se adelantan a su tiempo. Al prosista, no al poeta, debemos esta intuición capital: la poesía, si es algo, es revelación de la «esencial heterogeneidad del ser», erotismo, «otredad». Sería vano buscar en sus poemas la revelación de esa «otredad» o la visión de nuestra extrañeza. Su descubrimiento aparece en su obra poética como idea, no como realidad, quiero decir: no se tradujo en la creación de un lenguaje que encarnase nuestra «otredad». Así, no tuvo consecuencias en su poesía.
Durante muchos años el prestigio de la preceptiva neoclásica impidió una justa apreciación de nuestra poesía medieval. La versificación irregular parecía titubeo e incertidumbre de aprendices. La presencia de metros de distintas longitudes en nuestros cantares épicos era fruto de la torpeza del poeta, aunque los entendidos advertían cierta tendencia a la regularidad métrica. Sospecho que esa tendencia «a la regularidad» es una invención moderna. Ni el poeta ni los oyentes oían las «irregularidades» métricas y sí eran muy sensibles a su profunda unidad rítmica e imaginativa. No creo, además, que sepamos cómo se decían esos versos. Se olvida con frecuencia que no solamente pensamos y vivimos de una manera distinta a la de nuestros antepasados, sino que también oímos y vemos de otro modo. Hacia el fin del medievo se inicia el apogeo de la versificación regular. Pero la adopción de los metros regulares no hizo desaparecer la versificación acentual porque, como ya se ha dicho, no se trata de sistemas distintos sino de dos tendencias en el seno de una misma corriente. Desde el triunfo de la versificación italiana, en el siglo XVI, solamente en dos períodos la balanza se ha inclinado hacia la versificación amétrica: en el romántico y en el moderno. En el primero, con timidez; en el segundo, abiertamente. El período moderno se divide en dos momentos: el «modernista», apogeo de las influencias parnasianas y simbolistas de Francia, y el contemporáneo. En ambos, los poetas hispanoamericanos fueron los iniciadores de la reforma; y en las dos ocasiones la crítica peninsular denunció el «galicismo mental» de los hispanoamericanos —para más tarde reconocer que esas importaciones e innovaciones eran también, y sobre todo, un redescubrimiento de los poderes verbales del castellano.
El movimiento «modernista» se inicia hacia 1885 y se extingue, en América, en los años de la primera Guerra Mundial. En España principia y termina más tarde. La influencia francesa fue predominante. Influyeron también, en menor grado, dos poetas norteamericanos (Poe y Whitman) y un portugués (Eugenio de Castro). Hugo y Verlaine, especialmente el segundo, fueron los dioses mayores de Rubén Darío. Tuvo otros. En su libro Los ratos (1896) ofrece una serie de retratos y estudios de los poetas que admiraba o le interesaban: Baudelaire, Leconte de Lisie, Moréas, Villiers de l'Isle, Adam, Castro, Poe y el cubano José Martí, como único escritor dé lengua castellana... Darío habla de Rimbaud, Mallarmé y, novedad mayor, de Lautréamont. El estudio sobre Ducasse fue tal vez el primero que haya aparecido fuera de Francia; y allá mismo sólo fue precedido, si no recuerdo mal, por los artículos de Léon Bloy y Rémy de Gourmont. La poética del modernismo, despojada de la hojarasca de la época, oscila entre el ideal escultórico de Gautier y la música simbolista: «Yo persigo una forma que no encuentra mi estilo —dice Darío— y no hallo sino la palabra que huye... y el cuello del gran cisne blanco que me interroga». La «celeste unidad» del universo está en el ritmo. En el caracol marino el poeta oye «un profundo oleaje y un misterioso viento: el caracol la forma tiene de un corazón». El método de asociación poética de los «modernistas», a veces verdadera manía, es la sinestesia. Correspondencias entre música y colores, ritmo e ideas, mundo de sensaciones que riman con realidades invisibles. En el centro, la mujer «la rosa sexual (que) al entreabrirse conmueve todo lo que existe». Oír el ritmo de la creación —pero asimismo verlo y palparlo— para construir un puente entre el mundo, los sentidos y el alma: misión del poeta.
Nada más natural que el centro de sus preocupaciones fuese la música del verso. La teoría acompañó a la práctica. Aparte de las numerosas declaraciones de Darío, Díaz Mirón, Valencia y los demás corifeos del movimiento, dos poetas dedicaron libros enteros al tema: el peruano Manuel González Prada y el boliviano Ricardo Jaimes Freyre. Los dos sostienen que el núcleo del verso es la unidad rítmica y no la medida silábica. Sus estudios amplían y confirman la doctrina del venezolano Andrés Bello, que ya desde 1835 había señalado la función básica del acento tónico en la formación de las cláusulas (o pies) que componen los períodos rítmicos. Los «modernistas» inventaron metros, algunos hasta de veinte sílabas, adoptaron otros del francés, el inglés y el alemán; y resucitaron muchos que habían sido olvidados en España. Con ellos aparece en castellano el verso semilibre y el Ubre. La influencia francesa en los ensayos de versificación amétrica fue menor; más decisivo, a mi parecer, fue el ejemplo de Poe, Whitman y Castro. A principios de siglo los poetas españoles acogieron estas novedades. La mayoría fue sensible a la retórica «modernista» pero pocos advirtieron la verdadera significación del movimiento. Y dos grandes poetas mostraron su reserva: Unamuno con cierta impaciencia. Antonio Machado con amistosa lejanía. Ambos, sin embargo, usaron muchas de las innovaciones métricas. Juan Ramón Jiménez, en un primer momento» adoptó la manera más externa de la escuela; después, a semejanza del Rubén Darío de Cantos de vida y esperanza aunque con un instinto más seguro de la palabra interior, despojó al poema dé atavíos inútiles e intentó una poesía que se ha llamado «desnuda» y que yo prefiero llamar esencial.
Jiménez no niega al «modernismo»: asume su conciencia profunda. En su segundo y tercer períodos se sirve de metros cortos tradicionales y del verso libre y semilibre de los «modernistas». Su evolución poética se parece a la de Yeats. Ambos sufrieron la influencia de los simbolistas franceses y de sus epígonos (ingleses e hispanoamericanos); ambos aprovecharon la lección de sus seguidores (Yeats, más generoso, confesó su deuda con Pound; Jiménez denigró a Guillen, García Lorca y Cernuda); ambos parten de una poesía recargada que lentamente se aligera y torna transparente; ambos llegan a la vejez para escribir sus mejores poemas. Su carrera hacia la muerte fue carrera hacia la juventud poética. En todos sus cambios Jiménez fue fiel a sí mismo. No hubo evolución sino maduración, crecimiento. Su coherencia escomo la del árbol que cambia pero no se desplaza. No fue un poeta simbolista: es el simbolismo en lengua española. Al decir esto no descubro nada; él mismo lo dijo muchas veces. La crítica se empeña en ver en el segundo y tercer Jiménez a un negador del «modernismo»: ¿cómo podría serlo si lo lleva a sus consecuencias más extremas y, añadiré, naturales: la expresión simbólica del mundo? Unos años antes de morir escribe Espado, largo poema que es una recapitulación y una crítica de su vida poética. Está frente al paisaje tropical de Florida (y frente a todos los paisajes que ha visto o presentido): ¿habla solo o conversa con los árboles? Jiménez percibe por primera vez, y quizá por última, el silencio insignificante de la naturaleza. ¿O son las palabras humanas las que únicamente son aire y ruido? La misión del poeta, nos dice, no es salvar al hombre sino salvar al mundo: nombrarlo. Espado es uno de los monumentos de la conciencia poética moderna y con ese texto capital culmina y termina la interrogación que el gran cisne hizo a Darío en su juventud.
El «modernismo» también abre la vía de la interpenetración entre prosa y verso. El lenguaje hablado, y asimismo, el vocablo técnico y el de la ciencia, la expresión en francés o en inglés y, en fin, todo lo que constituye el habla urbana. Aparecen el humor, el monólogo, la conversación, el collage verbal Como siempre, Darío es el primero. El verdadero maestro, sin embargo, es Leopoldo Lugones, uno de los más grandes poetas de nuestra lengua (o quizá habría que decir: uno de nuestros más grandes escritores). En 1909 publica Lunario sentimental. Es Lafargüe pero un La forgue desmesurado, con menos corazón y más ojos y en el que la ironía ha crecido hasta volverse visión descomunal y grotesca. El mundo visto por un telescopio desde una ventanuca de Buenos Aires. El lote baldío es una cuenca lunar. La inmensa llanura sudamericana entra por la azotea y se tiende en la mesa del poeta como un mantel arrugado. El mexicano López Velarde recoge y transforma la estética inhumana de Lugones. Es el primero que de verdad oye hablar a la gente y que percibe en ese murmullo confuso el oleaje del ritmo, la música del tiempo. El monólogo de López Velarde es inquietante porque está hecho 4f dos voces: el «otro», nuestro doble y nuestro desconocido, aparece al fin en el poema. Hacia los mismos años Jiménez y Machado proclaman la vuelta al «lenguaje popular*. La diferencia con los hispanoamericanos es decisiva. El «habla del pueblo», vaga noción que viene de Herder, no es lo mismo que el lenguaje efectivamente hablado en las ciudades de nuestro siglo. El primero es una nostalgia del pasado; es una herencia literaria y su modelo es la canción tradicional; el segundo es una realidad viva y presente: aparece en el poema precisamente como ruptura de la canción. La canción es tiempo medido; el lenguaje hablado es discontinuidad, revelación del tiempo real. En España sólo hacia 1930 un poeta menor, José Moreno Villa, descubrirá los poderes poéticos de la frase coloquial.
López Velarde nos conduce a las puertas de la poesía contemporánea. No será él quien las abra sino Vicente Huidobro. Con Huidobro, el «pájaro de lujo», llegan Apollinaire y Reverdy. La imagen recobra las alas. La influencia del poeta chileno fue muy grande en América y España; grande y polémica. Esto último ha dañado la apreciación de su obra; su leyenda oscurece su poesía. Nada más injusto: Altazor es un poema, un gran poema en el que la aviación poética se transforma en caída hacia «los adentros de sí mismo», inmersión vertiginosa en el vacío. Vicente Huidobro, el «ciudadano del olvido»: contempla de tan alto que todo se hace aire. Está en todas partes y en ninguna: es el oxígeno invisible de nuestra poesía. Frente al aviador, el minero: César Vaílejo. La palabra, difícilmente arrancada al insomnio, ennegrece y enrojece, es piedra y es ascua, carbón y ceniza: a fuerza de calor, tiene frío. El lenguaje se vuelve sobre sí mismo. No el de los libros, el de la calle; no el de la calle, el del cuarto del hotel sin nadie. Fusión de la palabra y la fisiología: «Ya va a venir el día, ponte el saco* Ya va a venir el día; ten fuerte en la mano a tu intestino grande... Ya va a venir el día, ponte el alma... has soñado esta noche que vivías de nada y morías de todo.,*». No la poesía de la ciudad: el poeta en la ciudad. El hambre no como tema de disertación sino hablando directamente, con voz desfalleciente y delirante. Voz más poderosa que la del sueño, Y ésa hambre se vuelve una infinita gana de dar y repararse: «su cadáver estaba lleno de mundo».
Como en la época del «modernismo», los dos centros de la vanguardia fueron Buenos Aires (Borges, Girondo, Molinari) y México (Pellicer, Villaurrutia, Gorostiza). En Cuba aparece la poesía mulata: para cantar, bailar y maldecir (Nicolás Guillen, Emilio Ballagas); en Ecuador, Jorge Carrera Andrade inicia un «registro del mundo», inventario de imágenes americanas... Pero el poeta que encarna mejor este período es Pablo Neruda. Cierto, es el más abundante y desigual y esto perjudica su comprensión; también es cieno que casi siempre es el más rico y denso de nuestros poetas. La vanguardia tiene dos tiempos: el inicial de Huidobro, hacia 1920, volatilización de la palabra y la imagen; y el segundo de Neruda, diez años después, ensimismada penetración hacia la entraña de las cosas. No el regreso a la tierra: la inmersión es un océano de aguas pesadas y lentas. La historia del «modernismo» se repite. Los dos poetas chilenos influyeron en todo el ámbito de la lengua y fueron reconocidos en España como Darío en su hora. Y podría agregarse que la pareja Huidobro—Neruda es como un desdoblamiento de un mítico Darío vanguardista, que correspondería a las dos épocas del Darío real: Prosas profanas, Huidobro; Cantos de vida y esperanza, Neruda. En España la ruptura con la poesía anterior es menos violenta. El primero que realiza la fusión entre lenguaje hablado e imagen no es un poeta en verso sino en prosa: el gran Ramón Gómez de la Serna. En 1930 aparece la antología de Gerardo Diego, que da a conocer al grupo de poetas más rico y singular que haya tenido España desde el siglo XVII: Jorge Guillen, Federico García Lorca, Rafael Alberti, Luis Cernuda, Aleixandre... Me detengo. No escribo un panorama literario. Y el capítulo que sigue me toca demasiado de cerca. La poesía moderna de nuestra lengua es un ejemplo más de las relaciones entre prosa y verso, ritmo y metro. La descripción podría extenderse al italiano, que posee una estructura semejante al castellano, o al alemán, mina de ritmos. Por lo que toca al español, válela pena repetir que el apogeo de la versificación rítmica, consecuencia de la reforma llevada a cabo por los poetas hispanoamericanos, en realidad es una vuelta al verso español tradicional. Pero este regreso no hubiera sido posible sin la influencia de corrientes poéticas extrañas, la francesa en particular, que nos mostraron la correspondencia entre ritmo e imagen poética. Una vez más: ritmo e imagen son inseparables. Esta larga digresión nos lleva al punto de partida: sólo la imagen podrá decirnos cómo el verso, que es frase rítmica, es también frase dueña de sentido.

La imagen

La palabra imagen posee, como todos los vocablos, diversas significaciones. Por ejemplo: bulto, representación, como cuando hablamos de una imagen o escultura de Apolo o de la Virgen. O figura real o irreal que evocamos o producimos con la imaginación. En este sentido, el vocablo posee un valor psicológico: las imágenes son productos imaginarios. No son éstos sus únicos significados, ni los que aquí nos interesan. Conviene advertir, pues, que designamos con la palabra imagen toda forma verbal, frase o conjunto de frases, que el poeta dice y que unidas componen un poema[17]. Estas expresiones verbales han sido clasificadas por la retórica y se llaman comparaciones, símiles, metáforas, juegos de palabras, paronomasias, símbolos, alegorías, mitos, fábulas, etc. Cualesquiera que sean las diferencias que las separen, todas ellas tienen en común el preservar la pluralidad de significados de la palabra sin quebrantar la unidad sintáctica de la frase o del conjunto de frases. Cada imagen —o cada poema hecho de imágenes— contiene muchos significados contrarios o dispares, a los que abarca o reconcilia sin suprimirlos. Así, San Juan habla de «la música callada», frase en la que se alían dos términos en apariencia irreconciliables. El héroe trágico, en este sentido, también es una imagen. Verbigracia: la figura de Antígona, despedazada entre la piedad divina y las leyes humanas. La cólera de Aquiles tampoco es simple y en ella se anudan los contrarios: el amor por Patroclo y la piedad por Príamo, la fascinación ante una muerte gloriosa y el deseo de una vida larga. En Segismundo la vigilia y el sueño se enlazan de manera indisoluble y misteriosa. En Edipo, la libertad y el destino... La imagen es cifra de la condición humana.
Épica, dramática o lírica, condensada en una frase o desenvuelta en mil páginas, toda imagen acerca o acopla realidades opuestas, indiferentes o alejadas entre sí. Esto es, somete a unidad la pluralidad de lo real. Conceptos y leyes científicas no pretenden otra cosa. Gracias a una misma reducción racional, individuos y objetos —plumas ligeras y pesadas piedras— se convierten en unidades homogéneas. No sin justificado asombro los niños descubren un día que un kilo de piedras pesa lo mismo que un kilo de plumas. Les cuesta trabajo reducir piedras y plumas a la abstracción kilo. Se dan cuenta de que piedras y plumas han abandonado su manera propia de ser y que, por un escamoteo, han perdido todas sus cualidades y su autonomía. La operación unificadora de la ciencia las mutila y empobrece. No ocurre lo mismo con la de la poesía. El poeta nombra las cosas: éstas son plumas, aquéllas son piedras. Y de pronto afirma: las piedras son plumas, esto es aquello. Los elementos de la imagen no pierden su carácter concreto y singular: las piedras siguen siendo piedras, ásperas, duras, impenetrables, amarillas de sol o verdes de musgo: piedras pesadas. Y las plumas, plumas: ligeras. La imagen resulta escandalosa porque desafía el principio de contradicción: lo pesado es lo ligero. Al enunciar la identidad de los contrarios, atenta contra los fundamentos de nuestro pensar. Por tanto, la realidad poética de la imagen no puede aspirar a la verdad. El poema no dice lo que es, sino lo que podría ser. Su reino no es el del ser, sino el del «imposible verosímil» de Aristóteles.
A pesar de esta sentencia adversa, los poetas se obstinan en afirmar que la imagen revela lo que es y no lo que podría ser. Y más: dicen que la imagen recrea el ser. Deseosos de restaurar la dignidad filosófica de la imagen, algunos no vacilan en buscar el amparo de la lógica dialéctica. En efecto, muchas imágenes se ajustan a los tres tiempos del proceso: la piedra es un momento de la realidad; la pluma otro; y de su choque surge la imagen, la nueva realidad. No es necesario acudir a una imposible enumeración de las imágenes para darse cuenta de que la dialéctica no las abarca a todas. Algunas veces el primer término devora al segundo. Otras, el segundo neutraliza al primero. O no se produce el tercer término y los dos elementos aparecen frente a frente, irreductibles, hostiles. Las imágenes del humor pertenecen generalmente a esta última clase: la contradicción sólo sirve para señalar el carácter irreparablemente absurdo de la realidad o del lenguaje. En fin, a pesar de que muchas imágenes se despliegan conforme al orden hegeliano, casi siempre se trata más bien de una semejanza que de una verdadera identidad. En el proceso dialéctico piedras y plumas desaparecen en favor de una tercera realidad, que ya no es ni piedras ni plumas sino otra cosa. Pero en algunas imágenes —precisamente las más altas— las píedrias y las plumas siguen siendo lo que son: esto es esto y aquello es aquello; y al mismo tiempo, esto es aquello: las piedras son plumas, sin dejar de ser piedras. Lo pesado es lo ligero. No hay la transmutación cualitativa que pide la lógica de Hegel, como no hubo la reducción cuantitativa de la ciencia. En suma, también para la dialéctica la imagen constituye un escándalo y un desafío, también viola las leyes del pensamiento. La razón de esta insuficiencia —porque es insuficiencia no poder explicarse algo que está ahí, frente a nuestros ojos, tan real como el resto de la llamada realidad— quizá consiste en que la dialéctica es una tentativa por salvar los principios lógicos —y, en especial, el de contradicción— amenazados por su cada vez más visible incapacidad para digerir el carácter contradictorio de la realidad. La tesis no se da al mismo tiempo que la antítesis; y ambas desaparecen para dar paso a una nueva afirmación que, al englobarlas, las trasmuta. En cada uno de los tres momentos reina d principio de contradicción. Nunca afirmación y negación se dan como realidades simultáneas, pues eso implicaría la supresión de la idea misma de proceso. Al dejar intacto al principio de contradicción, la lógica dialéctica condena la imagen, que se pasa de ese principio.
Como el resto de las ciencias, la lógica no ha dejado de hacerse la pregunta crítica que toda disciplina debe hacerse en un momento u otro: la de sus fundamentos. Tal es, si no me equivoco, el sentido de las paradojas de Bertrand Russell y, en un extremo opuesto, el de las investigaciones de Husserl. Así, han surgido nuevos sistemas lógicos. Algunos poetas se han interesado en las investigaciones de S. Lupasco, que se propone desarrollar series de proposiciones fundadas en lo que él llama principio de contradicción complementaria. Lupasco deja intactos los términos contrarios, pero subraya su interdependencia. Cada término puede actualizarse en su contrario, del que depende en razón directa y contradictoria: A vive en función contradictoria de B; cada alteración en A produce consecuentemente una modificación, en sentido inverso, en B[18]. Negación y afirmación, esto y aquello, piedras y plumas, se dan simultáneamente y en función complementaria de su opuesto.
El principio de contradicción complementaria absuelve a algunas imágenes, pero no a todas. Lo mismo, acaso, debe decirse de otros sistemas lógicos. Ahora bien, el poema no sólo proclama la coexistencia dinámica y necesaria de los contrarios, sino su final identidad. Y esta reconciliación, que no implica reducción ni transmutación de la singularidad de cada término, sí es un muro que hasta ahora el pensamiento occidental se ha rehusado a saltar o a perforar. Desde Parménides nuestro mundo ha sido el de la distinción neta y tajante entre lo que es y lo que no es. El ser no es el no ser. Este primer desarraigo —porque fue un arrancar al ser del caos primordial— constituye el fundamento de nuestro pensar. Sobre esta concepción se construyó el edificio de las «ideas claras y distintas», que si ha hecho posible la historia de Occidente también ha condenado a una suerte de ilegalidad toda tentativa de asir al ser por vías que no sean las de esos principios. Mística y poesía han vivido así una vida subsidiaria, clandestina y disminuida. El desgarramiento ha sido indecible y constante. Las consecuencias de ese exilio de la poesía son cada día más evidentes y aterradoras: el hombre es un desterrado del fluir cósmico y de sí mismo. Pues ya nadie ignora que la metafísica occidental termina en un solipsismo. Para romperlo, Hegel regresa hasta Heráclito. Su tentativa no nos ha devuelto la salud. El castillo de cristal de roca de la dialéctica se revela al fin como un laberinto de espejos. Husserl se replantea de nuevo todos los problemas y proclama la necesidad de «volver a los hechos». Mas el idealismo de Husserl parece desembocar también en un solipsismo. Heidegger retorna a los presocráticos para hacerse la misma pregunta que se hizo Parménides y encontrar una respuesta que no inmovilice al ser. No conocemos aún la palabra última de Heidegger, pero sabemos que su tentativa por encontrar el ser en la existencia tropezó con un muro. Ahora, según lo muestran algunos de sus escritos últimos, se vuelve a la poesía. Cualquiera que sea el desenlace de su aventura, lo cierto es que, desde este ángulo, la historia de Occidente puede verse como la historia de un error, un extravío, en el doble sentido de la palabra: nos hemos alejado de nosotros mismos al perdernos en el mundo. Hay que empezar de nuevo.
El pensamiento oriental no ha padecido este horror a lo «otro», a lo que es y no es al mismo tiempo. El mundo occidental es el del «esto o aquello»; el oriental, el del «esto y aquello», y aun el de «esto es aquello». Ya en el más antiguo Upanishad se afirma sin reticencias el principio de identidad de los contrarios: «Tú eres mujer. Tú eres hombre. Tú eres el muchacho y también la doncella. Tú, como un viejo, te apoyas en un cayado... Tú eres el pájaro azul oscuro y el verde de ojos rojos... Tú eres las estaciones y los mares»[19]. Y estas afirmaciones las condensa el Upanishad Chandogya en la célebre fórmula: «Tú eres aquello». Toda la historia del pensamiento oriental parte de esta antiquísima aseveración, del mismo modo que la de Occidente arranca de la de Parménides. Éste es el tema constante de especulación de los grandes filósofos budistas y de los exegetas del hinduismo. El taoísmo muestra las mismas tendencias. Todas estas doctrinas reiteran que la oposición entre esto y aquello es, simultáneamente, relativa y necesaria, pero que hay un momento en que cesa la enemistad entre los términos que nos parecían excluyentes.
Como si se tratase de un anticipado comentario a ciertas especulaciones contemporáneas, Chuang—tsé explica así el carácter funcional y relativo de los opuestos: «No hay nada que no sea esto; n4 hay nada que no sea aquello. Esto vive en función de aquello. Tal es la doctrina de la interdependencia de esto y aquello. La vida es vida frente a 4a muerte. Y viceversa. La afirmación lo es frente a la negación. Y viceversa. Por tanto, si uno se apoya en esto, tendría que negar aquello. Más esto posee su afirmación y su negación y también engendra su esto y su aquello. Por tanto, el verdadero sabio desecha el esto y el aquello y se refugia en Tao...». Hay un punto en que esto y aquello, piedras y plumas, se funden. Y ese momento no está antes ni después, al principio o al fin de los tiempos. No es paraíso natal o prenatal ni cielo ultraterrestre. No vive en el reino de la sucesión, que es precisamente el de los contrarios relativos, sino que está en cada momento. Es cada momento. Es el tiempo mismo engendrándose, manándose, abriéndose a un acabar que es un continuo empezar. Chorro, fuente. Ahí, en el seno del existir —o mejor, del existiéndose—, piedras y plumas, lo ligero y lo pesado, nacerse y morirse, serse, son uno y lo mismo.
El conocimiento que nos proponen las doctrinas orientales no es transmisible en fórmulas o razonamientos. La verdad es una experiencia y cada uno debe intentarla por su cuenta y riesgo. La doctrina nos muestra el camino, pero nadie puede caminarlo por nosotros. De ahí la importancia de las técnicas de meditación. El aprendizaje no consiste en la acumulación de conocimientos, sino en la afinación del cuerpo y del espíritu. La meditación no nos enseña nada, excepto el olvido de todas las enseñanzas y la renuncia a todos los conocimientos. Al cabo de estas pruebas, sabemos menos pero estamos más ligeros; podemos emprender el viaje y afrontar la mirada vertiginosa y vacía de la verdad. Vertiginosa en su inmovilidad; vacía en su plenitud. Muchos siglos antes de que Hegel descubriese la final equivalencia entre la nada absoluta y el pleno ser, los Upanishad habían definido los estados de vacío como instantes de comunión con el ser: «El más alto estado se alcanza cuando los cinco instrumentos del conocer se quedan quietos y juntos en la mente y ésta no se mueve»[20]. Pensar es respirar. Retener el aliento, detener la circulación de la idea: hacer el vacío para que aflore el ser. Pensar es respirar porque pensamiento y vida no son universos separados sino vasos comunicantes: esto es aquello. La identidad última entre el hombre y el mundo, la conciencia y el ser, el ser y la existencia, es la creencia más antigua del hombre y la raíz de ciencia y religión, magia y poesía. Todas nuestras empresas se dirigen a descubrir el viejo sendero, la olvidada vía de comunicación entre ambos mundos. Nuestra búsqueda tiende a redescubrir o a verificar la universal correspondencia de los contrarios, reflejo de su original identidad. Inspirados en este principio, los sistemas tántricos conciben el cuerpo como metáfora o imagen del cosmos. Los centros sensibles son nudos de energía, confluencias de corrientes estelares, sanguíneas, nerviosas. Cada una de las posturas de los cuerpos abrazados es el signo de un zodiaco regido por el triple ritmo de la savia, la sangre y la luz. El templo de Konarak está cubierto por una delirante selva de cuerpos enlazados: estos cuerpos son también soles que se levantan de su lecho de llamas, estrellas que se acoplan. La piedra arde, las sustancias enamoradas se entrelazan. Las bodas alquímicas no son distintas de las humanas. Po Chüi nos cuenta en un poema autobiográfico que:

In the middle of the night I stole a furtive glance:
The two ingredients were in affable embrace;
Their attitude was most unexpected,
They were locked together in the posture of man and wifey
Intertwined as dragonst coil with coil.[21]

Para la tradición oriental la verdad es una experiencia personal. Por tanto, en sentido estricto, es incomunicable. Cada uno debe comenzar y rehacer por sí mismo el proceso de la verdad. Y nadie, excepto aquel que emprende la aventura, puede saber si ha llegado o no a la plenitud, a la identidad con el ser. El conocimiento es inefable. A veces, este «estar en el saber» se expresa con una carcajada, una sonrisa o una paradoja. Pero esa sonrisa puede también indicar que el adepto no ha encontrado nada. Todo el conocimiento se reduciría entonces a saber que el conocimiento es imposible. Una y otra vez los textos se complacen en este género de ambigüedades. La doctrina se resuelve en silencio Tao es indefinible e innombrable: «El Tao que puede ser nombrado no es el Tao absolutorio Nombres que pueden ser pronunciados no son los Nombres absolutos». Chuang—tsé afirma que el lenguaje, por su misma naturaleza, no puede expresar lo absoluto, dificultad que no es muy distinta a la que desvela a los creadores de la lógica simbólica. «Tao no puede ser definido... Aquel que conoce, no habla. Y el que habla, no conoce. Por tanto, el Sabio predica la doctrina sin palabras.» La condenación de las palabras procede de la incapacidad del lenguaje para trascender el mundo de los opuestos relativos e interdependientes, del esto en función del aquello. «Cuando la gente habla de aprehender la verdad, piensa en los libros. Pero los libros están hechos de palabras. Las palabras, claro está, tienen un valor. El valor de las palabras reside en el sentido que esconden. Ahora bien, este sentido no es sino un esfuerzo para alcanzar algo que no puede ser alcanzado realmente por las palabras[22].» En efecto, el sentido apunta hacia las cosas, las señala, pero nunca las alcanza. Los objetos están más allá de las palabras.
A pesar de su crítica del lenguaje, Chuang—tsé no renunció a la palabra. Lo mismo sucede con el budismo Zen, doctrina que se resuelve en paradojas y en silencio pero a la que debemos dos de las más altas creaciones verbales del hombre: el teatro No y el haikú de Basho. ¿Cómo explicar esta contradicción? Chuang—tsé afirma que el sabio «predica la doctrina sin palabras». Ahora bien, el taoísmo —a diferencia del cristianismo— no cree en las buenas obras. Tampoco en las malas: sencillamente, no cree en las obras. La prédica sin palabras a que alude el filósofo chino no es la del ejemplo, sino la de un lenguaje que sea algo más que lenguaje: palabra que diga lo indecible. Aunque Chuang—tsé jamás pensó en la poesía como un lenguaje capaz de trascender el sentido de esto y aquello y decir lo indecible, no se puede separar su razonamiento de las imágenes, juegos de palabras y otras formas poéticas. Poesía y pensamiento se entretejen en Chuang—tsé hasta formar una sola tela, una sola materia insólita. Lo mismo debe decirse de las otras doctrinas. Gracias a las imágenes poéticas el pensamiento taoísta, hindú y budista resulta comprensible. Cuando Chuang—tsé explica que la experiencia de Tao implica un volver a una suerte de conciencia elemental u original, en donde los significados relativos del lenguaje resultan inoperantes, acude a un juego de palabras que es un acertijo poético. Dice que esta experiencia de regreso a lo que somos originalmente es «entrar en la jaula de los pájaros sin ponerlos a cantar». Fan es jaula y regreso; ming es canto y nombres[23]. Así, la frase también quiere decir: «regresar allá donde los nombres salen sobrando», al silencio, reino de las evidencias. O al lugar en donde nombres y cosas se funden y son lo mismo: a la poesía, reino en donde el nombrar es ser. La imagen dice lo indecible: las plumas ligeras son piedras pesadas. Hay que volver al lenguaje para ver cómo la imagen puede decir lo que, por naturaleza, el lenguaje parece incapaz de decir.
El lenguaje es significado: sentido de esto o aquello. Las plumas son ligeras; las piedras, pesadas. Lo ligero es ligero con relación a lo pesado, lo oscuro frente a lo luminoso, etc. Todos los sistemas de comunicación viven en el mundo de las referencias y de los significados relativos. De ahí que constituyan conjuntos de signos dotados de cierta movilidad. Por ejemplo, en el caso de los números, un cero a la izquierda no es lo mismo que un cero a la derecha: las cifras modifican su significado de acuerdo con su posición. Otro tanto ocurre con el lenguaje, sólo que su gama de movilidad es muy superior a la de otros procedimientos de significación y comunicación. Cada vocablo posee varios significados, más o menos conexos entre sí. Esos significados se ordenan y precisan de acuerdo con el lugar de la palabra en la oración. Todas las palabras que componen la frase —y con ellas sus diversos significados— adquieren de pronto un sentido: el de la oración. Los otros desaparecen o se atenúan. O dicho de otro modo: en sí mismo el idioma es una infinita posibilidad de significados; al actualizarse en una frase, al convertirse de veras en lenguaje, esa posibilidad se fija en una dirección única. En la prosa, la unidad de la frase se logra a través del sentido, que es algo así como una flecha que obliga a todas las palabras que la componen a apuntar hacia un mismo objeto o hacia una misma dirección. Ahora bien, la imagen es una frase en la que la pluralidad de significados no desaparece. La imagen recoge y exalta todos los valores de las palabras, sin excluir los significados primarios y secundarios. ¿Cómo la imagen, encerrando dos o más sentidos, es una y resiste la tensión de tantas fuerzas contrarias, sin convertirse en un mero disparate? Hay muchas proposiciones, perfectamente correctas en cuanto a lo que llamaríamos la sintaxis gramatical y lógica, que se resuelven en un contrasentido. Otras desembocan en un sinsentido, como las que cita García Bacca en su Introducción a la lógica moderna («el número dos es dos piedras»). Pero la imagen no es ni un contrasentido ni un sinsentido. Así, la unidad de la imagen debe ser algo más que la meramente formal que se da en los contrasentidos y, en general, en todas aquellas proposiciones que no significan nada, o que constituyen simples incoherencias. ¿Cuál puede ser el sentido de la imagen, si varios y dispares significados luchan en su interior?
Las imágenes del poeta tienen sentido en diversos niveles. En primer término, poseen autenticidad: el poeta las ha visto u oído, son la expresión genuina de su visión y experiencia del mundo. Se trata, pues, de una verdad de orden psicológico, que evidentemente nada tiene que ver con el problema que nos preocupa. En segundo término esas imágenes constituyen una realidad objetiva, válida por sí misma: son obras. Un paisaje de Góngora no es lo mismo que un paisaje natural, pero ambos poseen realidad y consistencia, aunque vivan en esferas distintas. Son dos órdenes de realidades paralelas y autónomas. En este caso, el poeta hace algo más que decir la verdad; crea realidades dueñas de una verdad: las de su propia existencia. Las imágenes poéticas poseen su propia lógica y nadie se escandaliza porque el poeta diga que el agua es cristal o que «el pirú es primo del sauce» (Carlos Pellicer). Mas esta verdad estética de la imagen vale sólo dentro de su propio universo. Finalmente, el poeta afirma que sus imágenes nos dicen algo sobre el mundo y sobre nosotros mismos y que ese algo, aunque parezca disparatado, nos revela de veras lo que somos. ¿Esta pretensión de las imágenes poéticas posee algún fundamento objetivo?, ¿el aparente contrasentido o sinsentido del decir poético encierra algún sentido?
Cuando percibimos un objeto cualquiera, éste se nos presenta como una pluralidad de cualidades, sensaciones y significados. Esta pluralidad se unifica, instantáneamente, en el momento de la percepción. El elemento unificador de todo ese contradictorio conjunto de cualidades y formas es el sentido. Las cosas poseen un sentido. Incluso en el caso de la más simple, casual y distraída percepción se da una cierta intencionalidad, según han mostrado los análisis fenomenológicos. Así, el sentido no sólo es el fundamento del lenguaje, sino también de todo asir la realidad. Nuestra experiencia de la pluralidad y ambigüedad de lo real parece que se redime en el sentido. A semejanza de la percepción ordinaria, la imagen poética reproduce la pluralidad de la realidad y, al mismo tiempo, le otorga unidad. Hasta aquí el poeta no realiza algo que no sea común al resto de los hombres. Veamos ahora en qué consiste la operación unificadora de la imagen, para diferenciarla de las otras formas de expresión de la realidad.
Todas nuestras versiones de lo real —silogismos, descripciones, fórmulas científicas, comentarios de orden práctico, etc.— no recrean aquello que intentan expresar. Se limitan a representarlo o describirlo. Si vemos una silla, por ejemplo, percibimos instantáneamente su color, su forma, los materiales de que está construida, etc. La aprehensión de todas estas notas dispersas y contradictorias no es obstáculo para que, en el mismo acto, se nos dé el significado de la silla: el ser un mueble, un utensilio. Pero si queremos describir nuestra percepción de la silla, tendremos que ir con tiento y por panes: primero, su forma, luego su color y así sucesivamente hasta llegar al significado. En el curso del proceso descriptivo se ha ido perdiendo poco a poco la totalidad del objeto. Al principio la silla sólo fue forma, más tarde cierta clase de madera y finalmente puro significado abstracto: la silla es un objeto que sirve para sentarse. En el poema la silla es una presencia instantánea y total, que hiere de golpe nuestra atención. El poeta no describe la silla: nos la pone enfrente. Como en el momento de la percepción, la silla se nos da con todas sus contrarias cualidades y, en la cúspide, el significado. Así, la imagen reproduce el momento de la percepción y constriñe al lector a suscitar dentro de sí al objeto un día percibido. El verso, la frase—ritmo, evoca, resucita, despierta, recrea. O como decía Machado: no representa, sino presenta. Recrea, revive nuestra experiencia de lo real. No vale la pena señalar que esas resurrecciones no son sólo las de nuestra experiencia cotidiana, sino las de nuestra vida más oscura y remota. El poema nos hace recordar lo que hemos olvidado: lo que somos realmente.
La silla es muchas cosas a la vez: sirve para sentarse, pero también puede tener otros usos. Y otro tanto ocurre con las palabras. Apenas reconquistan su plenitud, readquieren sus perdidos significados y valores. La ambigüedad de la imagen no es distinta a la de la realidad, tal como la aprehendemos en el momento de la percepción: inmediata, contradictoria, plural y, no obstante, dueña de un recóndito sentido. Por obra de la imagen se produce la instantánea reconciliación entre el nombre y el objeto, entre la representación y la realidad. Por tanto, el acuerdo entre el sujeto y el objeto se da con cierta plenitud. Ese acuerdo sería imposible si el poeta no usase del lenguaje y si ese lenguaje, por virtud de la imagen, no recobrase su riqueza original. Mas esta vuelta de las palabras a su naturaleza primera —es decir, a su pluralidad de significados— no es sino el primer acto de la operación poética. Aún no hemos asido del todo el sentido de la imagen poética.
Toda frase posee una referencia a otra, es susceptible de ser explicada por otra. Gracias a la movilidad de los signos, las palabras pueden ser explicadas por las palabras. Cuando tropezamos con una sentencia oscura decimos: «Lo que quieren decir estas palabras es esto o aquello». Y para decir «esto o aquello» recurrimos a otras palabras. Toda frase quiere decir algo que puede ser dicho o explicado por otra frase. En consecuencia, el sentido o significado es un querer decir. O sea: un decir que puede decirse de otra manera. El sentido de la imagen, por el contrario, es la imagen misma: no se puede decir con otras palabras. La imagen se explica a sí misma. Nada, excepto ella, puede decir lo que quiere decir. Sentido e imagen son la misma cosa. Un poema no tiene más sentido que sus imágenes. Al ver la silla, aprehendemos instantáneamente su sentido: sin necesidad de acudir a la palabra, nos sentamos en ella. Lo mismo ocurre con el poema: sus imágenes no nos llevan a otra cosa, como ocurre con la prosa, sino que nos enfrentan a una realidad concreta. Cuando el poeta dice de los labios de su amada: «pronuncian con desdén sonoro hielo», no hace un símbolo de la blancura o del orgullo. Nos enfrenta a un hecho sin recurso a la demostración: dientes, palabras, hielos, labios, realidades dispares, se presentan de un solo golpe ante nuestros ojos. Goya no nos describe los horrores de la guerra: nos ofrece, sin más, la imagen de la guerra. Sobran los comentarios, las referencias y las explicaciones. El poeta no quiere decir: dice. Oraciones y frases son medios. La imagen no es medio; sustentada en sí misma, ella es su sentido. En ella acaba y en ella empieza. El sentido del poema es el poema mismo. Las imágenes son irreductibles a cualquier explicación e interpretación. Así pues, las palabras —que habían recobrado su original ambigüedad— sufren ahora otra desconcertante y más radical transformación. ¿En qué consiste?
Derivadas de la naturaleza significante del lenguaje, dos atributos distinguen a las palabras: primero, su movilidad o intercanjeabilidad; segundo, por virtud de su movilidad, el poder una palabra ser explicada por otra. Podemos decir de muchas maneras la idea más simple. O cambiar las palabras de un texto o de una frase sin alterar gravemente el sentido. O explicar una sentencia por otra. Nada de esto es posible con la imagen. Hay muchas maneras de decir la misma cosa en prosa; sólo hay una en poesía. No es lo mismo decir «de desnuda que está brilla la estrella» que «la estrella brilla porque está desnuda». El sentido se ha degradado en la segunda versión: de afirmación se ha convertido en rastrera explicación. La corriente poética ha sufrido una baja de tensión. La imagen hace perder a las palabras su movilidad e intercanjeabilidad. Los vocablos se vuelven insustituibles, irreparables. Han dejado de ser instrumentos. El lenguaje cesa de ser un útil. El regreso del lenguaje a su naturaleza original, que parecía ser el fin último de la imagen, no es así sino el paso preliminar para una operación aún más radical: el lenguaje, tocado por la poesía, cesa de pronto de ser lenguaje. O sea: conjunto de signos móviles y significantes. El poema trasciende el lenguaje. Queda ahora explicado lo que dije al comenzar este libro: el poema es lenguaje —y lenguaje antes de ser sometido a la mutilación de la prosa o la conversación—, pero es algo más también. Y ese algo más es inexplicable por el lenguaje, aunque sólo puede ser alcanzado por él. Nacido de la palabra, el poema desemboca en algo que la traspasa.
La experiencia poética es irreductible a la palabra y, no obstante, sólo la palabra la expresa. La imagen reconcilia a los contrarios, mas esta reconciliación no puede ser explicada por las palabras —excepto por las de la imagen, que han cesado ya de serlo. Así, la imagen es un recurso desesperado contra el silencio que nos invade cada vez que intentamos expresar la terrible experiencia de lo que nos rodea y de nosotros mismos. El poema es lenguaje en tensión: en extremo de ser y en ser hasta el extremo. Extremos de la palabra y palabras extremas, vueltas sobre sus propias entrañas, mostrando el reverso del habla: el silencio y la no significación. Más acá de la imagen, yace el mundo del idioma, de las explicaciones y de la historia. Más allá, se abren las puertas de lo real: significación y no—significación se vuelven términos equivalentes. Tal es el sentido último de la imagen: ella misma.
Cierto, no en todas las imágenes los opuestos se reconcilian sin destruirse. Algunas descubren semejanzas entre los términos o elementos de que está hecha la realidad: son las comparaciones, según las definió Aristóteles. Otras acercan «realidades contrarias» y producen así una «nueva realidad», como dice Reverdy. Otras provocan una contradicción insuperable o un sinsentido absoluto, que delata el carácter irrisorio del mundo, del lenguaje o del hombre (a esta clase pertenecen los disparos del humor y, ya fuera del ámbito de la poesía, los chistes). Otras nos revelan la pluralidad e interdependencia de lo real. Hay, en fin, imágenes que realizan lo que parece ser una imposibilidad lógica tanto como lingüística: las nupcias de los contrarios. En todas ellas —apenas visible o realizado del todo— se observa el mismo proceso: la pluralidad de lo real se manifiesta o expresa como unidad última, sin que cada elemento pierda su singularidad esencial. Las plumas son piedras, sin dejar de ser plumas. El lenguaje, vuelto sobre sí mismo, dice lo que por naturaleza parecía escapársele. El decir poético dice lo indecible.

La revelación poética

El reproche que hace Chuang—tsé a las palabras no alcanza a la imagen, porque ella ya no es, en sentido estricto, función verbal. En efecto, el lenguaje es sentido de esto o aquello. El sentido es el nexo entre el nombre y aquello que nombramos. Así, implica distancia entre uno y otro. Cuando enunciamos cierta clase de proposiciones («el teléfono es comer», «María es un triángulo», etc.) se produce un sinsentido porque la distancia entre la palabra y la cosa, el signo y el objeto se hace insalvable: el puente, el sentido, se ha roto. El hombre se queda solo, encerrado en su lenguaje. Y en verdad se queda también sin lenguaje, pues las palabras que emite son puros sonidos que ya no significan nada. Con la imagen sucede lo contrario. Lejos de agrandarse, la distancia entre la palabra y la cosa se acorta o desaparece del todo: el nombre y lo nombrado son ya lo mismo. El sentido —en la medida en que es nexo o puente— también desaparece: no hay nada ya que asir, nada que señalar. Mas no se produce el sinsentido o el contrasentido, sino algo que es indecible e inexplicable excepto por sí mismo. De nuevo: el sentido de la imagen es la imagen misma. El lenguaje traspasa el círculo de los significados relativos, el esto y el aquello, y dice lo indecible: las piedras son plumas, esto es aquello. El lenguaje indica, representa; el poema no explica ni representa: presenta. No alude a la realidad; pretende —y a veces lo logra— recrearla. Por tanto, la poesía es un penetrar, un estar o ser en la realidad.
La verdad del poema se apoya en la experiencia poética, que no difiere esencialmente de la experiencia de identificación con la «realidad de la realidad», tal como ha sido descrita por el pensamiento oriental y una parte del occidental. Esta experiencia, reputada por indecible, se expresa y comunica en la imagen. Y aquí nos enfrentamos a otra turbadora propiedad del poema, que será examinada más adelante (pp. 148 ss.): en virtud de ser inexplicable, excepto por sí misma, la manera propia de comunicación de la imagen no es la transmisión conceptual. La imagen no explica: invita a recrearla y, literalmente, a revivirla. El decir del poeta encarna en la comunión poética. La imagen trasmuta al hombre y lo convierte a su vez en imagen, esto es, en espacio donde los contrarios se funden. Y el hombre mismo, desgarrado desde el nacer, se reconcilia consigo cuando se hace imagen, cuando se hace otro. La poesía es metamorfosis, cambio, operación alquímica, y por eso colinda con la magia, la religión y otras tentativas para transformar al hombre y hacer de «éste» y de «aquél» ese «otro» que es él mismo. El universo deja de ser un vasto almacén de cosas heterogéneas. Astros, zapatos, lágrimas, locomotoras, sauces, mujeres, diccionarios, todo es una inmensa familia, todo se comunica y se transforma sin cesar, una misma sangre corre por todas las formas y el hombre puede ser al fin su deseo: él mismo. La poesía pone al hombre fuera de sí y, simultáneamente, lo hace regresar a su ser original: lo vuelve a sí. El hombre es su imagen: él mismo y aquel otro. A través de la frase que es ritmo, que es imagen, el hombre —ese perpetuo llegar a ser— es. La poesía es entrar en el ser.

La otra orilla

El hombre se vierte en el ritmo, cifra de su temporalidad; el ritmo, a su vez, se declara en la imagen; y la imagen vuelve al hombre apenas unos labios repiten el poema. Por obra del ritmo, repetición creadora, la imagen —haz de sentidos rebeldes a la explicación— se abre a la participación. La recitación poética es una fiesta: una comunión. Y lo que se reparte y recrea en ella es la imagen. El poema se realiza en la participación, que no es sino recreación del instante original. Así, el examen del poema nos lleva al de la experiencia poética. El ritmo poético no deja de ofrecer analogías con el tiempo mítico; la imagen con el decir místico; la participación con la alquimia mágica y la comunión religiosa. Todo nos lleva a insertar el acto poético en la zona de lo sagrado. Pero todo, desde la mentalidad primitiva hasta la moda, los fanatismos políticos y el crimen mismo, es susceptible de ser considerado como forma de lo sagrado. La fertilidad de esta noción —de la que se ha abusado tanto como del psicoanálisis y del historicismo— nos puede llevar a las peores confusiones. De ahí que estas páginas no se propongan tanto explicar la poesía por lo sagrado como trazar las fronteras entre ambos y mostrar que la poesía constituye un hecho irreductible, que sólo puede comprenderse totalmente por sí mismo y en sí mismo.
El hombre moderno ha descubierto modos de pensar y de sentir que no están lejos de lo que llamamos la parte nocturna de nuestro ser. Todo lo que la razón, la moral o las costumbres modernas nos hacen ocultar o despreciar constituye para los llamados primitivos la única actitud posible ante la realidad. Freud descubrió que no bastaba con ignorar la vida inconsciente para hacerla desaparecer. La antropología, por su parte, muestra que se puede vivir en un mundo regido por los sueños y la imaginación, sin que esto signifique anormalidad o neurosis. El mundo de lo divino no cesa de fascinarnos porque, más allá de la curiosidad intelectual, hay en el hombre moderno una nostalgia. La boga de los estudios sobre los mitos y las instituciones mágicas y religiosas tiene las mismas raíces que otras aficiones contemporáneas, como el arte primitivo, la psicología del inconsciente o la tradición oculta. Estas preferencias no son casuales. Son el testimonio de una ausencia, las formas intelectuales de una nostalgia. De ahí que, al inclinarme sobre este tema, no pueda dejar de tener presente su ambigüedad: por una parte, juzgo que poesía y religión brotan de la misma fuente y que no es posible disociar el poema de su pretensión de cambiar al hombre sin peligro de convertirlo en una forma inofensiva de la literatura; por la otra, creo que la empresa prometeica de la poesía moderna consiste en su beligerancia frente a la religión, fuente de su deliberada voluntad por crear un nuevo «sagrado», frente al que nos ofrecen las iglesias actuales.
Al estudiar las instituciones de los aborígenes de —Australia y África, o al examinar el folklore y la mitología de los pueblos históricos, los antropólogos encontraron formas de pensamiento y de conducta que les parecían un desafío a la razón. Constreñidos a buscar una explicación, algunos pensaron que se trataba de aplicaciones equivocadas del principio de causalidad. Frazer creía que la magia era la «actitud más antigua del hombre ante la realidad», de la cual se habían desprendido ciencia, religión y poesía; ciencia falaz, la magia era «una interpretación errónea de las leyes que gobiernan la naturaleza». Lévy—Bruhl, por su parte, acudió a la noción de mentalidad prelógica, fundada en la participación: «El primitivo no asocia de manera lógica, causal, los objetos de su experiencia. Ni los ve como una cadena de causas y efectos, ni los considera como fenómenos distintos, sino que experimenta una participación recíproca de tales objetos, de manera que uno entre ellos no puede moverse sin afectar al otro. Esto es, que no puede tocarse a uno sin influir en el otro y sin que el hombre mismo no cambie». Freud, por su parte, aplicó con poco éxito sus ideas al estudio de ciertas instituciones primitivas. C. G. Jung ha intentado también una explicación psicológica, fundándose en el inconsciente colectivo y en los arquetipos míticos universales; Lévi—Strauss busca el origen del incesto, acaso el primer «No» opuesto por el hombre a la naturaleza; Dumézil se inclina sobre los mitos arios y encuentra en la comunión primaveral —o como poéticamente la llama en uno de sus libros: El festín de la inmortalidad— el origen de la mitología y de la poesía indoeuropeas; Cassirer concibe el mito, la magia, el arte y la religión como expresiones simbólicas del hombre; Malinowski..., pero el campo es inmenso y no es mi propósito agotar una materia tan rica y que día a día se transforma, conforme surgen nuevas ideas y descubrimientos.
Lo primero que debemos preguntarnos ante esta enorme masa de hechos e hipótesis es si de verdad existe eso que se llama una sociedad primitiva. Nada más discutible. Los lacandones, por ejemplo, pueden ser considerados como un grupo que vive en condiciones de real arcaísmo. Sólo que se trata de los descendientes directos de la civilización maya, la más compleja y rica que haya brotado en tierras americanas. Las instituciones de los lacandones no constituyen la génesis de una cultura, sino que son sus últimos restos. Ni su mentalidad es prelógica, ni sus prácticas mágicas representan un estado prereligioso, ya que la sociedad lacandona no precede a nada, excepto a la muerte. Y así, esas formas más bien parecen mostrarnos cómo mueren ciertas culturas, que cómo nacen. En otros casos —según indica Toynbee— se trata de sociedades cuya civilización se ha petrificado, según ocurre con la sociedad esquimal. Por tanto, puede concluirse que, decadentes o petrificadas, ninguna de las sociedades que estudian los especialistas merece realmente el nombre de primitiva.
La idea de una «mentalidad primitiva» —en el sentido de algo antiguo, anterior y ya superado o en vías de superación— no es sino una de tantas manifestaciones de una concepción lineal de la historia. Desde este punto de vista es una excrecencia de la noción de «progreso». Ambas proceden, por lo demás, de la concepción cuantitativa del tiempo. No es eso todo. En la primera de sus grandes obras Lévy—Bruhl afirma que «la necesidad de participación seguramente es más imperiosa e intensa, incluso entre nosotros, que la necesidad de conocer o de adaptarse a las exigencias lógicas. Es más profunda y viene de más lejos». Los psiquiatras han encontrado ciertas analogías entre la génesis de la neurosis y la de los mitos; la esquizofrenia muestra semejanza con el pensamiento mágico. Para los niños, dice el psicólogo Piaget, la verdadera realidad está constituida por lo que nosotros llamamos fantasía: entre dos explicaciones de un fenómeno, una racional y otra maravillosa, escogen fatalmente la segunda porque les parece más convincente. Por su parte Frazer denuncia la persistencia de las creencias mágicas en el hombre moderno. Pero no es necesario acudir a más testimonios. Todos sabemos que no solamente los poetas, los locos, los salvajes y los niños aprehenden al mundo en un acto de participación irreductible al razonamiento lógico; cada vez que sueñan, se enamoran o asisten a sus ceremonias profesionales, cívicas o políticas, el resto de los hombres «participa», regresa, forma parte de esa vasta society of life que constituye para Cassirer el origen de las creencias mágicas. Y no excluyo a los profesores, a los psiquiatras y a los políticos. La «mentalidad primitiva» se encuentra en todas partes, ya recubierta por una capa racional, ya a plena luz. Sólo que no parece legítimo designar a todas estas actitudes con el adjetivo «primitivo», pues no constituyen formas antiguas, infantiles o regresivas de la psiquis, sino una posibilidad presente y común a todos los hombres.
Si para muchos el protagonista de ritos y ceremonias es un hombre radicalmente distinto a nosotros —un primitivo o un neurótico—, para otros no es el hombre, sino las instituciones, la esencia de lo sagrado. Conjunto de formas sociales, lo sagrado es un objeto. Ritos, mitos, fiestas, leyendas —lo que llaman con expresión reveladora el «material»— están ahí, frente a nosotros: son objetos, cosas. Hubert y Mauss sostienen que los sentimientos y emociones del creyente ante lo sagrado no constituyen experiencias específicas ni categorías especiales. El hombre no cambia y la naturaleza humana es la misma siempre: amor, odio, temor, miedo, hambre, sed. Lo que cambia son las instituciones sociales. Esta opinión me parece que no corresponde a la realidad. El hombre es inseparable de sus creaciones y de sus objetos; si el conjunto de instituciones que forman el universo de lo sagrado constituye realmente algo cerrado y único, un verdadero universo, aquel que participa en una fiesta o en una ceremonia es también un ser distinto al que, unas horas antes, cazaba en el bosque o conducía un automóvil. El hombre no es nunca idéntico a sí mismo. Su manera de ser, aquello que lo distingue del resto de los seres vivos, es el cambio. O como dice Ortega y Gasset: el hombre es un ser insustancial, carece de substancia. Y precisamente lo característico de la experiencia religiosa es el salto brusco, el cambio fulminante de naturaleza. No es cierto, por tanto, que nuestros sentimientos sean los mismos frente al tigre real y al dios—tigre, ante una estampa erótica y las imágenes tántricas de Tibet.
Las instituciones sociales no son lo sagrado, pero tampoco lo son la «mentalidad primitiva» o la neurosis. Ambos métodos ostentan la misma insuficiencia. Los dos convierten lo sagrado en un objeto. En consecuencia, habrá que huir de estos extremos y abrazar el fenómeno como una totalidad de la cual nosotros mismos formamos parte. Ni las instituciones separadas de su protagonista, ni éste aislado de las primeras. También sería insuficiente una descripción de la experiencia de lo divino como algo exterior a nosotros. Esa experiencia nos incluye y su descripción será la de nosotros mismos[24].
El punto de partida de algunos sociólogos es la división de la sociedad en dos mundos opuestos: uno, lo profano; otro, lo sagrado. El tabú podría ser la raya de separación entre ambos. En una zona se pueden hacer ciertas cosas que en la otra están prohibidas. Nociones como la pureza y el sacrilegio arrancarían de esta división. Sólo que, según se ha dicho, una mera descripción que no nos incluya nos daría apenas una serie de datos externos. Además, toda sociedad está dividida en diversas esferas. En cada una de ellas rige un sistema de reglas y prohibiciones que no son aplicables a las otras. La legislación relativa a la herencia no tiene función en el derecho penal (aunque sí la tuvo en épocas remotas); actos como enviar presentes, exigidos por las leyes de la etiqueta, resultarían escandalosos si fueran practicados por la administración pública; las normas que rigen las relaciones políticas entre las naciones no son aplicables a la familia, ni las de ésta al comercio internacional. En cada esfera las cosas pasan de «cierto modo», que es siempre privativo. Así, debemos penetrar en el mundo de lo sagrado para ver de una manera concreta cómo «pasan las cosas» y, sobre todo, qué nos pasa a nosotros.
Si lo sagrado es un mundo aparte, ¿cómo podemos penetrarlo? Mediante lo que Kierkegaard llama el «salto» y nosotros, a la española, «el salto mortal». Huineng, patriarca chino del siglo vil, explica así la experiencia central del budismo: «Mahaprajnaparamita es un término sánscrito del país occidental; en lengua Tang significa: gran—sabiduría—otra—orilla—alcanzada... ¿Qué es Maha? Maha es grande... ¿Qué es Prajna? Prajna es sabiduría... ¿Qué es Paramita?: la otra orilla alcanzada... Adherirse al mundo objetivo es adherirse al ciclo del vivir y el morir, que es como las olas que se levantan en el mar; a esto se llama: esta orilla... Al desprendernos del mundo objetivo, no hay ni muerte ni vida y se es como el agua corriendo incesante; a esto se llama: la otra orilla»[25].
Al final de muchos Sutras Prajnaparamita, la idea del viaje o salto se expresa de una manera imperiosa: «Oh, ido, ido, ido a la otra orilla, caído en la otra orilla». Pocos realizan la experiencia del salto, a pesar de que el bautismo, la comunión, los sacramentos y otros ritos de iniciación o de tránsito están destinados a prepararnos para esa experiencia. Todos ellos tienen en común el cambiarnos, el hacernos «otros». De ahí que consistan en darnos un nuevo nombre, indicando así que ya somos otros: acabamos de nacer o de renacer. El rito reproduce la experiencia mística de la «otra orilla» tanto como el hecho capital de la vida humana: nuestro nacimiento, que exige previamente la muerte del feto. Y quizá nuestros actos más significativos y profundos no sean sino la repetición de este morir del feto que renace en criatura. En suma, el «salto mortal», la experiencia de la «otra orilla», implica un cambio de naturaleza: es un morir y un nacer. Mas la «otra orilla» está en nosotros mismos. Sin movernos, quietos, nos sentimos arrastrados, movidos por un gran viento que nos echa fuera de nosotros. Nos echa fuera y, al mismo tiempo, nos empuja hacia dentro de nosotros. La metáfora del soplo se presenta una y otra vez en los grandes textos religiosos de todas las culturas: el hombre es desarraigado como un árbol y arrojado hacia allá, a la otra orilla, al encuentro de sí. Y aquí se presenta otra nota extraordinaria: la voluntad interviene poco o participa de una manera paradójica. Si ha sido escogido por el gran viento, es inútil que el hombre intente resistirlo. Y a la inversa: cualquiera que sea el valor de las obras o el fervor de la plegaria, el hecho no se produce si no interviene el poder extraño. La voluntad se mezcla a otras fuerzas de manera inextricable, exactamente como en el momento de la creación poética. Libertad y fatalidad se dan cita en el hombre. El teatro español nos ofrece vanas ilustraciones de este conflicto.
En El condenado por desconfiado, Tirso de Molina —o quienquiera que sea el autor de esta obra— nos presenta a Paulo, asceta que desde hace diez años busca la salvación en la austeridad de una cueva. Un día se sueña muerto; comparece ante Dios y aprende la verdad: irá al infierno. Al despertar, duda. El demonio se le aparece en forma de ángel y le anuncia que Dios le ordena ir a Nápoles: allá encontrará la respuesta a las cavilaciones que le atormentan, en la figura de Enrico. En él verá su destino «porque el fin que aquél tuviere, ese fin has de tener». Enrico es «el hombre más malo del mundo», aunque dueño de dos virtudes: el amor filial y la Fe. Ante el espejo de Enrico, Paulo retrocede horrorizado; luego, no sin cierta lógica, decide imitarlo. Pero Pauio nada más ve una parte, la más exterior, de su modelo e ignora que ese criminal es también un hombre de fe, que en los momentos decisivos se entrega a Dios sin reticencias. Al fin de la obra, Enrico se arrepiente y se abandona sin segundos pensamientos a la voluntad divina: da el salto mortal y se salva. Paulo, empecinado, da otro salto: al vacío infernal. En cierto modo se hunde en sí mismo, porque la duda lo ha vaciado por dentro. ¿Cuál es el delito de Paulo? Para Tirso, el teólogo, la desconfianza, la duda. Y más hondamente, la soberbia: Paulo jamás se abandona a Dios. Su desconfianza frente a la divinidad se transforma en un exceso de confianza en sí mismo: en el demonio. Paulo es culpable de no saber oír. Sólo que Dios se expresa como silencio; el demonio, como voz. La entrega libera a Enrico del peso del pecado y le da la eterna libertad; la afirmación de sí mismo pierde a Paulo. La libertad es un misterio, porque es una gracia divina y la voluntad de Dios es inescrutable.
Más allá de los problemas teológicos que provoca El condenado por desconfiado, es notable el tránsito instantáneo, el cambio fulminante de naturaleza que se opera en los protagonistas. Enrico es una fiera; de pronto se vuelve «otro» y muere arrepentido. Paulo, también en un instante, se transforma de asceta en libertino. En otra obra, de Mira de Amescua, El esclavo del demonio, la revolución psíquica es igualmente vertiginosa y total. En una de las primeras escenas del drama, un piadoso predicador, don Gil, sorprende a un galán en el momento en que escala el balcón de Lisarda, su amada. El fraile logra disuadirlo y el mancebo se aleja. Cuando el sacerdote se queda solo, el movimiento de orgullo por su buena acción le abre las puertas del pecado. En un monólogo relampagueante, don Gil da el salto mortal: de la alegría pasa al orgullo y de éste a la lascivia. En un abrir de ojos se vuelve «otro»: sube por la escala que ha dejado el caballero y, al amparo de la noche y el deseo, duerme con la doncella. A la mañana siguiente, Lisarda descubre la identidad del fraile. También a ella se le cierra un mundo y se le abre otro. Del amor pasa a la afirmación de sí misma, una afirmación, por decirlo así, negativa: puesto que el amor se le niega, no le queda sino abrazar el mal. El vértigo se apodera de ambos. De ahí en adelante la acción, literalmente, se precipita. La pareja no retrocede ante nada: robo, matanza, parricidio. Pero sus actos, como los de Paulo y Enrico, no consienten una explicación psicológica. Inútil buscar razones a este fervor sombrío. Libremente, pero también empujados, arrastrados por un abismo que los llama, en un instante que es todos los instantes, se despeñan. Aunque sus actos son el fruto de una decisión al mismo tiempo instantánea e irrevocable, el poeta nos los presenta habitados por otras fuerzas, desaforados, salidos de madre. Están poseídos: son «otros». Y este ser otros consiste en un despeñarse en ellos mismos. Han dado un salto, como Enrico y Paulo. Saltos, actos que nos arrancan de este mundo y nos hacen penetrar en la otra orilla sin que sepamos a ciencia cierta si somos nosotros o lo sobrenatural quien nos lanza.
El «mundo de aquí» está hecho de contrarios relativos. Es el reino de las explicaciones, las razones y los motivos. Sopla el gran viento y se rompe la cadena de las causas y los efectos. Y la primera consecuencia de esta catástrofe es la abolición de las leyes de gravedad, naturales y morales. El hombre pierde peso, es una pluma. Los héroes de Tirso y de Mira de Amescua no tropiezan con ninguna resistencia: se hunden o se elevan verticalmente, sin que nada los detenga. Al mismo tiempo, se trastorna la figura del mundo: lo de arriba está abajo; lo de abajo, arriba. El salto es al vacío o al pleno ser. Bien y mal son nociones que adquieren otro sentido apenas ingresamos en la esfera de lo sagrado. Los criminales se salvan, los justos se pierden. Los actos humanos resultan ambiguos. Practicamos el mal, oímos al demonio cuando creemos proceder con rectitud y a la inversa. La moral es ajena a lo sagrado. Estamos en un mundo que es, efectivamente, otro mundo.
La misma ambigüedad distingue nuestros sentimientos y sensaciones frente a lo divino. Ante los dioses y sus imágenes sentimos simultáneamente asco y apetito, terror y amor, repulsión y fascinación. Huimos de aquello que buscamos, según se ve en los místicos; gozamos al sufrir, nos dicen los mártires. En un soneto que lleva por epígrafe unas palabras de San Juan Crisólogo (Plus ordebat, quam urebat), Quevedo describe los goces del martirio:

Arde Lorenzo y goza en las parrillas; el tirano en Lorenzo arde y padece, viendo que su valor constante crece cuanto crecen las llamas amarillas.
Las brasas multiplica en maravillas y Sol entre carbones amanece y en alimento a su verdugo ofrece guisadas del martirio sus costillas.
A Cristo imita en darse en alimento a su enemigo, esfuerzo soberano y ardiente imitación del Sacramento.
Mírale el cielo eternizar lo humano, y viendo victorioso el vencimiento menos abrasa que arde el vil tirano.

Lorenzo, quemándose, goza en su martirio; el tirano padece y se quema en su enemigo. Para vislumbrar la distancia que separa este martirio sagrado de las torturas profanas basta pensar en el mundo del Marqués de Sade. Ahí la relación entre víctimas y verdugo es inexistente; nada rompe la soledad del libertino porque sus víctimas se vuelven objetos. El goce de sus verdugos es puro y solitario. No es goce, sino rabia fría. El deseo de los personajes de Sade es infinito porque jamás logra satisfacerse. Su mundo es el de la incomunicación: cada uno está solo en su infierno. En el soneto de Quevedo la ambigüedad de la comunión es llevada hasta sus últimas consecuencias. La parrilla es un instrumento de tortura y de cocina y la transfiguración de Lorenzo es doble: se convierte en guisado y en sol. En el plano moral se repite la dualidad: el triunfo del tirano es derrota; la de Lorenzo, victoria. Y no sólo los sentimientos se mezclan al grado que es imposible saber en dónde acaba el padecimiento y principia el goce, sino que Lorenzo, por obra de la comunión, es también su verdugo y éste su víctima.
Lo divino afecta de una manera acaso más decisiva las nociones de espacio y tiempo, fundamentos y límites de nuestro pensar. La experiencia de lo sagrado afirma: aquí es allá; los cuerpos son ubicuos; el espacio no es una extensión, sino una cualidad; ayer es hoy; el pasado regresa; lo futuro ya aconteció. Si se examina de cerca esta manera de pasar que tienen tiempo y cosas, se advierte la presencia de un centro que atrae o separa, eleva o precipita, mueve o inmoviliza. Las fechas sagradas regresan conforme a cierto ritmo, que no es distinto del que junta o separa los cuerpos, trastorna los sentimientos, hace dolor del goce, placer del sufrimiento, mal del bien. El universo está imantado. Una suerte de ritmo teje tiempo y espacio, sentimientos y pensamientos, juicios y actos y hace una sola tela de ayer y mañana, de aquí y allá, de náusea y delicia. Todo es hoy. Todo está presente. Todo está, todo es aquí. Pero también todo está en otra parte y en otro tiempo. Fuera de sí y pleno de sí. Y la sensación de arbitrariedad y capricho se transforma en un vislumbrar que todo está regido por algo que es radicalmente distinto y extraño a nosotros. El salto mortal nos enfrenta a lo sobrenatural La sensación de estar ante lo sobrenatural es el punto de partida de toda experiencia religiosa.
Lo sobrenatural se manifiesta, en primer término, como sensación de radical extrañeza. Y esa extrañeza pone en entredicho la realidad y el existir mismo, precisamente en el momento en que los afirma en sus expresiones más cotidianas y palpables. Lorenzo se vuelve sol, pero también un atroz pedazo de carne quemada. Todo es real e irreal. Los ritos y ceremonias religiosas subrayan esta ambigüedad. Recuerdo que una tarde, en Mutra, ciudad sagrada del hinduismo, tuve ocasión de asistir a una pequeña ceremonia a la orilla del Jumma. El rito es muy simple: a la hora del crepúsculo un bramín enciende, sobre un pequeño templete, el fuego sagrado y alimenta a las tortugas que habitan las márgenes del río; después, recita un himno mientras los devotos tañen campanas, cantan y queman incienso. Aquel día asistían a la ceremonia dos o tres docenas de fieles de Krisna, cuyo gran santuario se encuentra a unos cuantos kilómetros. Cuando el bramín hizo el fuego (¡y qué débil aquella luz frente a la noche inmensa que empezaba a levantarse frente a nosotros!) los devotos gritaron, cantaron y saltaron. Sus contorsiones y gritos no dejaron de causarme desprecio y pena. Nada menos solemne, nada más sórdido, que aquel fervor desmedrado. Mientras crecía el pobre griterío, unos niños desnudos jugaban y reían; otros pescaban o nadaban. Inmóvil, un campesino orinaba en el agua opaca. Unas mujeres lavaban. El río fluía. Todo continuaba su vida de siempre y las únicas que parecían exaltadas eran las tortugas, que alargaban el cuello para atrapar la comida. Al fin, todo se quedó quieto. Los mendigos regresaron al mercado, los peregrinos a sus mesones, las tortugas al agua. ¿A esto se reducía el culto a Krisna?
Todo rito es una representación. Aquel que participa en una ceremonia es como el actor que representa una obra: está y no está al mismo tiempo en su personaje. El escenario es también una representación: esa montaña es el palacio de una serpiente; ese río que corre indiferente es una divinidad. Pero montaña y río no dejan por eso de ser lo que son. Todo es y no es. Aquellos devotos de Krisna representaban, sólo que con esto no quiero decir que eran los actores de una farsa sino subrayar el carácter ambiguo de su acto. Todo pasa de un modo común y corriente, a menudo de una manera que nos hiere por su agresiva vulgaridad; y al mismo tiempo, todo está ungido. El creyente está y no está en este mundo. Este mundo es y no es real. A veces la ambigüedad se manifiesta como humor: «Un monje preguntó a Unnón: ¿qué es Buda? Un mojón seco», respondió el maestro. El adepto de Zen, por medio de ejercicios de los que no está ausente lo grotesco y una especie de nihilismo circular, que acaba por refutarse a sí mismo, alcanza la súbita iluminación. Un Sutra Prajnaparamita dice: «No predicar doctrina alguna: eso es predicar la verdadera doctrina». Un discípulo pregunta: «¿Podrías tocar un son en un arpa sin cuerdas? El maestro no responde durante un rato y luego dice: ¿Oíste? No, contesta el otro. A lo que el maestro replica: ¿Por qué no me pediste que tocara más fuerte?»[26].
La extrañeza es asombro ante una realidad cotidiana que de pronto se revela como lo nunca visto. Las dudas de Alicia nos muestran hasta qué punto el suelo de las llamadas evidencias puede hundirse bajo nuestros pies: Vm sure Vm not Ada, for her bair goes in such long ringlets and mine doesn't go in ringlets atoll, and Fm sure I can't be Mabel... besides, she's she and Vm I and —oh dear, how puzzling it all is! Las dudas de Alicia no son muy distintas a las de los místicos y poetas. Como ellos, Alicia se asombra. Mas ¿ante qué se asombra? Ante ella misma, ante su propia realidad, sí, pero también ante algo que pone en tela de juicio su realidad, la identidad de su ser mismo. Esto que está frente a nosotros —árbol, montaña, imagen de piedra o de madera, yo mismo que me contemplo— no es una presencia natural. Es otro. Está habitado por lo Otro. La experiencia de lo sobrenatural es experiencia de lo Otro.
Para Rodolfo Otto la presencia de lo Otro —y, podríamos añadir, la sensación de «otredad»— se manifiesta «como un misterio tremendumy un misterio que hace temblar»[27]. Al analizar el contenido de lo tremendo, el pensador alemán encuentra tres elementos. En primer término el terror sagrado, esto es, «un terror especial», que sería vano comparar con el miedo que nos produce un peligro conocido. El terror sagrado es pavor indecible, precisamente por ser experiencia de lo indecible. El segundo elemento es la majestad de la Presencia o Aparición: «tremenda majestad». Finalmente, al poder majestuoso se alia la noción de «energía de lo numinoso» y así la idea de un Dios vivo, activo, todopoderoso, es el tercer elemento. Ahora bien, las dos últimas notas son atributos de la presencia divina y más bien parecen derivarse de la experiencia que constituir su núcleo original. Por tanto, podemos excluirlas y quedarnos con la nota esencial: «misterio que hace temblar». Pero apenas reparamos en este misterio terrible, advertimos que lo que sentimos ante lo desconocido no es siempre terror o temor. Muy bien puede ocurrir que experimentemos lo contrario: alegría, fascinación. En su forma más pura y original la experiencia de la «otredad» es extrañeza, estupefacción, parálisis del ánimo: asombro. El mismo filósofo alemán lo reconoce cuando dice que el término mysterium debe comprenderse como la «noción capital» de la experiencia. El misterio —esto es «la inaccesibilidad absoluta»— no es sino la expresión de la «otredad», de esto Otro que se presenta como algo por definición ajeno o extraño a nosotros. Lo Otro es algo que no es como nosotros, un ser que es también el no ser. Y lo primero que despierta su presencia es la estupefacción. Pues bien, la estupefacción ante lo sobrenatural no se manifiesta como terror o temor, como alegría o amor, sino como horror. En el horror está incluido el terror —el echarse hacia atrás— y la fascinación que nos lleva a fundirnos con la presencia. El horror nos paraliza. Y no porque la Presencia sea en sí misma amenazante, sino por que su visión es insoportable y fascinante al mismo tiempo. Y esa presencia es horrible porque en ella todo se ha exteriorizado. Es un rostro al que afluyen todas las profundidades, una presencia que muestra el verso y el anverso del ser.
Baudelaire ha dedicado páginas inolvidables a la hermosura horrible, irregular. Esa hermosura no es de este mundo: lo sobrenatural la ha ungido y es una encarnación de lo Otro. La fascinación que nos infunde es la del vértigo. Mas antes de caer en ella, experimentamos una suerte de parálisis. No en balde el tema del petrificado aparece una y otra vez en mitos y leyendas. El horror nos «corta el resuello», nos «hiela la sangre», nos petrifica. La estupefacción ante la Presencia extraña es ante todo una suspensión del ánimo, es decir, un interrumpir la respiración, que es el fluir de la vida. El horror pone en entredicho la existencia. Una mano invisible nos tiene en vilo: nada somos y nada es lo que nos rodea. El universo se vuelve abismo y no hay nada frente a nosotros sino esa Presencia inmóvil, que no habla, ni se mueve, ni afirma esto o aquello, sino que sólo está presente. Y ese estar presente sin más engendra el horror.
El momento central del Bbagavad Gita es la epifanía de Krisna. El dios ha revestido la forma de cochero del carro de guerra de Arjuna. Antes de la batalla se entabla un diálogo entre Arjuna y Krisna. El héroe vacila. Pero no turba su ánimo la cobardía, sino la piedad: la victoria significa la matanza de gente de su misma sangre, ya que los jefes del ejército enemigo son sus primos, sus maestros y su medio hermano. La destrucción de la casta, dice Arjuna, produce «la de las leyes de la casta». Y con ellas, fundamentos del mundo, la del universo entero. Al principio Krisna combate estas razones con argumentos terrestres: el guerrero debe combatir porque la lucha es su «dharma». Retirarse del combate es traicionar a su destino y a lo que es él mismo: un luchador. Nada de esto convence a Arjuna: matar es un crimen. Y un crimen inexpiable, porque engendrará un karma sin fin. Krisna responde con razones igualmente poderosas: abstenerse no ha de impedir que la sangre corra, pero sí llevará a la derrota y a la muerte a los Pandu. La situación de Arjuna recuerda un poco a la de Antígona, sólo que el conflicto del Gita es más radical. Antígona se debate entre la ley sagrada y la de la ciudad: sepultar a un enemigo del Estado es un acto injusto; no enterrar a un hermano, impiedad. El acto que propone Krisna a Arjuna no está inspirado ni en la piedad ni en la justicia. Nada lo justifica. De ahí que, agotadas las razones, Krisna se manifieste. No es un azar que el dios se presente como una forma horrible, pues se trata de una verdadera Aparición, quiero decir, de una Presencia en la que se hacen aparentes —visibles, externas, palpables— todas las formas de la existencia y en primer término las ocultas y escondidas. Arjuna, petrificado, estupefacto, describe así su visión:

Looking upon thy mighty form of many mouths and eyesdy of many arms and thighs and feety of many bellies, and grim with many teeth, O mighty—armed one, the worlds and I quake.
For as I behold thee touching the heavens, glittering, many—hued, with yawning mouths, with wide eyes agleam, my inward soul trembles...

Visnú es la «casa del universo» y su apariencia es horrible porque se manifiesta como una presencia abigarrada, hecha de todas las formas: las de la vida tanto como las de la muerte. El horror es asombro ante una totalidad henchida e inaccesible. Ante esta Presencia, que comprende todas las presencias, bien y mal dejan de ser mundos opuestos y discernibles y nuestros actos pierden peso, se vuelven inescrutables. Las medidas son otras. Krisna resume la situación en una frase: Thou art my tool Arjuna no es sino una herramienta en las manos del dios. El hacha no sabe qué es lo que mueve la mano que la empuña. Hay actos que no pueden ser juzgados por la moral de los hombres: los actos sagrados.
En la escultura azteca lo sagrado también se expresa como lo repleto y demasiado lleno. Mas lo horrible no consiste en la mera acumulación de formas y símbolos, sino en ese mostrar en un mismo plano y en un mismo instante las dos vertientes de la existencia. Lo horrible muestra las entrañas del ser. Coatlicue está cubierta de espigas y calaveras, de flores y garras. Su ser es todos los seres. Lo de adentro está afuera. Son visibles al fin las entrañas de la vida. Pero esas entrañas son la muerte. La vida es la muerte. Y ésta, aquélla. Los órganos de la gestación son también los de la destrucción. Por la boca de Krisna fluye el río de la creación. Por ella se precipita hacia su ruina el universo. Todo está presente. Y este todo está presente equivale a un todo está vacío. En efecto, el horror no sólo se manifiesta como una presencia total, sino también como ausencia: el suelo se hunde, las formas se desmoronan, el universo se desangra. Todo se precipita hacia lo blanco. Hay una boca abierta, un hoyo. Baudelaire lo sintió como nadie:

Pascal avait son gouffre, avec lui se mouvant. —Helas! tout est abíme —action, désir, réve, Parole! et sur mon poil qui tout droit se releve Mainte fots de la Peur je sens passer le vent.
En haut, en bas, partouty la profondeur, la gréve, Le silence, Vespace affreux et captivant. .r Sur le fond de mes nuits Dieu de son doigt savant Dessine un cauchemar multiforme et sans tréve.
]yai peur du sommeil comme on a peur d'un grand trou, Tout plein de vague horreur, menant on ne sait oü; Je ne vois qu'infini par toutes les fenétres,
Et mon esprit, toujours du vertige hanté,
Jalouse du néant Vinsensibilité.
—Ah! ne jamáis sortir des Nombres et des Étres!

Asombro, estupefacción, alegría, la gama de sensaciones ante lo Otro es muy rica. Mas todas ellas tienen esto en común: el primer movimiento del ánimo es echarse hacia atrás. Lo Otro nos repele: abismo, serpiente, delicia, monstruo bello y atroz. Y a esta repulsión sucede el movimiento contrario: no podemos quitar los ojos de la presencia, nos inclinamos hacia el fondo del precipicio. Repulsión y fascinación. Y luego, el vértigo: caer, perderse, ser uno con lo Otro. Vaciarse. Ser nada: ser todo: ser. Fuerza de gravedad de la muerte, olvido de sí, abdicación y, simultáneamente, instantáneo darse cuenta de que esa presencia extraña es también nosotros. Esto que me repele, me atrae. Ese Otro es también yo. La fascinación sería inexplicable si el horror ante la «otredad» no estuviese, desde su raíz, teñido por la sospecha de nuestra final identidad con aquello que de tal manera nos parece extraño y ajeno. La inmovilidad es también caída; la caída, ascensión; la presencia, ausencia; el temor, profunda e invencible atracción. La experiencia de lo Otro culmina en la experiencia de la Unidad. Los dos movimientos contrarios se implican. En el echarse hacia atrás ya late el salto hacia adelante. El precipitarse en el Otro se presenta como un regreso a algo de que fuimos arrancados. Cesa la dualidad, estamos en la otra orilla. Hemos dado el salto mortal. Nos hemos reconciliado con nosotros mismos.
A veces, sin causa aparente —o como decimos en español: porque sí— vemos de verdad lo que nos rodea. Y esa visión es, a su manera, una suerte de teofanía o aparición, pues el mundo se nos revela en sus repliegues y abismos como Krisna ante Arjuna. Todos los días cruzamos la misma calle o el mismo jardín; todas las tardes nuestros ojos tropiezan con el mismo muro rojizo, hecho de ladrillo y tiempo urbano. De pronto, un día cualquiera, la calle da a otro mundo, el jardín acaba de nacer, el muro fatigado se cubre de signos. Nunca los habíamos visto y ahora nos asombra que sean así: tanto y tan abrumadoramente reales. Su misma compacta realidad nos hace dudar: ¿son así las cosas o son de otro modo? No, esto que vemos por primera vez ya lo habíamos visto antes. En algún lugar, en el que acaso nunca hemos estado, ya estaban el muro, la calle, el jardín. Y a la extrañeza sucede la añoranza. Nos parece recordar y quisiéramos volver allá, a ese lugar en donde las cosas son siempre así, bañadas por una luz antiquísima y, al mismo tiempo, acabada de nacer. Nosotros también somos de allá. Un soplo nos golpea la frente. Estamos encantados, suspensos en medio de la tarde inmóvil. Adivinamos que somos de otro mundo. Es la «vida anterior», que regresa.
Los estados de extrañeza y reconocimiento, de repulsión y fascinación, de separación y reunión con lo Otro, son también estados de soledad y comunión con nosotros mismos. Aquel que de veras está a solas consigo, aquel que se basta en su propia soledad, no está solo. La verdadera soledad consiste en estar separado de su ser, en ser dos. Todos estamos solos, porque todos somos dos. El extraño, el otro, es nuestro doble. Una y otra vez intentamos asirlo. Una y otra vez se nos escapa. No tiene rostro, ni nombre, pero está allí siempre, agazapado. Cada noche, por unas cuantas horas, vuelve a fundirse con nosotros. Cada mañana se separa. ¿Somos su hueco, la huella de su ausencia? ¿Es una imagen? Pero no es el espejo, sino el tiempo, el que lo multiplica. Y es inútil huir, aturdirse, enredarse en la maraña de las ocupaciones, los quehaceres, los placeres. El otro está siempre ausente. Ausente y presente. Hay un hueco, un hoyo a nuestros pies. El hombre anda desaforado, angustiado, buscando a ese otro que es él mismo. Y nada puede volverlo en sí, excepto el salto mortal: el amor, la imagen, la Aparición.
Ante la Aparición, porque se trata de una verdadera aparición, dudamos entre avanzar y retroceder. El carácter contradictorio de nuestras emociones nos paraliza. Ese cuerpo, esos ojos, esa voz nos hacen daño y al mismo tiempo nos hechizan. Nunca habíamos visto ese rostro y ya se confunde con nuestro pasado más remoto. Es la extrañeza total y la vuelta a algo que no admite más calificativo que el de entrañable. Tocar ese cuerpo es perderse en lo desconocido; pero, asimismo, es alcanzar tierra firme. Nada más ajeno y nada más nuestro. El amor nos suspende, nos arranca de nosotros mismos y nos arroja a lo extraño por excelencia: otro cuerpo, otros ojos, otro ser. Y sólo en ese cuerpo que no es el nuestro y en esa vida irremediablemente ajena, podemos ser nosotros mismos. Ya no hay otro, ya no hay dos. El instante de la enajenación más completa es el de la plena reconquista de nuestro ser. También aquí todo se hace presente y vemos el otro lado, el oscuro y escondido, de la existencia. De nuevo el ser abre sus entrañas.
Las semejanzas entre el amor y la experiencia de lo sagrado son algo más que coincidencias. Se trata de actos que brotan de la misma fuente. En distintos niveles de la existencia se da el salto y se pretende llegar a la otra orilla. La comunión, para citar un ejemplo muy socorrido, opera como un cambio en la naturaleza del creyente. El manjar sagrado nos trasmuta. Y ese ser «otros» no es sino en un recobrar nuestra naturaleza o condición original. «La mujer —decía Novalis— es el alimento corporal más elevado.» Gracias al canibalismo erótico el hombre cambia, esto es, regresa a su estado anterior. La idea del regreso —presente en todos los actos religiosos, en todos los mitos y aun en las utopías— es la fuerza de gravedad del amor. La mujer nos exalta, nos hace salir de nosotros y, simultáneamente, nos hace volver. Caer: volver a ser. Hambre de vida: hambre de muerte. Salto de la energía, disparo, expansión del ser: pereza, inercia cósmica, caer en el sinfín. Extrañeza ante lo Otro: vuelta a uno mismo. Experiencia de la unidad e identidad final del ser.
Los primeros en advertir el origen común de amor, religión y poesía fueron los poetas. El pensamiento moderno ha confiscado este descubrimiento para sus fines. Para el nihilismo contemporáneo poesía y religión no son sino formas de la sexualidad: la religión es una neurosis, la poesía una sublimación. No es necesario detenerse en estas explicaciones. Tampoco en las que pretenden explicar un fenómeno por otro —económico, social o psicológico— que a su vez necesita otra explicación. Todas esas hipótesis, como se ha dicho muchas veces, delatan el imperialismo de lo particular, característico de las concepciones del siglo pasado. La verdad es que en la experiencia de lo sobrenatural, como en la del amor y en la de la poesía, el hombre se siente arrancado o separado de sí. Y a esta primera sensación de ruptura sucede otra de total identificación con aquello que nos parecía ajeno y al cual nos hemos fundido de tal modo que ya es indistinguible e inseparable de nuestro propio ser. ¿Por qué no pensar, entonces, que todas estas experiencias tienen por centro común algo más antiguo que la sexualidad, la organización económica o social o cualquier otra «causa»?
Lo sagrado trasciende la sexualidad y las instituciones sociales en que cristaliza. Es erotismo, pero es algo que traspasa el impulso sexual; es un fenómeno social, pero es otra cosa. Lo sagrado se nos escapa. Al intentar asirlo, nos encontramos que tiene su origen en algo anterior y que se confunde con nuestro ser. Otro tanto ocurre con amor y poesía. Las tres experiencias son manifestaciones de algo que es la raíz misma del hombre. En las tres late la nostalgia de un estado anterior. Y ese estado de unidad primordial, del cual fuimos separados, del cual estamos siendo separados a cada momento, constituye nuestra condición original, a la que una y otra vez volvemos. Apenas sabemos qué es lo que nos llama desde el fondo de nuestro ser. Entrevemos su dialéctica y sabemos que los movimientos antagónicos en que se expresa —extrañeza y reconocimiento, elevación y caída, horror y devoción, repulsión y fascinación— tienden a resolverse en unidad. ¿Escapamos así a nuestra condición? ¿Regresamos de veras a lo que somos? Regreso a lo que fuimos y anticipación de lo que seremos. La nostalgia de la vida anterior es presentimiento de la vida futura. Pero una vida anterior y una vida futura que son aquí y ahora y que se resuelven en un instante relampagueante. Esa nostalgia y ese presentimiento son la substancia de todas las grandes empresas humanas, trátese de poemas o de mitos religiosos, de utopías sociales o de empresas heroicas. Y quizá el verdadero nombre del hombre, la cifra de su ser, sea el Deseo. Pues ¿qué es la temporalidad de Heidegger o la «otredad» de Machado, qué es ese continuo proyectarse del hombre hacia lo que no es él mismo sino Deseo? Si el hombre es un ser que no es, sino que se está siendo, un ser que nunca acaba de serse, ¿no es un ser de deseos tanto como un deseo de ser? En el encuentro amoroso, en la imagen poética y en la teofanía se conjugan sed y satisfacción: somos simultáneamente fruto y boca, en unidad indivisible. El hombre, dicen los modernos, es temporalidad. Mas esa temporalidad quiere aquietarse, saciarse, contemplarse a sí misma. Mana para satisfacerse. El hombre se imagina; y al imaginarse, se revela. ¿Qué es lo que nos revela la poesía?

La revelación poética

Religión y poesía tienden a realizar de una vez y —para siempre esa posibilidad de ser que somos y que constituye nuestra manera propia de ser; ambas son tentativas por abrazar esa «otredad» que Machado llamaba la «esencial heterogeneidad del ser». La experiencia poética, como la religiosa, es un salto mortal: un cambiar de naturaleza que es también un regresar a nuestra naturaleza original. Encubierto por la vida profana o prosaica, nuestro ser de pronto recuerda su perdida identidad; y entonces aparece, emerge, ese «otro» que somos. Poesía y religión son revelación. Pero la palabra poética se pasa de la autoridad divina. La imagen se sustenta en sí misma, sin que le sea necesario recurrir ni a la demostración racional ni a la instancia de un poder sobrenatural: es la revelación de sí mismo que el hombre se hace a sí mismo. La palabra religiosa, por el contrario, pretende revelarnos un misterio que es, por definición, ajeno a nosotros. Esta diversidad no deja de hacer más turbadoras las semejanzas entre religión y poesía. ¿Cómo, si parecen nacer de la misma fuente y obedecer a la misma dialéctica, se bifurcan hasta cristalizar en formas irreconciliables: por una parte, ritmos e imágenes; por la otra, teofanías y ritos? ¿La poesía es una suerte de excrescencia de la religión o una como oscura y borrosa prefiguración de lo sagrado? ¿La religión es poesía convenida en dogma? La descripción del capítulo anterior no nos da elementos suficientes para responder con certeza a estas preguntas.
Para Rodolfo Otto lo sagrado es una categoría a priori, compuesta de dos elementos: unos racionales y otros irracionales. Los elementos racionales están constituidos por las ideas «de absoluto, perfección, necesidad y entidad —y aun la del bien en cuanto valor objetivo y objetivamente obligatorio— que no proceden de ninguna percepción sensible... Estas ideas nos obligan a abandonar el terreno de la experiencia sensible y nos llevan a aquello que, independientemente de toda percepción, existe en la razón pura y constituye una disposición original del espíritu mismo»[28]. Confieso que no me parece tan evidente la existencia a priori de ideas como las de perfección, necesidad o bien. Tampoco veo cómo pueden constituir una disposición original de nuestra razón. Es verdad que podría afirmarse que semejantes ideas son algo así como aspiraciones constitutivas de la conciencia. Mas cada vez que cristalizan en un juicio ético, niegan otros juicios éticos que también pretenden encarnar, con el mismo rigor y absolutismo, esa aspiración al bien. Cada juicio ético niega a los otros y, en cierto modo, a esa idea a priori en que se fundan y en la que él mismo se sustenta. Pero no es necesario detenerse en esta cuestión, que rebasa los límites de este ensayo (para no hablar de los más estrechos aún de mi competencia). Pues aun si efectivamente esas ideas constituyen un dominio anterior a la percepción, o a las interpretaciones de la percepción, ¿cómo podemos saber si realmente son un elemento originario de la categoría de lo sagrado? Ni en la experiencia de lo sobrenatural se encuentra un trazo de su presencia, ni tampoco aparece su huella en muchas concepciones religiosas. La idea de perfección, concebida como un a priori racional, debería reflejarse automáticamente en la noción de divinidad. Los hechos parecen desmentir esta presunción. La religión azteca nos muestra un dios que cede y peca: Quetzalcóatl; la religión griega y otras creencias pueden darnos ejemplos parecidos. Asimismo, las ideas de bien y de necesidad exigen la noción complementaria de omnipotencia. La misma religión azteca nos ofrece una desconcertante interpretación del sacrificio: los dioses no son todopoderosos, puesto que necesitan de la sangre humana para asegurar el mantenimiento del orden cósmico. Los dioses mueven el mundo, pero la sangre mueve a los dioses. No es útil multiplicar los ejemplos, ya que el mismo Otto cuida de fijar un límite a su afirmación: «Los predicados racionales no agotan la esencia de lo divino..., son predicados esenciales más sintéticos. No se comprenderá exactamente lo que son si no se les considera como atributos de un objeto que en cierto modo les sirve de apoyo y que para ellos mismos es inaccesible»[29].
La experiencia de lo sagrado es una experiencia repulsiva. O más exactamente: revulsiva. Es un echar afuera lo interior y secreto, un mostrar las entrañas. Lo demoníaco, nos dicen todos los mitos, brota del centro de la tierra. Es una revelación de lo escondido. Al mismo tiempo, toda aparición implica una ruptura del tiempo o del espacio: la tierra se abre, el tiempo se escinde; por la herida o abertura vemos «el otro lado» del ser. El vértigo brota de este abrirse del mundo en dos y enseñarnos que la creación se sustenta en un abismo. Mas apenas el hombre intenta sistematizar su experiencia y hace del horror original un concepto, tiende a introducir una suerte de jerarquía en sus visiones. No es aventurado ver en esta operación el origen del dualismo y, por tanto, de los llamados elementos racionales. Ciertos componentes de la experiencia se convierten en atributos de la manifestación nocturna o siniestra del dios (el aspecto destructor de Shiva, la cólera de Jehová, la embriaguez de Quetzalcóatl, la vertiente norte de Tezcatlipoca, etc.). Otros elementos se transforman en expresiones de su forma luminosa, aspecto solar o salvador. En otras religiones el dualismo se hace más radical y el dios de dos caras o manifestaciones cede el sitio a divinidades autónomas, al príncipe de la luz y al de las tinieblas. En suma, a través de una purga o purificación los elementos atroces de la experiencia se desprenden de la figura del dios y preparan el advenimiento de la ética religiosa. Pero cualquiera que sea el valor moral de los preceptos religiosos, es indudable que no constituyen el fondo último de lo sagrado y que no proceden, tampoco, de una intuición ética pura. Son el resultado de una racionalización o purificación de la experiencia original, que se da en capas más profundas del ser.
Otto funda así la anterioridad y originalidad de los elementos irracionales: «Las ideas de numinoso y sus elementos correlativos son, como las racionales, ideas y sentimientos absolutamente puros, a los que se aplican con exactitud perfecta los signos que Kant señala como inherentes al concepto y al sentimiento puros». Esto es, ideas y sentimientos anteriores a la experiencia, aunque sólo se den en ella y sólo por ella podamos aprehenderlos. Al lado de la razón teórica y la razón práctica, Otto postula la existencia de un tercer dominio «que constituye algo más elevado o, si se quiere, más profundo». Este tercer dominio es lo divino, lo santo o lo sagrado y en él se apoyan todas las concepciones religiosas. Así pues, lo sagrado no es sino la expresión de una disposición divinizarte, innata en el hombre. Estamos, pues, en presencia de una suerte de «instinto religioso», que tiende a tener conciencia de sí y de sus objetos «gracias al desarrollo del oscuro contenido de esa idea a priori de la que el mismo ha surgido». El contenido de las representaciones de esa disposición es irracional, como el a priori mismo en que se asienta, porque no puede ser reducido a razones ni a conceptos: «La religión es una tierra incógnita para la razón». El objeto numinoso es lo radicalmente extraño a nosotros, precisamente por inasible para la razón humana. Cuando queremos expresarlo no tenemos más remedio que acudir a imágenes y paradojas. El Nirvana del budismo y la Nada del místico cristiano son nociones negativas y positivas al mismo tiempo, verdaderos «ideogramas numinosos de lo Otro». La antinomia, «que es la forma más aguda de la paradoja», constituye así el elemento natural de la teología mística, lo mismo para los cristianos que para los árabes, los hindúes y los budistas.
La concepción de Otto recuerda la sentencia de Novalis: «Cuando el corazón se siente a sí mismo y, desasido de todo objeto particular y real, deviene su propio objeto ideal, entonces nace la religión». La experiencia de lo sagrado no es tanto la revelación de un objeto exterior a nosotros —dios, demonio, presencia ajena— como un abrir nuestro corazón o nuestras entrañas para que brote ese «Otro» escondido. La revelación, en el sentido de un don o gracia que viene del exterior, se transforma en un abrirse del hombre a sí mismo. Lo menos que se puede decir de esta idea es que la noción de trascendencia —fundamento de la religión— sufre un grave quebranto. El hombre no está «suspendido de la mano de Dios», sino que Dios yace oculto en el corazón del hombre. El objeto numinoso es siempre interior y se da como la otra cara, la positiva, del vacío con que se inicia toda experiencia mística. ¿Cómo conciliar este emerger de Dios en el hombre con la idea de una Presencia absolutamente extraña a nosotros? ¿Cómo aceptar que vemos a Dios gracias a una disposición divinizarte sin al mismo tiempo minar su existencia misma, haciéndola depender de la subjetividad humana?
Por otra parte, ¿cómo distinguir la disposición religiosa o divinizarte de otras «disposiciones», entre las cuales se encuentra, precisamente, la de poetizar? Porque podemos alterar la frase de Novalis y decir, con el mismo derecho y sin escándalo para nadie: «Cuando el corazón se siente a sí mismo... entonces nace la poesía». El mismo Otto reconoce que «la noción de lo sublime se asocia estrechamente a la de numinoso» y que sucede lo mismo con el sentimiento poético y el musical. Sólo que, dice, la aparición del sentimiento de lo sublime es posterior a la de lo numinoso. Así, lo distintivo de lo sagrado sería su antigüedad.
La anterioridad de lo sagrado no puede ser de orden histórico. No sabemos, ni lo sabremos nunca, qué fue lo primero que sintió o pensó el hombre en el momento de aparecer sobre la tierra. La antigüedad que reclama Otto debe entenderse de otra manera: lo sagrado es el sentimiento original, del que se desprenden lo sublime y lo poético. Nada más difícil de probar. En toda experiencia de lo sagrado se da un elemento que no es temerario llamar «sublime», en el sentido kantiano de la palabra. Y a la inversa: en lo sublime hay siempre un temblor, un malestar, un pasmo y ahogo, que delatan la presencia de lo desconocido e inconmensurable, rasgos del horror divino. Otro tanto puede decirse del amor: la sexualidad se manifiesta en la experiencia de lo sagrado con terrible potencia; y éste en la vida erótica: todo amor es una revelación, un sacudimiento que hace temblar los cimientos del yo y nos lleva a proferir palabras que no son muy distintas de las que emplea el místico. En la creación poética pasa algo parecido: ausencia y presencia, silencio y palabra, vacío y plenitud son estados poéticos tanto como religiosos y amorosos. Y en todos ellos los elementos racionales se dan al mismo tiempo que los irracionales, sin que sea posible separarlos sino tras una purificación—*) interpretación posterior. Todo esto nos lleva a presumir que es imposible afirmar que lo sagrado constituye una categoría a priori, irreducible y original, de la que proceden las otras. Cada vez que intentamos asirla nos encontramos con que lo que parecía distinguirla está presente también en otras experiencias. El hombre es un ser que se asombra; al asombrarse, poetiza, ama, diviniza. En el amor hay asombro, poetización, divinización y fetichismo. El poetizar brota también del asombro y el poeta diviniza como el místico y ama como el enamorado. Ninguna de estas experiencias es pura; en todas ellas aparecen los mismos elementos, sin que pueda decirse que uno es anterior a los otros.
El sentido, y no la composición de los elementos que las forman, podría distinguir cada una de estas experiencias. La coloración especial que distingue las palabras del místico de las del poeta es el objeto a que están referidas. Un texto de San Juan adquiere tonalidad religiosa porque el objeto numinoso las baña en una luz particular. Así, lo realmente privativo de cada experiencia sería su objeto. Pero aquí la dificultad empieza a mostrarse como realmente insuperable. Nos movemos en un círculo. Pues los objetos externos sólo pueden «excitar o despertar la disposición divinizarte». No son ellos, sino esa elusiva disposición, la que los inscribe dentro de lo sagrado. Mas esa disposición no es pura, según se ha visto. En suma: nada nos permite aislar la categoría de lo sagrado de otras análogas, excepto su objeto o referencia; pero el objeto no se da fuera, sino dentro, en la experiencia misma. Todos los caminos de acceso se cierran. No queda más remedio que abandonar ideas y categorías a priori y asir lo sagrado en el momento de su nacimiento en el hombre.
El horror sagrado brota de la extrañeza radical. El asombro produce una suerte de disminución del yo. El hombre se siente pequeño, perdido en la inmensidad, apenas se ve solo. La sensación de pequeñez puede llegar a la afirmación de la miseria: el hombre no es sino «polvo y ceniza». Schleier—macher llama a este estado «sentimiento de dependencia». Una diferencia cualitativa separa esta «dependencia» de las otras. Nuestra dependencia de un superior o de una circunstancia cualquiera es relativa y cesa apenas desaparece su agente; nuestra dependencia de Dios es absoluta y permanente: nace con nuestro mismo nacimiento y no termina nunca, ni siquiera después de la muerte. Esta dependencia es algo «original y fundamental del espíritu, algo que no es definible sino por sí mismo». Lo sagrado se obtiene así por inferencia: del sentimiento de mí mismo, del sentirme dependiente de algo, brota la noción de la divinidad. Otto hace suya la idea del filósofo romántico, pero le reprocha su racionalismo. En efecto, para Schleier-macher lo sagrado o numinoso no constituye realmente una idea anterior a todas las ideas, sino que es una consecuencia de este sentirnos a nosotros mismos como dependencia de algo desconocido. Ese algo desconocido, siempre presente y nunca visible del todo, se llama Dios. Para evitar todo equívoco, Otto llama al sentimiento original «estado de criatura». El centro de gravedad cambia. Lo realmente característico reside en el hecho «de no ser más que criaturas». Con lo cual no quiere decir que nuestro sentimiento original arranca de la oscura conciencia de nuestra finitud y pequeñez, sino que nos sentimos criaturas porque nos encontramos ante la faz de un creador. La aprehensión inmediata del creador constituye así el elemento primero y distintivo del sentimiento original. A la inversa de Schleier-macher, para Otto el estado de criatura es una consecuencia de este súbito enfrentarse al creador. Nos sentimos poca cosa o nada porque estamos ante el todo. Somos criaturas y tenemos conciencia de nosotros mismos porque hemos vislumbrado al creador.
Es difícil aceptar esta interpretación. Todos los textos místicos y religiosos más bien parecen afirmar lo contrario: los estados negativos preceden a los positivos, el estado de criatura es anterior a la noción o visión de un creador. Al nacer, el niño no se siente hijo, ni tiene noción alguna de paternidad o de maternidad. Se siente desarraigado, echado en un mundo extraño y nada más. Estrictamente hablando, el sentimiento de orfandad es anterior a la noción de maternidad o de paternidad. Así, Otto no hace sino reproducir —sólo que en sentido inverso— la operación que critica a Schleier-macher. El primero hace surgir la idea de Dios del sentimiento de dependencia; el segundo, hace de lo numinoso la fuente del estado de criatura. En ambos casos se trata de una interpretación de una situación dada. ¿Y cuál es esa situación? Aquí Otto da en el blanco justo. Porque precisamente se trata de la situación original y determinante del hombre: el haber nacido. El hombre ha sido arrojado, echado al mundo. Y a lo largo de nuestra existencia se repite la situación del recién nacido: cada minuto nos echa al mundo; cada minuto nos engendra desnudos y sin amparo; lo desconocido y ajeno nos rodea por todas partes. Despojado de su interpretación teológica, el estado de criatura de Otto no es sino lo que llama Heidegger «el abrupto sentimiento de estar (o encontrarse) ahí». Y como dice Waelhens en su comentario a El ser y el tiempo: «El sentimiento de la situación original expresa afectivamente nuestra condición fundamental»[30]. La categoría de lo sagrado no es una revelación afectiva de esa condición fundamental —el ser criaturas, el haber nacido y el nacernos a cada instante— sino que es una interpretación de esa condición. El hecho radical de «estar ahí», de encontrarnos siempre lanzados a lo extraño, finitos e indefensos, se convierte en un haber sido creados por una voluntad todopoderosa a cuyo seno hemos de volver.
De acuerdo con el análisis de Heidegger, la angustia y el miedo son las dos vías, enemigas y paralelas, que nos abren y cierran, respectivamente, el acceso a nuestra condición original. Gracias a la experiencia de lo sagrado —que parte del vértigo ante su propia oquedad— el hombre logra asirse como lo que es: contingencia y finitud. Mas esta revelación fulgurante queda encubierta un segundo después por la interpretación de nuestra condición conforme a elementos exteriores a ella misma: un creador, una divinidad. En efecto, «muchos autores han discernido muy bien la nada que se descubre en la angustia. Pero inmediatamente han desviado el sentido de esta revelación, denunciando la nadería del pecador ante Dios. Por gracia de la Redención y del perdón que otorga a nuestras faltas, parece que nuestra miseria se borra; y la recobrada perspectiva de una salvación eterna restaura el valor de nuestra existencia y nos permite superar la nada un instante entrevista. Una vez más se disfraza la verdadera significación de la angustia, según ocurre en San Agustín, Lutero y el mismo Kierkegaard»[31]. Nosotros podemos añadir otros nombres: Miguel de Unamuno, y sobre todo, Quevedo (en sus poemas Lágrimas de un penitente y Heróclito cristiano, hasta ahora ignorados por nuestra crítica). Puede concluirse que la experiencia de lo sagrado es una revelación de nuestra condición original, pero que asimismo es una interpretación que tiende a ocultarnos el sentido de esa revelación. Reacción ante el hecho fundamental que nos define como hombres: el ser mortales y el saberlo y sentirlo, la religión es una respuesta a esa condena a vivir su mortalidad que es todo hombre. Pero es una respuesta que nos encubre eso mismo que, en su primer movimiento, nos revela.
Y esto se ve con mayor claridad apenas se examinan las nociones de pecado y expiación.
Por oposición a nuestra miseria original, lo divino concentra en su forma numinosa la plenitud del ser. Lo numinoso es «lo augusto», noción que trasciende las ideas de bien y moralidad. «Lo augusto mueve al respeto», exige la veneración, reclama la obediencia. «Independientemente de toda sistematización moral, la religión es obligación íntima que se impone a la conciencia y que liga...[32]» Las nociones de pecado, propiciación y expiación brotan de este sentimiento de obediencia que inspira lo augusto a la criatura. Es inútil buscar en la idea de pecado un eco de una falta concreta o cualquier otra resonancia ética. Del mismo modo que sentimos la orfandad antes de tener conciencia de nuestra filiación, el pecado es anterior a nuestras faltas y crímenes. Anterior a la moral. «En el terreno propiamente moral no aparecen ni la necesidad de redención, ni las ideas de propiciación y expiación.» Estas ideas, concluye Otto, «son auténticas y necesarias en el terreno de la mística, pero apócrifas en el de la ética». La necesidad de expiar, como la no menos imperiosa de ser redimidos, brotan de una falta, no en el sentido moral de la palabra, sino en su acepción literal Estamos en falta, porque en efecto algo nos falta: somos poco o nada frente al ser que es todo. Nuestra falta no es moral: es insuficiencia original. El pecado es poco ser.
Para ser, el hombre debe propiciar a la divinidad, esto es, apropiarse de ella, mediante la consagración, el hombre accede a lo sagrado, al pleno ser. Tal es el sentido de los sacramentos, en especial el de la comunión. Y éste es también el objeto último del sacrificio: una propiciación que culmina en una consagración. Pero no basta el sacrificio de otros. El hombre es «indigno de acercarse a lo sagrado», en virtud de su falta original. La redención —el Dios que a través del sacrificio nos devuelve la posibilidad de ser— y la expiación —el sacrificio que nos purifica— nacen de este sentimiento de indignidad original. La religión afirma así que culpabilidad y mortalidad son términos equivalentes. Somos culpables porque somos mortales. Ahora bien, la culpa exige la expiación; la muerte, la eternidad. Culpa y expiación, muerte y vida eterna forman parejas que se completan, en especial para las religiones cristianas. Las orientales, al menos en sus formas más altas, no nos prometen esa salvación con todo y zapatos que tanto conmovía a Unamuno y que constituye uno de los aspectos más inquietantes y enfermizos de su carácter.
En sentido estricto nada permite inferir que «falta» y «poco ser» sean lo mismo que pecado original: el análisis del «ser deudor no prueba nada ni en pro ni en contra de la posibilidad de pecado»[33]. La teología católica difiere en esto de la protestante. Para San Agustín la naturaleza humana —y, en general, el mundo natural— no es malo en sí, de modo que no identifica el «poco ser» del hombre con la culpa. Frente a Dios, que es el ser perfecto, todos los seres —sin excluir a los ángeles a los hombres— son defectuosos. Su «defecto» reside precisamente en no ser Dios, esto es, en ser contingentes. La contingencia se da en los ángeles y en los hombres como libertad: el moverse, el poder ascender hacia el Ser o caer hasta la Nada, implica libertad. La contingencia, por una parte, engendra la libertad; por la otra, la libertad es una posibilidad de redimir o atenuar esa contingencia o «defecto» original. Así, el hombre es perpetua posibilidad de caída o salvación. San Agustín concibe el hombre como posibilidad, idea que el teatro español desarrolla con el brillo que sabemos y que me parece válida aun si no se acepta el punto de vista católico. Así, el pecado original no es el equivalente del «poco ser» sino de una falta concreta: el preferirse el hombre a sí mismo y dar la espalda a Dios. Pero vivimos en un mundo caído, en el cual el hombre por sí solo no puede escoger. La gracia —incluso cuando se manifiesta, según sostuvo sor Juana en una célebre carta, como «favor negativo»— es indispensable para la salvación. La libertad del hombre, por tanto, queda supeditada a la gracia; su «poco ser» es realmente poco, escaso, insuficiente. Con esto no se quiere decir que la gracia sustituye a la libertad, sino que la restablece: «Con la gracia no tenemos nuestro libre arbitrio más el poder de la gracia, sino que nuestro libre arbitrio, por la gracia, recobra su poder y su libertad»[34]. El pensamiento católico es más rico, libre y coherente que el protestante pero, a mi juicio, no logra deshacer del todo esta conexión causal que se establece entre el «poco ser» del hombre y el pecado: ¿cómo la libertad, antes de la caída, pudo escoger el mal?; ¿qué libertad es ésta que se niega a sí misma y no elige el ser sino la nada?
Al enfrentar el «poco ser» del hombre con el pleno ser de Dios, la religión postula una vida eterna. Nos redime así de la muerte, pero hace de la vida terrestre una larga pena y una expiación de la falta original. Al matar a la muerte, la religión desvive a la vida. La eternidad deshabita al instante. Porque vida y muerte son inseparables. La muerte está presente en la vida: vivimos muriendo. Y cada minuto que morimos, lo vivimos. Al quitarnos el morir, la religión nos quita la vida. En nombre de la vida eterna, la religión afirma la muerte de esta vida.
Como la religión, la poesía parte de la situación humana original —el estar ahí, el sabernos arrojados en ese ahí que es el mundo hostil o indiferente— y del hecho que la hace precaria entre todos: su temporalidad, su finitud. Por una vía que, a su manera, es también negativa, el poeta llega al borde del lenguaje. Y ese borde se llama silencio, página en blanco. Un silencio que es como un lago, una superficie lisa y compacta. Dentro, sumergidas, aguardan las palabras. Y hay que descender, ir al fondo, callar, esperar. La esterilidad precede a la inspiración, como el vacío a la plenitud. La palabra poética brota tras eras de sequía. Más cualquiera que sea su contenido expreso, su concreta significación, la palabra poética afirma la vida de esta vida. Quiero decir: el acto poético, el poetizar, el decir del poeta —independientemente del contenido particular de ese decir— es un acto que no constituye, originalmente al menos, una interpretación, sino una revelación de nuestra condición. Hable de esto o de aquello, de Aquiles o de la rosa, del morir o del nacer, del rayo o de la ola, del pecado o de la inocencia, la palabra poética es ritmo, temporalidad manándose y reengendrándose sin cesar. Y siendo ritmo es imagen que abraza los contrarios, vida y muerte en un solo decir. Como si el existir mismo, como la vida que aun en sus momentos de mayor exaltación lleva en sí la imagen de la muerte, el decir poético, chorro de tiempo, es afirmación simultánea de la muerte y la vida.
La poesía no es un juicio ni una interpretación de la existencia humana. El surtidor del ritmo—imagen expresa simplemente lo que somos; es una revelación de nuestra condición original, cualquiera que sea el sentido inmediato y concreto de las palabras del poema. Sin perjuicio de volver sobre este problema, vale la pena repetir que unos son los significados del poema y otro el sentido de poetizar: aquí nos ocupa la significación del acto poético —el crear poemas del poeta y el recrearlos del lector— y no lo que dice este o aquel poema. Ahora bien, ¿cómo el poetizar no puede ser un juicio sobre nuestra falta o defecto original, si se ha convenido precisamente en que la poesía es una revelación de nuestra condición fundamental? Esta condición es esencialmente defectuosa, pues consiste en la contingencia y la finitud. Nos asombramos ante el mundo, porque se nos presenta como lo extraño, lo «inhospitalario»; la indiferencia del mundo ante nosotros proviene de que en su totalidad no tiene más sentido que el que le otorga nuestra posibilidad de ser; y esta posibilidad es la muerte, pues «tan pronto como un hombre entra en la vida es ya bastante viejo para morir»[35]. Desde el nacer, nuestro vivir es un permanente estar en lo extraño e inhospitalario, un radical malestar. Estamos mal porque nos proyectamos en la nada, en el no ser. Nuestra falta o deuda es original: no procede de un hecho posterior a nuestro nacimiento y constituye nuestra manera propia de ser: la falta es nuestra condición original porque originariamente somos carencia de ser. Y aquí Heidegger parece coincidir con Otto: «No ser más que criaturas» equivale a decir que nuestro ser se reduce a un «actual, permanente poder no ser, o morir»[36]. Cierto, se prescinde de la noción de Dios y se deja así la falta sin referencia y la deuda sin redención. Pero se afirma que, desde el nacer, estamos en deuda o falta. Deuda impagable, mancha imborrable. Calderón y el budismo tienen razón: nuestro mayor delito es nacer, ya que todo nacer contiene en sí al morir. El análisis de Heidegger, que nos había servido para desvelar la función de la interpretación religiosa, al fin de cuentas parece desmentirnos. Si el poetizar realmente descubre nuestra condición original y permanente, afirma la falta.
No deja de ser revelador que a lo largo de El ser y el tiempo —y más acusadamente en otros trabajos, en especial en ¿Qué es metafísica?— el mismo Heidegger se esfuerce por mostrar que este «no ser», esta negatividad en que culmina nuestro ser, no constituye una deficiencia. El hombre no es un ser incompleto o al que le falta algo. Pues ya se ha visto que ese algo que podría faltarle sería la muerte. Ahora bien, la muerte no está fuera del hombre, no es un hecho extraño que le venga del exterior. Si se considera la muerte como un hecho que no forma parte de nosotros mismos, la actitud estoica es la única posible: mientras estamos vivos, la muerte no existe para nosotros; apenas entra en nosotros, nosotros dejamos de existir: ¿por qué temerla entonces y hacerla el centro de nuestro pensar? Pero la muerte es inseparable de nosotros. No está fuera: es nosotros. Vivir es morir. Y precisamente porque la muerte no es algo exterior, sino que está incluida en la vida, de modo que todo vivir es asimismo morir, no es algo negativo. La muerte no es una falta de la vida humana; al contrario, la completa. Vivir es ir hacia adelante, avanzar hacia lo extraño y este avanzar es ir al encuentro de nosotros mismos. Por tanto, vivir es dar la cara a la muerte. Nada más afirmativo que este dar la cara, este continuo salir de nosotros mismos al encuentro de lo extraño. La muerte es el vacío, el espacio abierto, que permite el paso hacia adelante. El vivir consiste en haber sido arrojados al morir, mas ese morir sólo se cumple en y por el vivir. Si el nacer implica morir, también el morir entraña nacer; si el nacer está bañado de negatividad, el morir adquiere una tonalidad positiva porque el nacer lo determina. Se dice que estamos rodeados de muerte; ¿no puede decirse, asimismo, que estamos rodeados de vida?
Vida y muerte, ser o nada, no constituyen substancias o cosas separadas. Negación y afirmación, falta y plenitud, coexisten en nosotros* Son nosotros. El ser implica el no ser; y a la inversa. Esto es, sin duda, lo que ha querido decir Heidegger al afirmar que el ser emerge o brota de la experiencia de la nada. En efecto, apenas el hombre se contempla, advierte que está sumergido en una totalidad de cosas y objetos sin significación; y él mismo se ve como un objeto más, todos cayendo sobre sí mismos, todos a la deriva. La ausencia de significación procede de que el hombre, siendo el que da sentido a las cosas y al mundo, de pronto se da cuenta de que no tiene otro sentido que morir. La experiencia de la caída en el caos es indecible: nada podemos decir sobre nosotros, nada sobre el mundo, porque nada somos. Mas si nombramos la nada —como efectivamente lo hacemos— ésta se iluminará con la luz del ser. Pues del mismo modo: vivir frente a la muerte, es insertarla en la vida. Porque el ser es la condición previa de la nada, porque la muerte nace de la vida, podemos nombrarla y así reintegrarlas. Podemos acercarnos a la nada por el ser. Y al ser, por la nada. Somos el «fundamento de una negatividad», pero también la trascendencia de esa negatividad. Lo negativo y lo positivo se entrecruzan y forman un solo núcleo indisoluble. La frase «porque somos posibilidad de ser, somos posibilidad de no ser» puede invertirse sin perder su verdad.
La angustia no es la única vía que conduce al encuentro de nosotros mismos. Baudelaire se ha referido a las revelaciones del aburrimiento: el universo fluye, a la deriva, como un mar gris y sucio, mientras la conciencia varada no refleja sino el golpe monótono del oleaje. «No pasa nada», dice el aburrido y, en efecto, la nada es lo único que brilla sobre el mar muerto de la conciencia. La soledad en compañía —situación muy frecuente en el mundo contemporáneo— puede ser también propicia a esta clase de revelaciones. Al principio, el hombre se siente separado de la multitud. Mientras la ve gesticular y despeñarse en acciones insensatas y maquinales, él se refugia en su conciencia. Pero la conciencia se abre y le muestra un abismo. También él se despeña, también él va a la deriva, hacia la muerte. Sin embargo, en todos estos estados hay una suerte de marea rítmica: la revelación de la nadería del hombre se transforma en la de su ser. Morir, vivir: viviendo morimos, morimos viviendo. {
La experiencia amorosa nos da de una manera fulgurante la posibilidad de entrever, así sea por un instante, la indisoluble unidad de los contrarios. Esa unidad es el ser. Heidegger mismo ha señalado que la alegría ante la presencia del ser amado es una de las vías de acceso a la revelación de nosotros mismos. Aunque nunca ha desarrollado su afirmación, es notable que el filósofo alemán confirme lo que todos sabemos con saber oscuro y previo: el amor, la alegría del amor, es una revelación del ser. Como todo movimiento del hombre, el amor es un «ir al encuentro». En la espera todo nuestro ser se inclina hacia adelante. Es un anhelar, un tenderse hacia algo que aún no está presente y que es una posibilidad que puede no producirse: la aparición de la mujer. La espera nos tiene en vilo, es decir, suspendidos, fuera de nosotros. Hace un minuto estábamos instalados en nuestro mundo y nos movíamos con tal naturalidad y facilidad entre cosas y seres que no advertíamos su distancia. Ahora, a medida que crecen la impaciencia y el anhelar, el paisaje se aleja, el muro y las cosas de enfrente se retiran y repliegan sobre sí mismas, el reloj marcha más despacio. Todo se ha puesto a vivir una vida aparte, impenetrable. El mundo se hace ajeno. Ya estamos solos. La espera misma se vuelve desesperación, porque la esperanza de la presencia se ha trocado en certidumbre de soledad. No vendrá. No habrá nadie. No hay nadie. Yo mismo no soy nadie. La nada se abre a nuestros pies. Y en ese instante sobreviene lo inesperado, lo que ya no esperábamos. El goce ante la irrupción de la presencia amada se expresa como una suspensión del ánimo: nos falta suelo, nos faltan palabras, la alegría nos corta la respiración. Todo se queda inmóvil, a mitad del salto en el vacío. El mundo impenetrable, ininteligible e innombrable, cayendo pesadamente sobre sí mismo, de pronto se levanta, se yergue, vuela al encuentro de la presencia. Está imantado por unos ojos, suspendido en un misterioso equilibrio. Todo había perdido sentido y nosotros estábamos al borde del precipicio de la existencia bruta. Ahora todo se ilumina y cobra significación. La presencia rescata al sen O mejor dicho, lo arranca del caos en que se hundía, lo recrea. Nace el ser de la nada. Pero basta con que no me mires para que todo caiga de nuevo y yo mismo me hunda en el caos. Tensión, marcha sobre el abismo, marcha sobre el filo de una espada. Tú estás aquí, frente a mí, cifra del mundo, cifra de mí mismo, cifra del ser.
Como un agua profunda brotando, como el mar cubriendo la playa, las presencias vuelven a la superficie. Todo se puede ver, tocar, palpar. Ser y apariencia son uno y lo mismo. Nada está escondido, todo está presente, radiante, henchido de sí mismo. Marea del ser. Y llevado por la ola de ser, me acerco, toco tus pechos, rozo tu piel, me adentro por tus ojos. El mundo desaparece. Ya no hay nada ni nadie: las cosas y sus nombres y sus números y sus signos caen a nuestros pies. Ya estamos desnudos de palabras. Hemos olvidado nuestros nombres y nuestros pronombres se confunden y enlazan: yo es tú, tú es yo. Ascendemos, disparados hacia arriba. Caemos, asidos a nosotros mismos, mientras fluyen y se pierden los nombres y las formas. Río abajo, río arriba, tu rostro huye. La presencia pierde pie, anegada en sí misma. Pierde cuerpo el cuerpo. El ser se precipita en la nada. El ser es la nada. La nada es el ser. Abro los ojos: un cuerpo ajeno. El ser ha vuelto a ocultarse y me rodean las apariencias. En ese instante puede brotar la pregunta, el sadismo, la tortura por saber qué hay detrás de esa presencia irremediablemente ajena. Esa pregunta encierra toda la desesperación amorosa. Porque detrás de esa presencia no hay nada. Y, al mismo tiempo, de la nada de esa presencia, el ser se levanta.
El amor desemboca en la muerte, pero de esa muerte salimos al nacer. Es un morir y un nacer. «La mujer —dice Machado— es el anverso del ser.» Pura presencia, en ella aflora y se hace presente el ser. Y en ella se hunde y oculta. Así, el amor es simultánea revelación del ser y de la nada. No es una revelación pasiva, algo que se hace y deshace ante nuestros ojos, como una representación teatral, sino algo en lo que nosotros participamos, algo que nosotros nos hacemos: el amor es creación del ser. Y ese ser es el nuestro. Nosotros mismos nos aniquilamos al crearnos y nos creamos al aniquilarnos.
Nuestra actitud ante el mundo natural posee una dialéctica análoga. Frente al mar o ante una montaña, perdidos entre los árboles de un bosque o a la entrada de un valle que se tiende a nuestros pies, nuestra primera sensación es la de extrañeza o separación. Nos sentimos distintos. El mundo natural se presenta como algo ajeno, dueño de una existencia propia. Este alejamiento se transforma pronto en hostilidad. Cada rama del árbol habla un lenguaje que no entendemos; en cada espesura nos espía un par de ojos; criaturas desconocidas nos amenazan o se burlan de nosotros. También puede ocurrir lo contrario: la naturaleza se repliega sobre sí misma y el mar se enrolla y se desenrolla frente a nosotros, indiferente; las rocas se vuelven aún más compactas e impenetrables; el desierto más vacío e insondable. No somos nada frente a tanta existencia cerrada sobre sí misma. Y de este sentirnos nada pasamos, si la contemplación se prolonga y el pánico no nos embarga, al estado opuesto: el ritmo del mar se acompasa al de nuestra sangre; el silencio de las piedras es nuestro propio silencio; andar entre las arenas es caminar por la extensión de nuestra conciencia, ilimitada como ellas; los ruidos del bosque nos aluden. Todos formamos parte de todo. El ser emerge de la nada. Un mismo ritmo nos mueve, un mismo silencio nos rodea. Los objetos mismos se animan y como dice hermosamente el poeta japonés Buson:
Ante los crisantemos blancos las tijeras vacilan un instante.
Ese instante revela la unidad del ser. Todo está quieto y todo en movimiento. La muerte no es algo aparte: es, de manera indecible, la vida. La revelación de nuestra nadería nos lleva a la creación del ser. Lanzado a la nada, el hombre se crea frente a ella.
La experiencia poética es una revelación de nuestra condición original. Y esa revelación se resuelve siempre en una creación: la de nosotros mismos. La revelación no descubre algo externo, que estaba ahí, ajeno, sino que el acto de descubrir entraña la creación de lo que va a ser descubierto: nuestro propio ser. Y en este sentido sí puede decirse, sin temor a incurrir en contradicción, que el poeta crea al ser. Porque el ser no es algo dado, sobre lo cual se apoya nuestro existir, sino algo que se hace. En nada puede apoyarse el ser, porque la nada es su fundamento. Así, no le queda más recurso que asirse a sí mismo, crearse a cada instante. Nuestro ser consiste sólo en una posibilidad de ser. Al ser no le queda sino serse. Su falta original —ser fundamento de una negatividad— lo obliga a crearse su abundancia o plenitud. El hombre es carencia de ser, pero también conquista del ser. El hombre está lanzado a nombrar y crear el ser. Ésa es su condición: poder ser. Y en esto consiste el poder de su condición. En suma, nuestra condición original no es sólo carencia ni tampoco abundancia, sino posibilidad. La libertad del hombre se funda y radica en no ser más que posibilidad. Realizar esa posibilidad es ser, crearse a sí mismo. El poeta revela al hombre creándolo. Entre nacer y morir hay nuestro existir, a lo largo del cual entrevemos que nuestra condición original, si es un desamparo y un abandono, también es la posibilidad de una conquista: la de nuestro propio ser. Todos los hombres, por gracia de nuestro nacimiento, podemos acceder a esa visión y trascender así nuestra condición. Porque nuestra condición exige ser trascendida y sólo vivimos trascendiéndonos. El acto poético muestra que ser mortales no es sino una de las caras de nuestra condición. La otra es: ser vivientes. El nacer contiene al morir. Pero al nacer cesa de ser sinónimo de carencia y condena apenas dejamos de percibir como contrarios la muerte y la vida. Tal es el sentido último de todo poetizar.
Entre nacer y morir la poesía nos abre una posibilidad, que no es la vida eterna de las religiones ni la muerte eterna de las filosofías, sino un vivir que implica y contiene al morir, un ser esto que es también un ser aquello. La antinomia poética, la imagen, no nos encubre nuestra condición: la descubre y nos invita a realizarla plenamente. La posibilidad de ser se da a todos los hombres. La creación poética es una de las formas de esa posibilidad. La poesía afirma que la vida humana no se reduce al «prepararse a morir» de Montaigne, ni el hombre al «ser para la muerte» del análisis existencial. La existencia humana encierra una posibilidad de trascender nuestra condición: vida y muerte, reconciliación de los contrarios. Nietzsche decía que los griegos inventaron la tragedia por un exceso de salud. Y así es: sólo un pueblo que vive con total exaltación la vida puede ser trágico, porque vivir plenamente quiere decir vivir también la muerte. Ese estado del que habla Bretón en el que «la vida y la muerte, lo real y lo imaginario, lo pasado y lo futuro, lo comunicable y lo incomunicable, lo alto y lo bajo cesan de ser percibidos contradictoriamente» no se llama vida eterna, ni está allá, fuera del tiempo. Es tiempo y está aquí. Es el hombre lanzado a ser todos los contrarios que lo constituyen. Y puede llegar a ser todos ellos porque al nacer ya los lleva en sí, ya es ellos. Al ser él mismo, es otro. Otros. Manifestarlos, realizarlos, es la tarea del hombre y del poeta. La poesía no nos da la vida eterna, sino que nos hace vislumbrar aquello que llamaba Nietzsche «la vivacidad incomparable de la vida». La experiencia poética es un abrir las fuentes del ser. Un instante y jamás. Un instante y para siempre. Instante en el que somos lo que fuimos y seremos. Nacer y morir: un instante. En ese instante somos vida y muerte, esto y aquello.
La palabra poética y la religiosa se confunden a lo largo de la historia. Pero la revelación religiosa no constituye —al menos en la medida en que es palabra— el acto original sino su interpretación. En cambio, la poesía es revelación de nuestra condición y, por eso mismo, creación del hombre por la imagen. La revelación es creación. El lenguaje poético revela la condición paradójica del hombre, su «otredad», y así lo lleva a realizar lo que es. No son las sagradas escrituras de las religiones las que fundan al hombre, pues se apoyan en la palabra poética. El acto mediante el cual el hombre se funda y revela a sí mismo es la poesía. En suma, la experiencia religiosa y la poética tienen un origen común; sus expresiones históricas —poemas, mitos, oraciones, exorcismos, himnos, representaciones teatrales, ritos, etc. — son a veces indistinguibles; las dos, en fin, son experiencias de nuestra «otredad» constitutiva. Pero la religión interpreta, canaliza y sistematiza dentro de una teología la inspiración, al mismo tiempo que las iglesias confiscan sus productos. La poesía nos abre la posibilidad de ser que entraña todo nacer; recrea al hombre y lo hace asumir su condición verdadera, que no es la disyuntiva: vida o muerte, sino una totalidad: vida y muerte en un solo instante de incandescencia.

La inspiración

La revelación de nuestra condición es, asimismo, creación de nosotros mismos. Según se ha visto, esa revelación puede darse en muchas formas e incluso no recibir formulación verbal alguna. Pero aun entonces implica una creación de aquello mismo que revela: el hombre. Nuestra condición original es, por esencia, algo que siempre está haciéndose a sí mismo. Ahora bien, cuando la revelación asume la forma particular de la experiencia poética, el acto es inseparable de su expresión. La poesía no se siente: se dice. Quiero decir: no es una experiencia que luego traducen las palabras, sino que las palabras mismas constituyen el núcleo de la experiencia. La experiencia se da como un nombrar aquello que, hasta no ser nombrado, carece propiamente de existencia. Así pues, el análisis de la experiencia incluye el de su expresión. Ambas son uno y lo mismo. En el capítulo precedente se intentó desentrañar y aislar el sentido de la revelación poética. Ahora es necesario ver cómo se da efectivamente. O sea: ¿cómo se componen los poemas?
La primera dificultad a que se enfrenta nuestra pregunta reside en la ambigüedad de los testimonios que poseemos sobre la creación poética. Si se ha de creer a los poetas, en el momento de la expresión hay siempre una colaboración fatal y no esperada. Esta colaboración puede darse con nuestra voluntad o sin ella, pero asume siempre la forma de una intrusión. La voz del poeta es y no es suya. ¿Cómo se llama, quién es ese que interrumpe mi discurso y me hace decir cosas que yo no pretendía decir? Algunos lo llaman demonio, musa, espíritu, genio; otros lo nombran trabajo, azar, inconsciente, razón. Unos afirman que la poesía viene del exterior; otros, que el poeta se basta a sí mismo. Mas unos y otros se ven obligados a admitir excepciones. Y estas excepciones son de tal modo frecuentes que sólo por pereza puede llamárselas así. Para comprobarlo, imaginemos a dos poetas como tipos ideales de estas contrarias concepciones sobre la creación.
Inclinado sobre su escritorio, los ojos fijos y vacíos, el poeta—que—no—cree—en—la—inspiración ha terminado ya su primera estrofa, de acuerdo con el plan previamente trazado. Nada ha sido dejado al azar. Cada rima y cada imagen poseen la necesidad rigurosa de un axioma, tanto como la gratuidad y ligereza de un juego geométrico. Pero falla una palabra para rematar el endecasílabo final. El poeta consulta el diccionario en busca de la rima rebelde. No la encuentra. Fuma, se levanta, se sienta, vuelve a levantarse. Nada: vacío, esterilidad. Y de pronto, aparece la rima. No la esperada, sino otra —siempre otra— que completa la estrofa de una manera imprevista y acaso contraria al proyecto original. ¿Cómo explicar esta extraña colaboración? No basta decir: el poeta tuvo una ocurrencia, que lo exaltó y puso fuera de sí un instante. Nada viene de nada. Esa palabra ¿en dónde estaba? Y sobre todo, ¿cómo se nos ocurren las «ocurrencias» poéticas?
Algo semejante sucede en el caso contrario. Abandonado «al fluir inagotable del murmullo», cerrados los ojos al mundo exterior, el poeta escribe sin parar. Al principio, las frases se adelantan o atrasan, pero poco a poco el ritmo de la mano que escribe se acuerda al del pensamiento que dicta. Ya se ha logrado la fusión, ya no hay distancia entre pensar y decir. El poeta ha perdido conciencia del acto que realiza: no sabe si escribe o no, ni qué es lo que escribe. Todo fluye con felicidad hasta que sobreviene la interrupción: hay una palabra —o el reverso de una palabra: un silencio— que cierra el paso. El poeta intenta una y otra vez sortear el obstáculo, rodearlo, esquivarlo de alguna manera y proseguir. Es inútil: los caminos desembocan siempre en el mismo muro. La fuente ha dejado de manar. El poeta relee lo que acaba de escribir y comprueba, no sin asombro, que ese texto enmarañado es dueño de una coherencia secreta. El poema posee una innegable unidad de tono, ritmo y temperatura. Es un todo. O los fragmentos, vivos aún, todavía resplandecientes, de un todo. Mas la unidad del poema no es de orden físico o material; tono, temperatura, ritmo e imágenes poseen unidad porque el poema es una obra. Y la obra, toda obra, es el fruto de una voluntad que transforma y somete la materia bruta a sus designios. En ese texto en cuya redacción apenas ha participado la conciencia crítica, hay palabras que se repiten, imágenes que dan nacimiento a otras conforme a ciertas tendencias, frases que parecen alargar los brazos en busca de una palabra inasible. El poema fluye, marcha. Y este fluir es lo que le otorga unidad. Ahora bien, fluir no sólo significa transcurrir sino ir hacia algo; la tensión que habita las palabras y las lanza hacia delante es un ir al encuentro de algo. Las palabras buscan una palabra que dará sentido a su marcha, fijeza a su movilidad. El poema se ilumina por y ante esa palabra última. Es un apuntar hacia esa palabra no dicha y acaso indecible. En suma, la unidad del poema se da, como la de todas las obras, por su dirección o sentido. Mas ¿quién imprime sentido a la marcha zigzagueante del poema?
En el caso del poeta reflexivo tropezamos con una misteriosa colaboración ajena, con la no invocada aparición de otra voz. En el del romántico, nos encaramos a la no menos inexplicable presencia de una voluntad que hace del murmullo un todo concertado y dueño de una oscura premeditación. En uno y en otro caso se manifiesta lo que, con riesgo de inexactitud, ha de llamarse provisionalmente «irrupción de una voluntad ajena». Pero es evidente que damos este nombre a algo que apenas si tiene relación con el fenómeno llamado voluntad. Algo, acaso, más antiguo que la voluntad y en lo cual ésta se apoya. En efecto, en el sentido ordinario de la palabra, la voluntad es aquella facultad que traza planes y somete nuestra actividad a ciertas normas con objeto de realizarlos. La voluntad que aquí nos preocupa no implica reflexión, cálculo o previsión; es anterior a toda operación intelectual y se manifiesta en el momento mismo de la creación. ¿Cuál es el verdadero nombre de esta voluntad? ¿Es de veras nuestra?
El acto de escribir poemas se ofrece a nuestra mirada como un nudo de fuerzas contrarias, en el que nuestra voz y la otra voz se enlazan y confunden. Las fronteras se vuelven borrosas: nuestro discurrir se transforma insensiblemente en algo que no podemos dominar del todo; y nuestro yo cede el sitio a un pronombre innombrado, que tampoco es enteramente un tú o un él. En esta ambigüedad consiste el misterio de la inspiración. ¿Misterio o problema? Ambas cosas: para los antiguos la inspiración era un misterio; para nosotros, un problema que contradice nuestras concepciones psicológicas y nuestra misma idea del mundo. Pues bien, esta conversión del misterio de la inspiración en problema psicológico es la raíz de nuestra imposibilidad para comprender rectamente en qué consiste la creación poética.
A diferencia de lo que ocurre con el pensamiento hindú, que desde el principio se planteó el problema de la existencia del mundo exterior, el pensamiento occidental por mucho tiempo aceptó confiadamente su realidad y no puso en duda lo que ven nuestros ojos. El acto poético, en el que interviene la «otredad» como rasgo decisivo, fue siempre considerado como algo inexplicable y oscuro pero sin que constituyera un problema que pusiese en peligro la concepción del mundo. Al contrario, era un fenómeno que se podía insertar con toda naturalidad en el mundo y que, lejos de contradecir su existencia, la afirmaba. Incluso puede afirmarse que era una de las pruebas de su objetividad, realidad y dinamismo. Para Platón el poeta es un poseído. Su delirio y entusiasmo son los signos de la posesión demoníaca. En el Ion, Sócrates define al poeta como «un ser alado, ligero y sagrado, incapaz de producir mientras el entusiasmo no lo arrastra y le hace salir de sí mismo... No son los poetas quienes dicen cosas tan maravillosas, sino que son los órganos de la divinidad que nos habla por su boca». Aristóteles, por su parte, conche la creación poética como imitación de la naturaleza. Sólo que, según se ha visto, no se puede entender con toda claridad qué significa esta imitación si se olvida que para Aristóteles la naturaleza es un todo animado, un organismo y un modelo viviente. En su Introducción a la Poética de Aristóteles, subraya García Bacca con pertinencia que la concepción aristotélica de la naturaleza está animada por un hilozoísmo más o menos oculto. Así, la «ocurrencia» poética no brota de la nada, ni la saca el poeta de sí mismo: es el fruto del encuentro entre esa naturaleza animada, dueña de existencia propia, y el alma del poeta.
El hilozoísmo griego se transforma más tarde en la trascendencia cristiana. La realidad exterior no perdió por eso consistencia. Naturaleza habitada por dioses o creada por Dios, el mundo exterior está ahí, frente a nosotros, visible o invisible, siempre como nuestro necesario horizonte. Ángel, piedra, animal, demonio, planta, lo «otro» existe, tiene vida propia y a veces se apodera de nosotros y habla por nuestra boca. En una sociedad en la que, lejos de ser puesta en tela de juicio, la realidad exterior es la fuente de donde brotan ideas y arquetipos, no es difícil identificar la inspiración. La «otra voz», la «voluntad extraña», son lo «otro», es decir, Dios o la naturaleza con sus dioses y demonios. La inspiración es una revelación porque es una manifestación de los poderes divinos. Un numen habla y suplanta al hombre. Sagrada o profana, épica o lírica, la poesía es una gracia, algo exterior que desciende sobre el poeta. La creación poética es un misterio porque consiste en un hablar los dioses por boca humana. Mas ese misterio no provoca problema alguno, ni contradice las creencias comúnmente aceptadas. Nada más natural que lo sobrenatural encarne en los hombres y hable su lenguaje.
Desde Descartes nuestra idea de la realidad exterior se ha transformado radicalmente. El subjetivismo moderno afirma la existencia del mundo exterior solamente a partir de la conciencia. Una y otra vez esa conciencia se postula como una conciencia trascendental y una y otra vez se enfrenta al solipsismo— La conciencia no puede salir de sí y fundar el mundo. Mientras tanto, la naturaleza se nos ha convertido en un mundo de objetos y relaciones. Dios ha desaparecido de nuestras perspectivas vitales y las nociones de objeto, substancia y causa han entrado en crisis. Ahí donde el idealismo no ha destruido la realidad exterior —por ejemplo, en la esfera de la ciencia— la ha convertido en un objeto, en un «campo de experiencias» y así la ha despojado de sus antiguos atributos.
La naturaleza ha dejado de ser un todo viviente y animado, una potencia dueña de oscuros o claros designios. Pero la desaparición de la antigua idea del mundo no ha acarreado la inspiración. La «voz ajena», la «voluntad extraña», siguen siendo un hecho que nos desafía. Así, entre nuestra idea de la inspiración y nuestra idea del mundo se alza un muro. La inspiración se nos ha vuelto un problema. Su existencia niega nuestras creencias intelectuales más arraigadas. No es extraño, por tanto, que a lo largo del siglo XIX se multipliquen las tentativas por atenuar o hacer desaparecer el escándalo que constituye una noción que tiende a devolver a la realidad exterior su antiguo poder sagrado.
Una manera de resolver los problemas consiste en negarlos. Si la inspiración es un hecho incompatible con nuestra idea del mundo, nada más fácil que negar su existencia. Desde el siglo XVI comienza a concebirse la inspiración como una frase retórica o una figura literaria. Nadie habla por boca del poeta, excepto su propia conciencia; el verdadero poeta no oye otra voz, ni escribe al dictado: es un hombre despierto y dueño de sí mismo. La imposibilidad de encontrar una respuesta que explicase de veras la creación poética se transforma insensiblemente en una condenación de orden moral y estético. Durante una época se denunciaron los extravíos a que conducía la creencia en la inspiración. Su verdadero nombre era pereza, descuido, amor por la improvisación, facilidad. Delirio e inspiración se transformaron en sinónimos de locura y enfermedad. El acto poético era trabajo y disciplina; escribir: «luchar contra la corriente». No es exagerado ver en estas ideas un abusivo traslado de ciertas nociones de la moral burguesa al campo de la estética. Uno de los méritos mayores del surrealismo es haber denunciado la raíz moral de esta estética de comerciantes. En efecto, la inspiración no tiene relación alguna con nociones tan mezquinas como las de facilidad y dificultad, pereza y trabajo, descuido y técnica, que esconden la de premio y castigo: el «duro pago al contado» con que la burguesía, según Marx, ha sustituido las antiguas relaciones humanas. El valor de una obra no se mide por el trabajo que le haya costado a su autor.
Hay que decir, por otra parte, que la creación poética exige un trastorno total de nuestras perspectivas cotidianas: la feliz facilidad de la inspiración brota de un abismo. El decir del poeta se inicia como silencio, esterilidad y sequía. Es una carencia y una sed, antes de ser una plenitud y un acuerdo; y después, es una carencia aún mayor, pues el poema se desprende del poeta y deja de pertenecerle. Antes y después del poema no hay nada ni nadie en torno; estamos a solas con nosotros; y apenas comenzamos a escribir, ese «nosotros», ese yo, también desaparece y se hunde. Inclinado sobre el papel, el poeta se despega en sí mismo. Así, la creación poética es irreducible a las ideas de ganancia y pérdida, esfuerzo y premio. Todo es ganancia en la poesía. Todo— es pérdida. Pero la presión de la moralidad burguesa hizo que los poetas afectasen taparse las orejas ante la antigua voz del numen. El mismo Baudelaire insinúa el elogio del trabajo, ¡él, que escribió tanto sobre los páramos de la esterilidad y los paraísos de la pereza! Mas el desvío de críticos y creadores no cegó el manar de la inspiración. Y la voz poética continuó siendo un desafío y un problema.
Uno de los rasgos de la edad moderna consiste en la creación de divinidades abstractas. Los profetas reprochaban a los judíos sus caídas en la idolatría. Podría hacerse el reproche contrario a los modernos: todo tiende a desencarnarse. Los ídolos modernos no tienen cuerpo ni forma: son ideas, conceptos, fuerzas. El lugar de Dios y de la antigua naturaleza poblada de dioses y demonios lo ocupan ahora seres sin rostro: la Raza, la Clase, el Inconsciente (individual o colectivo), el Genio de los pueblos, la Herencia. La inspiración puede explicarse con facilidad acudiendo a cualquiera de estas ideas. El poeta es un médium por cuyo intermedio se expresan, en cifra, el Sexo, el Clima, la Historia o algún otro sucedáneo de los antiguos dioses y demonios. No pretendo negar el valor de estas ideas. Pero son insuficientes; en todas ellas campea una limitación que nos permite rechazarlas en conjunto: su exclusivismo, su querer explicar el todo por la parte. Además, en todas es evidente su incapacidad para asir y explicar el hecho esencial y decisivo: ¿cómo se transforman esas fuerzas o realidades determinantes en palabras?, ¿cómo se hacen palabra, ritmo e imagen la libido, la raza, la clase o el momento histórico? Para los psicoanalistas la creación poética es una sublimación; entonces, ¿por qué en unos casos esa sublimación se vuelve poema y en otros no? Freud confiesa su ignorancia y habla de una misteriosa «facultad artística». Es claro que escamotea el problema, pues se limita a dar un nombre nuevo a una realidad enigmática y sobre la cual ignoramos lo esencial. Para explicar las diferencias entre las palabras del poeta y las del simple neurótico habría que recurrir a una clasificación de los subconscientes: uno sería el del común de los mortales y otro el de los artistas. No es eso todo: en el pensamiento no dirigido —o sea, en el sueño o fantaseo— el fluir de imágenes y palabras no carece de sentido: «Está demostrado que es inexacto que nos entreguemos a un curso de representaciones carentes de finalidad... al cesar las nociones de finalidad que conocemos se imponen en seguida otras desconocidas —inconscientes, como decimos con expresión impropia—, las cuales mantienen determinada la marcha de las representaciones ajenas a nuestra voluntad. No puede elaborarse un pensamiento sin nociones de finalidad...»[37]. Aquí Freud pone el dedo en la llaga. La noción de finalidad es indispensable aun en los procesos inconscientes. Sólo que, habiendo dividido al ser humano en diversas capas: conciencia, subconsciencia, etc., concibe dos finalidades distintas: una racional, en la que participa nuestra voluntad; otra, ajena a nosotros, «inconsciente» o ignorada por el hombre, puramente instintiva. En realidad, Freud transfiere la noción de finalidad a la libido y al instinto, pero omite la explicación fundamental y decisiva: ¿cuál es el sentido de esa finalidad instintiva? La finalidad «inconsciente» no es tal finalidad, pues carece de objeto y de sentido: es un puro apetito, una mecánica natural. No es esto todo. La noción de fin implica un cierto darse cuenta y un conocimiento, todo lo oscuro que se quiera, de aquello que se pretende alcanzar. La noción de fin exige la de conciencia. El psicoanálisis, en todas sus ramas, ha sido hasta ahora impotente para contestar satisfactoriamente a estas preguntas. Y aun para planteárselas correctamente.
Algo semejante puede decirse de la concepción del poeta como «vocero» o «expresión» de la historia: ¿de qué manera las «fuerzas históricas» se transforman en imágenes y «dictan» al poeta sus palabras? Nadie niega la interrelación que supone todo vivir histórico: el hombre es un nudo de fuerzas interpersonales. La voz del poeta es siempre social y común, aun en el caso del mayor hermetismo. Pero, según ocurre con el psicoanálisis, no se ve claro cómo esa «marcha de la historia» o de la «economía», esos «fines históricos» —ajenos a la voluntad humana como los «fines» de la libido— pueden ser realmente fines sin pasar por la conciencia. Por lo demás, nadie «está en la historia», como si ésta fuese una «cosa» y nosotros, frente a ella, otra: todos somos historia y entre todos la hacemos. El poema no es el eco de la sociedad, sino que es, al mismo tiempo, su criatura y su hacedor, según ocurre con el resto de las actividades humanas. En fin, ni el Sexo, ni el Inconsciente, ni la Historia son realidades meramente externas, objetos, poderes o substancias que obran sobre nosotros. El mundo no está fuera dé nosotros; ni, en rigor, dentro. Si la inspiración es una «voz» que el hombre oye en su propia conciencia, ¿no será mejor interrogar a esa conciencia, que es la única que la ha escuchado y que constituye su ámbito propio?
Para el intelectual —y, también, para el hombre común— la inspiración es un problema, una superstición o un hecho que se resiste a las explicaciones de la ciencia moderna. En cualquier caso, puede alzarse de hombros y borrar de su espíritu el asunto, como quien sacude su traje del polvo del camino. En cambio los poetas deben afrontarla y vivir el conflicto. La historia de la poesía moderna es la del continuo desgarramiento del poeta, dividido entre la moderna concepción del mundo y la presencia a veces intolerable de la inspiración. Los primeros que padecen este conflicto son los románticos alemanes. Asimismo, son los que lo afrontan con mayor lucidez y plenitud y los únicos —hasta el movimiento surrealista— que no se limitan a sufrirlo sino que intentan trascenderlo. Descendientes, por una parte, de la Ilustración y, por la otra, del Sturm und Drang> viven entre la espada del Imperio napoleónico y la reacción de la Santa Alianza, perdidos, por decirlo así, en un callejón sin salida. En ellos los contrarios pelean sin cesar.
La inspiración, tenazmente mantenida por estos poetas y pensadores, es inconciliable con el subjetivismo e idealismo que, con no menor encarnizamiento, predica el romanticismo. La misma violencia de la disyuntiva provoca la audacia y temeridad de las tentativas que pretenden resolverla. Cuando Novalis proclama que «destruir el principio de contradicción es quizá la tarea más alta de la lógica superior», ¿no alude, en su forma más general, a la necesidad de suprimir la dualidad entre sujeto y objeto que desgarra al hombre moderno y así resolver de una vez por todas el problema de la inspiración? Sólo que la supresión del principio de contradicción —a través, por ejemplo, de un «regreso a la unidad»— implica también la destrucción de la inspiración, es decir, de esa dualidad del poeta que recibe y del poder que dicta. Por eso, Novalis afirma que la unidad se rompe apenas se conquista. La contradicción nace de la identidad, en un proceso sin fin. El hombre es pluralidad y diálogo, sin cesar acordándose y reuniéndose consigo mismo, mas también sin cesar dividiéndose. Nuestra voz es muchas voces. Nuestras voces son una sola voz. El poeta es, al mismo tiempo, el objeto y el sujeto de la creación poética: es la oreja que escucha y la mano que escribe lo que dicta su propia voz. «Soñar y no soñar simultáneamente: operación del genio.» Y del mismo modo: la pasividad receptora del poeta exige una actividad en la que se sustenta esa pasividad. Novalis expresa esta paradoja en una frase memorable: «La actividad es facultad de recibir». El sueño del poeta exige, en una capa más profunda, la vigilia; y ésta, a su vez, entraña el abandonarse al sueño. ¿En qué consiste, entonces, la creación poética? El poeta, nos dice Novalis, «no hace, pero hace que se pueda hacer». La sentencia es relampagueante, y describe de modo justo el fenómeno. Pero, ¿quién es ese «se» que supone el segundo «hace»? ¿A quién deja «hacer» el poeta? Novalis no nos lo dice claramente. En ocasiones, el que «hace» es el Espíritu, el Pueblo, la Idea o cualquier otro poder con mayúscula. Otras, es el poeta mismo. Hay que detenerse en esta segunda explicación.
Para los románticos el hombre es un ser poético. En la naturaleza humana hay una suerte de facultad innata —el poeta, decía Baudelaire, «nace con experiencia»— que nos lleva a poetizar. Esta facultad es análoga a la disposición divinizarte que nos permite la percepción de lo santo: la facultad poetizante es una categoría a priori. La explicación no es distinta de la que acude al «sentimiento de dependencia» para fundar la divinidad en la subjetividad del creyente. La analogía con el pensamiento teológico protestante no es accidental. Ninguno de estos poetas separó enteramente lo poético de lo religioso y muchas de las conversiones de los románticos alemanes fueron consecuencia de su concepción poética de la religión tanto como de su concepción religiosa de la poesía. Una y otra vez Novalis afirma que la poesía es algo así como religión en estado silvestre y que la religión no es sino poesía práctica, poesía vivida y hecha acto. La categoría de lo poético, por tanto, no es sino uno de los nombres de lo sagrado. No es necesario repetir aquí lo dicho en el capítulo anterior: lo realmente distintivo de la experiencia religiosa no consiste tanto en la revelación de nuestra condición original cuanto en la interpretación de esa revelación. Además, la operación poética es inseparable de la palabra. Poetizar consiste, en primer término, en nombrar. La palabra distingue la actividad poética de cualquier otra. Poetizar es crear con palabras: hacer poemas. Lo poético no es algo dado, que esté en el hombre desde su nacimiento, sino algo que el hombre hace y que, recíprocamente, hace al hombre. Lo poético es una posibilidad, no una categoría a priori ni una facultad innata. Pero es una posibilidad que nosotros mismos nos creamos. Al nombrar, al crear con palabras, creamos eso mismo que nombramos y que antes no existía sino como amenaza, vacío y caos. Cuando el poeta afirma que ignora «qué es lo que va a escribir» quiere decir que aún no sabe cómo se llama eso que su poema va a nombrar y que, hasta que sea nombrado, sólo se presenta bajo la forma de silencio ininteligible. Lector y poeta se crean al crear ese poema que sólo existe por ellos y para que ellos de veras existan. De ahí que no haya estados poéticos, como no hay palabras poéticas. Lo propio de la poesía consiste en ser una continua creación y de este modo arrojarnos de nosotros mismos, desalojarnos y llevarnos hacia nuestras posibilidades más extremas.
Ni la angustia, ni la exaltación amorosa, ni la alegría o el entusiasmo son estados poéticos en sí, porque lo poético en sí no existe. Son situaciones que, por su mismo carácter extremo, hacen que el mundo y todo lo que nos rodea, incluyendo el muerto lenguaje cotidiano, se derrumben. No nos queda entonces sino el silencio o la imagen. Y esa imagen es una creación, algo que no estaba en el sentimiento original, algo que nosotros hemos creado para nombrar lo innombrable y decir lo indecible. Por eso todo poema vive a expensas de su creador. Una vez escrito el poema, aquello que él era antes del poema y que lo llevó a la creación —eso, indecible: amor, alegría, angustia, aburrimiento, nostalgia de otro estado, soledad, ira— se ha resuelto en imagen: ha sido nombrado y es poema, palabra transparente. Después de la creación, el poeta se queda solo; son otros, los lectores, quienes ahora van a crearse a sí mismos al recrear el poema. La experiencia se repite, sólo que a la inversa: la imagen se abre ante el lector y le muestra su abismo traslúcido. El lector se inclina y se despeña. Y al caer —o al ascender, al penetrar por las salas de la imagen y abandonarse al fluir del poema— se desprende de sí mismo para internarse en «otro sí mismo» hasta entonces desconocido o ignorado. El lector, como el poeta, se vuelve imagen: algo que se proyecta y se desprende de sí y va al encuentro de lo innombrable. En ambos casos lo poético no es algo que está fuera, en el poema, ni dentro, en nosotros, sino algo que hacemos y que nos hace. Podría, pues, modificarse la sentencia de Novalis: el poema no hace, pero hace que se pueda hacer. Y el que hace es el hombre, el creador. Lo poético no está en el hombre como algo dado, ni el poetizar consiste en sacar de nosotros lo poético, como si se tratase de «algo» que «alguien» depositó en nuestro interior o con lo cual nacimos. La conciencia del poeta no es una caverna en donde yace lo poético como un tesoro escondido. Frente al poema futuro el poeta está desnudo y pobre de palabras. Antes de la creación el poeta, como tal, no existe. Ni después. Es poeta gracias al poema. El poeta es una creación del poema tanto como éste de aquél.
El conflicto se prolonga a lo largo del siglo XIX. Se prolonga, se agrava y, al mismo tiempo, se vela y confunde. La contradicción es más aguda y mayor la conciencia del desgarramiento; menor, la lucidez para afrontarla y la valentía para resolverla. Víctimas, testigos y cómplices de la inspiración, ninguno de los grandes poetas del siglo XIX posee la claridad de Novalis. Todos ellos se debaten en una contradicción sin salida. Renunciar a la inspiración era renunciar a la poesía misma, es decir, al único hecho que justificaba su presencia sobre la tierra; afirmar su existencia era un acto incompatible con la idea que tenían de sí mismos y del mundo. De ahí que, con frecuencia, estos poetas rechacen y condenen al mundo. Sin duda, desde un punto de vista moral, los ataques de Baudelaire, el desdén de Mallarmé, las críticas de Poe poseen plena justificación: el mundo que les tocó vivir era abominable. (Nosotros lo sabemos bien, porque esos tiempos son el origen inmediato del horror sin paralelo de nuestra época.) Mas no basta con negar o condenar el mundo; nadie puede escapar de su mundo y esa negación y condena son también maneras de vivirlo sin trascenderlo, es decir, de padecerlo pasivamente. Nada más penetrante, nada más iluminador sobre los misterios de la operación poética, sus páramos y sus paraísos, que las descripciones de Baudelaire, Coleridge o Mallarmé. Y al mismo tiempo, nada menos claro que las explicaciones e hipótesis con que pretenden conciliar la noción de inspiración con la idea moderna del mundo. Léase cualquiera de los textos capitales de la poética moderna (la Filosofía de la composición de Poe, por ejemplo), para comprobar su desconcertante y contradictoria lucidez y ceguera. El contraste con los textos antiguos es revelador. Para los poetas del pasado la inspiración era algo natural, precisamente porque lo sobrenatural formaba parte de su mundo.
Un espíritu tan dueño de sí como Dante relata con sencillez y simplicidad que en el sueño el Amor le dicta e inspira sus poemas, y añade que esa revelación acaece a ciertas horas y dentro de circunstancias que hacen inequívoca y cierta de toda certidumbre la intervención de poderes superiores: «Al decir esas palabras desapareció y se interrumpió mi sueño. Y después, al volver sobre esta Visión, descubrí que la había experimentado a la novena hora del día; por lo que, aun antes de salir de mi aposento, resolví componer esa balada en la que cumpliría el mandato de mi Señor (el Amor); y entonces hice la balada que comienza así...»[38]. El valor de la cifra nueve posee para Dante un valor análogo al del número siete para Nerval[39].
Mas para el primero la repetición del nueve posee un sentido claro, aunque misterioso y sagrado, que no hace sino iluminar con más pura luz el carácter excepcional de su amor y la significación salvadora de Beatriz; para Nerval se trata de un número ambiguo, ora funesto, ora benéfico y sobre cuyo verdadero sentido es imposible decidirse. Dante acepta la revelación y se sirve de ella para descubrirnos los arcanos del cielo y del infierno; Nerval se sobrecoge fascinado, y no pretende tanto comunicarnos sus visiones como saber qué es la revelación: «Resolví fijar mi sueño y descubrir su secreto. ¿Por qué no, me dije, forzar al fin estas puertas místicas, armado con toda mi voluntad para dominar mis sensaciones en lugar de soportarlas? ¿No es posible vencer esta quimera atractiva y temible, imponer una regla a los espíritus que se burlan de nuestra razón?». Para Dante la inspiración es un misterio sobrenatural que el poeta acepta con recogimiento, humildad y veneración. Para Nerval es una catástrofe y un misterio que nos provoca y reta. Un misterio que hay que desvelar. El tránsito entre «misterio por descifrar» y «problema por resolver» es insensible y lo harán los sucesores de Nerval.
La necesidad de reflexionar e inclinarse sobre la creación poética, para arrancarle su secreto, sólo puede explicarse como una consecuencia de la edad moderna. Mejor dicho, en esa actitud consiste la modernidad. Y la desazón de los poetas reside en su incapacidad para explicarse, como hombres modernos y dentro de nuestra concepción del mundo, ese extraño fenómeno que parece negarnos y negar los fundamentos de la edad moderna: ahí, en el seno de la conciencia, en el yo, pilar del mundo, única roca que no se disgrega, aparece de pronto un elemento extraño y que destruye la identidad de la conciencia. Era necesario que nuestra concepción del mundo se tambalease, esto es, que la edad moderna entrase en crisis, para que pudiese plantearse de un modo cabal el problema de la inspiración. En la historia de la poesía ese momento se llama el surrealismo.
El surrealismo se presenta como una radical tentativa por suprimir el duelo entre sujeto y objeto, forma que asume para nosotros lo que llamamos realidad. Para los antiguos el mundo existía con la misma plenitud que la conciencia y sus relaciones eran claras y naturales. Para nosotros su existencia asume la forma de disputa encarnizada: por una parte, el mundo se evapora y se convierte en imagen de la conciencia; por la otra, la conciencia es un reflejo del mundo. La empresa surrealista es un ataque contra el mundo moderno porque pretende suprimir la contienda entre sujeto y objeto. Heredero del romanticismo, se propone llevar a cabo esa tarea que Novalis asignaba a «la lógica superior»: destruir la «vieja antinomia» que nos desgarra. Los románticos niegan la realidad —cáscara fantasmal de un mundo ayer henchido de vida— en provecho del sujeto. El surrealismo acomete también contra el objeto. El mismo ácido que disuelve al objeto disgrega al sujeto. No hay yo, no hay creador, sino una suerte de fuerza poética que sopla donde quiere y produce imágenes gratuitas e inexplicables.
La poesía la podemos hacer entre todos porque el acto poético es, por naturaleza, involuntario y se produce siempre como negación del sujeto. La misión del poeta consiste en atraer esa fuerza poética y convertirse en un cable de alta tensión que permita la descarga de imágenes. Sujeto y objeto se disuelven en beneficio de la inspiración. El «objeto surrealista» se volatiliza: es una cama que es un océano que es una cueva que es una ratonera que es un espejo que es la boca de Kali. El sujeto desaparece también: el poeta se transforma en poema, lugar de encuentro entre dos palabras o dos realidades. De este modo el surrealismo pretende romper, en sus dos términos, la contradicción y el solipsismo. Decidido a cortar por lo sano, se cierra todas las salidas: ni mundo ni conciencia. Tampoco conciencia del mundo o mundo en la conciencia. No hay escape, excepto el vuelo por el techo: la imaginación. La inspiración se manifiesta o actualiza en imágenes. Por la inspiración, imaginamos. Y al imaginar, disolvemos sujeto y objeto, nos disolvemos nosotros mismos y suprimimos la contradicción.
A diferencia de los poetas anteriores, que se limitan a sufrirla, el surrealismo esgrime la inspiración como un arma. Así, la transforman en idea y teoría. El surrealismo no es una poesía sino una poética y aún más, y más decisivamente, una visión del mundo. Revelación exterior, la inspiración rompe el dédalo subjetivista: es algo que nos asalta apenas la conciencia cabecea, algo que irrumpe por una puerta que sólo se abre cuando se cierran las de la vigilia. Revelación interior, hace tambalear nuestra creencia en la unidad e identidad de esa misma conciencia: no hay yo y dentro de cada uno de nosotros pelean varias voces. La idea surrealista de la inspiración se presenta como una destrucción de nuestra visión del mundo, ya que denuncia como meros fantasmas los dos términos que la constituyen. Al mismo tiempo, postula una nueva visión del mundo, en la que precisamente la inspiración ocupa el lugar central. La visión surrealista del mundo se funda en la actividad, conjuntamente disociadora y recreadora, de la inspiración. El surrealismo se propone hacer un mundo poético, fundar una sociedad en la que el lugar central de Dios o la razón sea ocupado por la inspiración. Así, la verdadera originalidad del surrealismo consiste no solamente en haber hecho de la inspiración una idea sino, más radicalmente, una idea del mundo. Gracias a esta transmutación, la inspiración deja de ser un misterio indescifrable, una vana superstición o una anomalía y se vuelve una idea que no está en contradicción con nuestras concepciones fundamentales. Con esto no se quiere decir que la inspiración haya cambiado de naturaleza, sino que por primera vez nuestra idea de la inspiración no choca con el resto de nuestras creencias.
Todos los grandes poetas anteriores al surrealismo se habían inclinado sobre la inspiración, pretendiendo arrancarle su secreto —y este rasgo los distingue de los poetas barrocos, renacentistas y medievales—, pero ninguno de ellos pudo insertar plenamente la inspiración dentro de la imagen que del mundo y de sí mismo se hace el hombre moderno. Había en todos residuos de las edades anteriores. Y más: para ellos la inspiración era regresar al pasado: hacerse medieval, griego, salvaje. El goticismo de los románticos, el arcaísmo general de la poesía moderna y, en fin, la figura del poeta como un desterrado en el seno de la ciudad parten de esa imposibilidad de aclimatar la inspiración. El surrealismo hace cesar la oposición y el destierro al afirmar la inspiración como una idea del mundo, sin postular su dependencia de un factor externo: Dios, Naturaleza, Historia, Raza, etc. La inspiración es algo que se da en el hombre, se confunde con su ser mismo y sólo puede explicarse por el hombre. Tal es el punto de partida del Primer manifiesto. Y en esto radica la originalidad, poco señalada hasta ahora, de la actitud de Bretón y sus amigos.
Durante el «período de investigación» del movimiento —época del automatismo, la autohipnosis, los sueños provocados y los juegos colectivos—, los poetas adoptan una actitud doble ante la inspiración: la sufren, pero también la observan. Los más valerosos no vacilan en romper amarras para ir a buscarla a esos parajes de donde pocos vuelven. La actividad surrealista denunció la penuria de muchas de nuestras concepciones —señaladamente aquella que consiste en ver en toda obra humana un fruto de la «voluntad»— y mostró la sospechosa frecuencia con que intervienen las «distracciones», las «casualidades» y los «descuidos» en los grandes descubrimientos. Con una fascinación que no excluye la lucidez, Bretón ha tratado de desentrañar el misterioso mecanismo de lo que llama «azar objetivo», sitio de encuentro entre el hombre y lo «otro», campo de elección de la «otredad». Mujer, imagen, ley matemática o biológica, todas esas Américas brotan en mitad del océano, cuando buscamos otra cosa o cuando hemos cesado de buscar. ¿Cómo y por qué se producen estos encuentros? Sabemos que hay un campo magnético, un punto de intersección y eso es todo. Sabemos que la «otra voz» se cuela por los huecos que desampara la vigilancia de la atención, pero ¿de dónde viene y por qué nos deja de manera tan repentina como su misma llegada? A pesar del trabajo experimental del surrealismo, Bretón confiesa que «seguimos tan poco informados como antes acerca del origen de esta voz». Digamos, de paso, que sí sabemos algo: cada vez que oímos la «voz», cada vez que se produce el encuentro inesperado, parece que nos oímos a nosotros mismos y vemos lo que ya habíamos visto. Nos parece regresar, volver a oír, recordar. A reserva de volver sobre esta sensación de ya sabido, de ya oído y ya conocido que nos da la irrupción de la «otredad», subrayemos que la confesión de ignorancia de Bretón es preciosa entre todas: revela la íntima resistencia del autor de Nadja a la interpretación puramente psicológica de la inspiración. Y esto nos lleva a tratar de manera más concreta el tema de la inspiración de los surrealistas.
Desde el romanticismo, el yo del poeta había crecido en proporción directa al angostamiento del mundo poético. El poeta se sentía dueño de su poema con la misma naturalidad —y con la misma ausencia de legalidad— que el propietario de los productos de su suelo o de su fábrica. En respuesta al individualismo y al racionalismo que los preceden, los surrealistas acentúan el carácter inconsciente, involuntario y colectivo de toda creación. Inspiración y dictado del inconsciente se vuelven sinónimos: lo propiamente poético reside en los elementos inconscientes que, sin quererlo el poeta, se revelan en su poema. La poesía es pensamiento no—dirigido. Para romper el dualismo de sujeto y objeto, Bretón acude a Freud: lo poético es revelación del inconsciente y, por tanto, no es nunca deliberado. Pero el problema que desvela a Bretón es un falso problema, según ya lo había visto Novalis: abandonarse al murmullo del inconsciente exige un acto voluntario; la pasividad entraña una actividad sobre la que la primera se apoya. No me parece abusivo descomponer la palabra premeditación para mostrar que se trata de un acto anterior a toda meditación en el que interviene algo que también podríamos llamar prerreflexión. La crítica de Heidegger al maquinal e irreflexivo «ocuparse de útiles» —en el que la referencia última, la preocupación radical del hombre: la muerte, no desaparece sino que, encubierta, sigue siendo el fundamento de toda ocupación— es perfectamente aplicable a la doctrina surrealista de la inspiración. Las revelaciones del inconsciente implican una suerte de conciencia de esas revelaciones. Sólo por un acto libre y voluntario salen a la luz esas revelaciones, del mismo modo que la censura del ego entraña un saber previo de lo que va a ser censurado. Al reprimir ciertos deseos o impulsos lo hacemos a través de una voluntad que se enmascara y se disfraza, y por eso la volvemos «inconsciente», para que no nos comprometa. En el momento de la liberación de ese «inconsciente», la operación se repite, sólo que a la inversa: la voluntad vuelve a intervenir y a escoger, ahora escondida bajo la máscara de la pasividad. En uno y en otro caso interviene la conciencia; en uno y en otro hay una decisión, ya para hacer inconsciente aquello que nos ofende, ya para sacarlo a la luz. Esta decisión no brota de una facultad separada, voluntad o razón, sino que es la totalidad misma del ser la que se expresa en ella. La premeditación es el rasgo determinante del acto de crear y la que lo hace posible. Sin premeditación no hay inspiración o revelación de la «otredad». Pero la premeditación es anterior a la voluntad, al querer o a cualquiera otra inclinación, consciente o inconsciente, del ánimo. Pues todo querer y desear, según ha mostrado Heidegger, tienen su raíz y fundamento en el ser mismo del hombre, que es ya y desde que nace un querer ser, una avidez permanente de ser, un continuo pre—ser—se. Y así, no es en el inconsciente ni en la conciencia, entendidas como «partes» o «compuestos» del hombre, ni tampoco en el impulso, en la pasividad o en el estar alerta, en donde podemos encontrar la fuente de inspiración, porque todos ellos están fundados en el ser del hombre.
Bretón siempre tuvo presente la insuficiencia de la explicación psicológica y aun en sus momentos de mayor adhesión a las ideas de Freud cuidó de reiterar que la inspiración era un fenómeno inexplicable para el psicoanálisis. La duda sobre las posibilidades de real comprensión que ofrece la psicología lo ha llevado a aventurarse en hipótesis ocultistas. Ahora bien, el ocultismo nos puede auxiliar sólo en la medida en que deja de serlo, es decir, cuando se hace revelación y nos muestra lo que oculta. Si la inspiración es un misterio, las explicaciones ocultistas la hacen doblemente misteriosa. El ocultismo se arroga, exactamente como la inspiración, el ser una revelación de la «otredad»; por tanto, es incompetente para explicarla, excepto por analogía. Si nos interesa saber qué es la inspiración, no basta con decir que es algo como la revelación que proclaman los ocultistas, ya que tampoco sabemos en qué consiste esa revelación. Por otra parte, no deja de ser reveladora la insistencia con que Bretón acude a la posibilidad de una explicación oculta o sobrenatural Esa insistencia delata su creciente insatisfacción ante la explicación psicológica tanto como la persistencia del fenómeno de la «otredad». Y así, no es tanto la idea de la inspiración lo que resulta valedero en Bretón, cuanto el haber hecho de la inspiración una idea del mundo. Aunque no acierte a darnos una descripción del fenómeno, tampoco lo oculta ni lo reduce a un mero mecanismo psicológico. Por ese tener en vilo a la «otredad», la doctrina surrealista no termina en una sumaria, y a fin de cuentas superficial, afirmación psicológica sino que se abre en una interrogación. El surrealismo no sólo aclimató la inspiración entre nosotros como idea del mundo, sino que, por la misma y confesada insuficiencia de la explicación psicológica adoptada, hizo visible el centro mismo del problema: la «otredad». En ella y no en la ausencia de premeditación radica acaso la respuesta.
Las dificultades que han experimentado espíritus como Novalis y Bretón residen quizá en su concepción del hombre como algo dado, es decir, como dueño de una naturaleza: la creación poética es una operación durante la cual el poeta saca o extrae de su interior ciertas palabras. O, si se utiliza la hipótesis contraria, del fondo del poeta, en ciertos momentos privilegiados, brotan las palabras. Ahora bien, no hay tal fondo; el hombre no es una cosa y menos aún una cosa estática, inmóvil, en cuyas profundidades yacen estrellas y serpientes, joyas y animales viscosos. Flecha tendida, rasgando siempre el aire, siempre adelante de sí, precipitándose más allá de sí mismo, disparado, exhalado, el hombre sin cesar avanza y cae, y a cada paso es otro y él mismo. La «otredad» está en el hombre mismo. Desde esta perspectiva de incesante muerte y resurrección, de unidad que se resuelve en «otredad» para recomponerse en una nueva unidad, acaso sea posible penetrar en el enigma de la «otra voz».
He aquí al poeta frente al papel. Es igual que tenga plan o no, que haya meditado largamente sobre lo que va a escribir o que su conciencia esté tan vacía y en blanco como el papel inmaculado que alternativamente lo atrae y lo repele. El acto de escribir entraña, como primer movimiento, un desprenderse del mundo, algo así como arrojarse al vacío. Ya está solo el poeta. Todo lo que era hace un instante su mundo cotidiano y sus preocupaciones habituales, desaparece. Si el poeta de verdad quiere escribir y no cumplir una vaga ceremonia literaria, su acto lo lleva a separarse del mundo y a ponerlo todo —sin excluirse a él mismo— en entredicho. Pueden surgir entonces dos posibilidades: todo se evapora y desvanece, pierde peso, flota y acaba por disolverse; o bien, todo se cierra y se torna agresivamente objeto sin sentido, materia inasible e impenetrable a la luz de la significación. El mundo se abre: es un abismo, un inmenso bostezo; el mundo —la mesa, la pared, el vaso, los rostros recordados— se cierra y se convierte en un muro sin fisuras. En ambos casos, el poeta se queda solo, sin mundo en que apoyarse. Es la hora de crear de nuevo el mundo y volver a nombrar con palabras esa amenazante vaciedad exterior: mesa, árbol, labios, astros, nada. Pero las palabras también se han evaporado, también se han fugado. Nos rodea el silencio anterior a la palabra. O la otra cara del silencio: el murmullo insensato e intraducible, «the sound and the fury», el parloteo, el ruido que no dice nada, que sólo dice: nada. Al quedarse sin mundo, el poeta se ha quedado sin palabras. Quizá, en este instante, retrocede y da marcha atrás: quiere recordar el lenguaje, sacar de su interior todo lo que aprendió, aquellas hermosas palabras con las que, un momento antes, se abría paso en el mundo y que eran como llaves que le abrían todas las puertas. Pero ya no hay atrás, ya no hay interior. El poeta lanzado hacia adelante, tenso y atento, está literalmente fuera de sí. Y como él mismo, las palabras están más allá, siempre más allá, deshechas apenas las roza. Lanzado fuera de sí, nunca podrá ser uno con las palabras, uno con el mundo, uno consigo mismo. Siempre es más allá. Las palabras no están en parte alguna, no son algo dado, que nos espera. Hay que crearlas, hay que inventarlas, como cada día nos creamos y creamos al mundo. ¿Cómo inventar las palabras? Nada sale de nada. Incluso si el poeta pudiese crear de la nada, ¿qué sentido tendría hablar de «inventar un lenguaje»? El lenguaje es, por naturaleza, diálogo. El lenguaje es social y siempre implica, por lo menos, dos: el que habla y el que oye. Así, la palabra que inventa el poeta —esa que, por un instante que es todos los instantes, se había evaporado o se había convertido en objeto impenetrable— es la de todos los días. El poeta no la saca de sí. Tampoco le viene del exterior. No hay exterior ni interior, como no hay un mundo frente a nosotros: desde que somos, somos en el mundo y el mundo es uno de los constituyentes de nuestro ser. Y otro tanto ocurre con las palabras: no están ni dentro ni fuera, sino que son nosotros mismos, forman parte de nuestro ser. Son nuestro propio ser. Y por ser parte de nosotros, son ajenas, son de los otros: son una de las formas de nuestra «otredad» constitutiva. Cuando el poeta se siente desprendido del mundo y todo, hasta el lenguaje mismo, se le fuga y deshace, él mismo se fuga y se aniquila. Y en el segundo momento, cuando decide hacerle frente al silencio o al caos ruidoso y ensordecedor, y tartamudea y trata de inventar un lenguaje, él mismo es quien se inventa y da el salto mortal y renace y es otro. Para ser él mismo debe ser otro, Y lo mismo sucede con su lenguaje: es suyo por ser de los otros. Para hacerlo de veras suyo, recurre a la imagen, al adjetivo, al ritmo, es decir, a todo aquello que lo hace distinto. Así, sus palabras son suyas y no lo son. El poeta no escucha una voz extraña, su voz y su palabra son las extrañas: son las palabras y las voces del mundo, a las que él da nuevo sentido. Y no sólo sus palabras y su voz son extrañas; él mismo, su ser entero, es algo sin cesar ajeno, algo que siempre está siendo otro. La palabra poética es revelación de nuestra condición original porque por ella el hombre efectivamente se nombra otro, y así él es, al mismo tiempo, éste y aquél, él mismo y el otro.
El poema transparenta nuestra condición porque en su seno la palabra se vuelve algo exclusivo del poeta, sin dejar por eso de ser el mundo, esto es, sin dejar de ser palabra. De ahí que la palabra poética sea personal e instantánea —cifra del instante de la creación— tanto como histórica. Por ser cifra instantánea y personal, todos los poemas dicen lo mismo. Revelan un acto que sin cesar se repite: el de la incesante destrucción y creación del hombre, su lenguaje y su mundo, el de la permanente «otredad» en que consiste ser hombre. Más también, por ser histórica, por ser palabra en común, cada poema dice algo distinto y único: San Juan no dice lo mismo que Hornero o Racine; cada uno alude a su mundo, cada uno recrea su mundo.
La inspiración es una manifestación de la «otredad» constitutiva del hombre. No está adentro, en nuestro interior, ni atrás, como algo que de pronto surgiera del limo del pasado, sino que está, por decirlo así, adelante: es algo (o mejor: alguien) que nos llama a ser nosotros mismos. Y ese alguien es nuestro ser mismo. Y en verdad la inspiración no está en ninguna parte, simplemente no está, ni es algo: es una aspiración, un ir, un movimiento hacia adelante: hacia eso que somos nosotros mismos. Así, la creación poética es ejercicio de nuestra libertad, de nuestra decisión de ser. Esta libertad, según se ha dicho muchas veces, es el acto por el cual vamos más allá de nosotros mismos, para ser más plenamente. Libertad y trascendencia son expresiones, movimientos de la temporalidad. La inspiración, la «otra voz», la «otredad» son, en su esencia, la temporalidad manando, manifestándose sin cesar. Inspiración, «otredad», libertad y temporalidad son trascendencia. Pero son trascendencia, movimiento del ser ¿hacia qué? Hacia nosotros mismos. Cuando Baudelaire sostiene que la más «alta y filosófica de nuestras facultades es la imaginación», afirma una verdad que, en otras palabras, puede decirse así: por la imaginación —es decir, por nuestra capacidad, inherente a nuestra temporalidad esencial, para convertir en imágenes la continua avidez de encarnar de esa misma temporalidad— podemos salir de nosotros mismos, ir más allá de nosotros al encuentro de nosotros. En su primer movimiento la inspiración es aquello por lo cual dejamos de ser nosotros; en su segundo movimiento, este salir de nosotros es un ser nosotros más totalmente. La verdad de los mitos y de las imágenes poéticas —tan manifiestamente mentirosos— reside en esta dialéctica de salida y regreso, de «otredad» y unidad.

Poesía e historia

El hombre imanta el mundo. Por él y para él, todos los seres y objetos que lo rodean se impregnan de sentido: tienen un nombre. Todo apunta hacia el hombre. Pero el hombre ¿hacia dónde apunta? Él no lo sabe a ciencia cierta. Quiere ser otro, su ser lo lleva siempre a ir más allá de sí. Y el hombre pierde pie a cada instante, a cada paso se despeña y tropieza con ese otro que se imagina ser y que se le escapa entre las manos. Empédocles afirmaba que había sido hombre y mujer, roca y, «en el Salado, pez mudo». No es el único. Todos los días oímos frases de este tenor: cuando Fulano se exalta es «irreconocible», se «vuelve otra persona». Nuestro nombre ampara también a un extraño, del que nada sabemos excepto que es nosotros mismos. El hombre es temporalidad y cambio y la «otredad» constituye su manera propia de ser. El hombre se realiza o cumple cuando se hace otro. Al hacerse otro se recobra, reconquista su ser original, anterior a la caída o despeño en el mundo, anterior a la escisión en yo y «otro».
Lo distintivo del hombre no consiste tanto en ser un ente de palabras cuanto en esta posibilidad que tiene de ser «otro». Y porque puede ser otro es ente de palabras. Ellas son uno de los medios que posee para hacerse otro. Sólo que esta posibilidad poética sólo se realiza si damos el salto mortal, es decir, si efectivamente salimos de nosotros mismos y nos entregamos y perdemos en lo «otro». Ahí, en pleno salto, el hombre, suspendido en el abismo, entre el esto y el aquello, por un instante fulgurante es esto y aquello, lo que fue y lo que será, vida y muerte, en un serse que es un pleno ser, una plenitud presente. El hombre ya es todo lo que quería ser: roca, mujer, ave, los otros hombres y los otros seres. Es imagen, nupcias de los contrarios, poema diciéndose a sí mismo. Es, en fin, la imagen del hombre encarnado en el hombre.
La voz poética, la «otra voz», es mi voz. El ser del hombre contiene ya a ese otro que quiere ser. «La amada —dice Machado— es una con el amante, no al término del proceso erótico, sino en su principio,» La amada está ya en nuestro ser, como sed y «otredad». Ser es erotismo. La inspiración es esa voz extraña que saca al hombre de sí mismo para ser todo lo que es, todo lo que desea: otro cuerpo, otro ser. La voz del deseo es la voz misma del ser, porque el ser no es sino deseo de ser. Más allá, fuera de mí, en la espesura verde y oro, entre las ramas trémulas, canta lo desconocido. Me llama. Mas lo desconocido es entrañable y por eso sí sabemos, con un saber de recuerdo, de dónde viene y adonde va la voz poética. Yo ya estuve aquí. La roca natal guarda todavía las huellas de mis pisadas. El mar me conoce. Ese astro un día ardió en mi diestra. Conozco tus ojos, el peso de tus trenzas, la temperatura de tu mejilla, los caminos que conducen a tu silencio. Tus pensamientos son transparentes. En ellos veo mi imagen confundida con la tuya mil veces mil hasta llegar a la incandescencia. Por ti soy una imagen, por ti soy otro, por ti soy. Todos los hombres son este hombre que es otro y yo mismo. Yo es ni. Y también él y nosotros y vosotros y esto y aquello. Los pronombres de nuestros lenguajes son modulaciones, inflexiones de otro pronombre secreto, indecible, que los sustenta a todos, origen del lenguaje, fin y límite del poema. Los idiomas son metáforas de ese pronombre original que soy yo y los otros, mi voz y la otra voz, todos los hombres y cada uno. La inspiración es lanzarse a ser, sí, pero también y sobre todo es recordar y volver a ser. Volver al Ser.

La consagración del instante

En páginas anteriores se intentó distinguir el acto poético de otras experiencias colindantes. Ahora se hace necesario mostrar cómo ese acto irreductible se inserta en el mundo. Aunque la poesía no es religión, ni magia, ni pensamiento, para realizarse como poema se apoya siempre en algo ajeno a ella. Ajeno, mas sin lo cual no podría encarnar. El poema es poesía y, además, otra cosa. Y este además no es algo postizo o añadido, sino un constituyente de su ser. Un poema puro sería aquel en el que las palabras abandonasen sus significados particulares y sus referencias a esto o aquello, para significar sólo el acto de poetizar —exigencia que acarrearía su desaparición, pues las palabras no son sino significados de esto y aquello, es decir, de objetos relativos e históricos. Un poema puro no podría estar hecho de palabras y seria, literalmente, indecible. Al mismo tiempo, un poema que no luchase contra la naturaleza de las palabras, obligándolas a ir más allá de sí mismas y de sus significados relativos, un poema que no intentase hacerlas decir lo indecible, se quedaría en simple manipulación verbal. Lo que caracteriza al poema es su necesaria dependencia de la palabra tanto como su lucha por trascenderla. Esta circunstancia permite una investigación sobre su naturaleza como algo único e irreductible y, simultáneamente, considerarlo como una expresión social inseparable de otras manifestaciones históricas. El poema, ser de palabras, va más allá de las palabras y la historia no agota el sentido del poema; pero el poema no tendría sentido —y ni siquiera existencia— sin la historia, sin la comunidad que lo alimenta y a la que alimenta.
Las palabras del poeta, justamente por ser palabras, son suyas y ajenas. Por una parte, son históricas: pertenecen a un pueblo y a un momento del habla de ese pueblo: son algo fechable. Por la otra, son anteriores a toda fecha: son un comienzo absoluto. Sin el conjunto de circunstancias que llamamos Grecia no existirían la I liada ni la Odisea; pero sin esos poemas tampoco habría existido la realidad histórica que fue Grecia. El poema es un tejido de palabras perfectamente fechables y un acto anterior a todas las fechas: el acto original con el que principia toda historia social o individual; expresión de una sociedad y, simultáneamente, fundamento de esa sociedad, condición de su existencia. Sin palabra común no hay poema; sin palabra poética, tampoco hay sociedad, Estado, Iglesia o comunidad alguna. La palabra poética es histórica en dos sentidos complementarios, inseparables y contradictorios: en el de constituir un producto social y en el de ser una condición previa a la existencia de toda sociedad.
El lenguaje que alimenta al poema no es, al fin de— cuentas, sino historia, nombre de esto o aquello, referencia y significación que alude a un mundo histórico cerrado y cuyo sentido se agota con el de su personaje central: un hombre o un grupo de hombres. Al mismo tiempo, todo ese conjunto de palabras, objetos, circunstancias y hombres que constituyen una historia arranca de un principio, esto es, de una palabra que lo funda y le otorga sentido. Ese principio no es histórico ni es algo que pertenezca al pasado sino que siempre está presente y dispuesto a encarnar. Lo que nos cuenta Hornero no es un pasado fechable y, en rigor, ni siquiera es pasado: es una categoría temporal que flota, por decirlo así, sobre el tiempo, con avidez siempre de presente. Es algo que vuelve a acontecer apenas unos labios pronuncian los viejos hexámetros, algo que siempre está comenzando y que no cesa de manifestarse. La historia es el lugar de encarnación de la palabra poética.
El poema es mediación entre una experiencia original y un conjunto de actos y experiencias posteriores, que sólo adquieren coherencia y sentido con referencia a esa primera experiencia que el poema consagra. Y esto es aplicable tanto al poema épico como al lírico y dramático. En todos ellos el tiempo cronológico —la palabra común, la circunstancia social o individual— sufre una transformación decisiva: cesa de fluir, deja de ser sucesión, instante que viene después y antes de otros idénticos, y se convierte en comienzo de otra cosa. El poema traza una raya que separa al instante privilegiado de la corriente temporal: en ese aquí y en ese ahora principia algo: un amor, un acto heroico, una visión de la divinidad, un momentáneo asombro ante aquel árbol o ante la frente de Diana, lisa como una muralla pulida. Ese instante está ungido con una luz especial: ha sido consagrado por la poesía, en el sentido mejor de la palabra consagración. A la inversa de lo que ocurre con los axiomas de los matemáticos, las verdades de los físicos o las ideas de los filósofos, el poema no abstrae la experiencia: ese tiempo está vivo, es un instante henchido de toda su particularidad irreductible y es perpetuamente susceptible de repetirse en otro instante, de reengendrarse e iluminar con su luz nuevos instantes, nuevas experiencias. Los amores de Safo, y Safo misma, son irrepetibles y pertenecen a la historia; pero su poema está vivo, es un fragmento temporal que, gracias al ritmo, puede reencarnar indefinidamente. Y hago mal en llamarlo fragmento, pues es un mundo completo en sí mismo, tiempo único, arquetípico, que ya no es pasado ni futuro sino presente. Y esta virtud de ser ya para siempre presente, por obra de la cual el poema se escapa de la sucesión y de la historia, lo ata más inexorablemente a la historia. Si es presente, sólo existe en este ahora y aquí de su presencia entre los hombres. Para ser presente el poema necesita hacerse presente entre los hombres, encarnar en la historia. Como toda creación humana, el poema es un producto histórico, hijo de un tiempo y un lugar; pero también es algo que trasciende lo histórico y se sitúa en un tiempo anterior a toda historia, en el principio del principio. Antes de la historia, pero no fuera de ella. Antes, por ser realidad arquetípica, imposible de fechar, comienzo absoluto, tiempo total y autosuficiente. Dentro de la historia —y más: historia— porque sólo vive encarnado, reengendrándose, repitiéndose en el instante de la comunión poética. Sin la historia —sin los hombres, que son el origen, la substancia y el fin de la historia— el poema no podría nacer ni encarnar; y sin el poema tampoco habría historia, porque no habría origen ni comienzo.
Puede concluirse que el poema es histórico de dos maneras: la primera, como producto social; la segunda, como creación que trasciende lo histórico pero que, para ser efectivamente, necesita encarnar de nuevo en la historia y repetirse entre los hombres. Y esta segunda manera le viene de ser una categoría temporal especial: un tiempo que es siempre presente, un presente potencial y que no puede realmente realizarse sino haciéndose presente de una manera concreta en un ahora y un aquí determinados. El poema es tiempo arquetípico; y, por serlo, es tiempo que encarna en la experiencia concreta de un pueblo, un grupo o una secta. Esta posibilidad de encarnar entre los hombres lo hace manantial, fuente: el poema da de beber el agua de un perpetuo presente que es, asimismo, el más remoto pasado y el futuro más inmediato. La segunda manera de ser histórico del poema es, por tanto, polémica y contradictoria: aquello que lo hace único y separa del resto de las obras humanas es su trasmutar el tiempo sin abstraerlo; y esa misma operación lo lleva, para cumplirse plenamente, a regresar al tiempo.
Vistas desde el exterior, las relaciones entre poema e historia no presentan fisura alguna: el poema es un producto social. Incluso cuando reina la discordia entre sociedad y poesía —según ocurre en nuestra época— y la primera condena al destierro a la segunda, el poema no escapa a la historia: continúa siendo, en su misma soledad, un testimonio histórico. A una sociedad desgarrada corresponde una poesía como la nuestra. A lo largo de los siglos, por otra parte, Estados e Iglesias confiscan para sus fines la voz poética. Casi nunca se trata de un acto de violencia: los poetas coinciden con esos fines y no vacilan en consagrar con su palabra las empresas, experiencias e instituciones de su época. Sin duda San Juan de la Cruz creía servir a su fe —y en efecto la servía— con sus poemas, pero ¿podemos reducir el infinito hechizo de su. poesía a las explicaciones teológicas que nos da en sus comentarios? Baho no habría escrito lo que escribió si no hubiese vivido en el siglo XVII japonés; pero no es necesario creer en la iluminación que predica el budismo Zen para abismarse en la flor inmóvil que son los tres versos de su haikú. La ambivalencia del poema no proviene de la historia, entendida como una realidad unitaria y total que engloba todas las obras, sino que es consecuencia de la naturaleza dual del poema. El conflicto no está en la historia sino en la entraña del poema y consiste en el doble movimiento de la operación poética: transmutación del tiempo histórico en arquetípico y encarnación de un arquetipo en un ahora determinado e histórico. Este doble movimiento constituye la manera propia y paradójica de ser de la poesía. Su modo de ser histórico es polémico. Afirmación de aquello mismo que niega: e) tiempo y la sucesión.
La poesía no se siente: se dice. O mejor: la manera propia de sentir la poesía es decirla. Ahora bien, todo decir es siempre un decir de algo, un hablar de esto y aquello. El decir poético no difiere en esto de las otras maneras de hablar. El poeta habla de las cosas que son suyas y de su mundo, aun cuando nos hable de otros mundos: las imágenes nocturnas están hechas de fragmentos de las diurnas, recreadas conforme a otra ley. El poeta no escapa a la historia, incluso cuando la niega o la ignora. Sus experiencias más secretas o personales se transforman en palabras sociales, históricas. Al mismo tiempo, y con esas mismas palabras, el poeta dice otra cosa: revela al hombre. Esa revelación es el significado último de todo poema y casi nunca está dicha de manera explícita, sino que es el fundamento de todo decir poético. En las imágenes y ritmos se transparenta, más o menos acusadamente, una revelación que no se refiere ya a aquello que dicen las palabras, sino a algo anterior y en lo que se apoyan todas las palabras del poema: la condición última del hombre, ese movimiento que lo lanza sin cesar adelante, conquistando siempre nuevos territorios que apenas tocados se vuelven ceniza, en un renacer y remorir y renacer continuos. Pero esta revelación que nos hacen los poetas encarna siempre en el poema y, más precisamente, en las palabras concretas y determinadas de este o aquel poema. De otro modo no habría posibilidad de comunión poética: para que las palabras nos hablen de esa «otra cosa» de que habla todo poema es necesario que también nos hablen de esto y aquello.
La discordia latente en todo poema es una condición de su naturaleza y no se da como desgarradura. El poema es unidad que sólo logra constituirse por la plena fusión de los contrarios. No son dos mundos extraños los que pelean en su interior: el poema está en lucha consigo mismo. Por eso está vivo. Y de esta continua querella —que se manifiesta como unidad superior, como lisa y compacta superficie— procede también lo que se ha llamado la peligrosidad de la poesía. Aunque comulgue en el altar social y comparta con entera buena fe las creencias de su época, el poeta es un ser aparte, un heterodoxo por fatalidad congénita: siempre dice otra cosa e incluso cuando dice las mismas cosas que el resto de los hombres de su comunidad. La desconfianza de los Estados y las Iglesias ante la poesía nace no sólo del natural imperialismo de estos poderes: la índole misma del decir poético provoca el recelo. No es tanto aquello que dice el poeta, sino lo que va implícito en su decir, su dualidad última e irreductible, lo que otorga a sus palabras un gusto de liberación. La frecuente acusación que se hace a los poetas de ser ligeros, distraídos, ausentes, nunca del todo en este mundo, proviene del carácter de su decir. La palabra poética jamás es completamente de este mundo: siempre nos lleva más allá, a otras tierras, a otros cielos, a otras verdades. La poesía parece escapar a la ley de gravedad de la historia porque su palabra nunca es enteramente histórica. Nunca la imagen quiere decir esto o aquello. Más bien sucede lo contrario, según se ha visto: la imagen dice esto y aquello al mismo tiempo. Y aun: esto es aquello.
La condición dual de la palabra poética no es distinta a la de la naturaleza del hombre, ser temporal y relativo pero lanzado siempre a lo absoluto. Ese conflicto crea la historia. Desde esta perspectiva, el hombre no es mero suceder, simple temporalidad. Si la esencia de la historia consistiese sólo en el suceder un instante a otro, un hombre a otro, una civilización a otra, el cambio se resolvería en uniformidad, y la historia sería naturaleza. En efecto, cualesquiera que sean sus diferencias específicas, un pino es igual a otro pino, un perro es igual a otro perro; con la historia ocurre lo contrario: cualesquiera que sean sus características comunes, un hombre es irreductible a otro hombre, un instante histórico a otro instante. Y lo que hace instante al instante, tiempo al tiempo, es el hombre que se funde con ellos para hacerlos únicos y absolutos. La historia es gesta, acto heroico, conjunto de instantes significativos porque el hombre hace de cada instante algo autosuficiente y separa así al hoy del ayer. En cada instante quiere realizarse como totalidad y cada una de sus horas es monumento de una eternidad momentánea. Para escapar de su condición temporal no tiene más remedio que hundirse más plenamente en el tiempo. La única manera que tiene de vencerlo es fundirse con él. No alcanza la vida eterna, pero crea un instante único e irrepetible y así da origen a la historia. Su condición lo lleva a ser otro; sólo, siéndolo puede ser él mismo plenamente. Es como el Grifón mítico de que* habla el canto XXXI del Purgatorio: «Sin cesar de ser él mismo se transforma en su imagen». La experiencia poética no es otra cosa que revelación de la condición humana, esto es, de ese trascenderse sin cesar en el que reside precisamente su libertad esencial. Si la libertad es movimiento del ser, trascenderse continuo del hombre, ese movimiento deberá estar referido siempre a algo. Y así es: es un apuntar hacia un valor o una experiencia determinada. La poesía no escapa a esta ley, como manifestación de la temporalidad que es. En efecto, lo característico de la operación poética es el decir, y todo decir es decir de algo. ¿Y qué puede ser ese algo? En primer término, ese algo es histórico y fechable: aquello de que efectivamente habla el poeta, trátese de sus amores con Galatea, del sitio de Troya, de la muerte de Hamlet, del sabor del vino una tarde o del color de una nube sobre el mar. El poeta consagra siempre una experiencia histórica, que puede ser personal, social o ambas cosas a un tiempo. Pero al hablarnos de todos esos sucesos, sentimientos, experiencias y personas, el poeta nos habla de otra cosa: de lo que está haciendo, de lo que se está siendo frente a nosotros y en nosotros. Nos habla del poema mismo, del acto de crear y nombrar. Y más: nos lleva a repetir, a recrear su poema, a nombrar aquello que nombra; y al hacerlo, nos revela lo que somos. No quiero decir que el poeta haga poesía de la poesía —o que en su decir sobre esto o aquello de pronto se desvíe y se ponga a hablar sobre su propio decir— sino que, al recrear sus palabras, nosotros también revivimos su aventura y ejercitamos esa libertad en la que se manifiesta nuestra condición. También nosotros nos fundimos con el instante para traspasarlo mejor, también, para ser nosotros mismos, somos otros. La experiencia descrita en los capítulos anteriores la repite el lector. Esta repetición no es idéntica, por supuesto. Y precisamente por no serlo, es valedera. Es muy posible que el lector no comprenda con entera rectitud lo que dice el poema: hace muchos años o siglos fue escrito y la lengua viva ha variado; o fue compuesto en una región alejada, donde se habla de un modo distinto. Nada de esto importa. Si la comunión poética se realiza de veras, quiero decir, si el poema guarda aún intactos sus poderes de revelación y si el lector penetra efectivamente en su ámbito eléctrico, se produce una recreación— Como toda recreación, el poema del lector no es el doble exacto del escrito por el poeta. Pero si no es idéntico por lo que toca al esto y al aquello, sí lo es en cuanto al acto mismo de la creación: el lector recrea el instante y se crea a sí mismo.
 El poema es una obra siempre inacabada, siempre dispuesta a ser completada y vivida por un lector nuevo. La novedad de los grandes poetas de la Antigüedad proviene de su capacidad para ser otros sin dejar de ser ellos mismos. Así, aquello de que habla el poeta (el esto y el aquello: la rosa, la muerte, la tarde soleada, el asalto a las murallas, la reunión de los estandartes) se convierte, para el lector, en eso que está implícito en todo decir poético y que es el núcleo de la palabra poética: la revelación de nuestra condición y su reconciliación consigo misma. Esta revelación no es un saber de algo o sobre algo, pues entonces la poesía sería filosofía. Es un efectivo volver a ser aquello que el poeta revela que somos; por eso no se produce como un juicio: es un acto inexplicable excepto por sí mismo y que nunca asume una forma abstracta. No es una explicación de nuestra condición, sino una experiencia en la que nuestra condición, ella misma, se revela o manifiesta. Y por eso también está indisolublemente ligada a un decir concreto sobre esto o aquello. La experiencia poética —original o  derivada de la lectura— no nos enseña ni nos dice nada sobre la libertad: es la libertad misma desplegándose para alcanzar algo y así realizar, por un instante, al hombre. La infinita diversidad de poemas que registra la historia procede del carácter concreto de la experiencia poética, que es experiencia de esto y aquello; pero esta diversidad también es unidad, porque en todos estos y aquellos se hace presente la condición humana.
Nuestra condición consiste en no identificarse con nada de aquello en que encarna, sí, pero también en no existir sino encarnando en lo que no es ella misma.
El carácter personal de la lírica parece ajustarse más a estas ideas que la épica o la dramática. Épica y teatro son formas en las cuales el hombre se reconoce como colectividad o comunidad, en tanto que en la lírica se ve como individuo. De ahí que se piense que en las dos primeras la palabra común —el decir sobre esto o aquello— ocupa todo el espacio y no deja lugar para que la «otra voz» se manifieste. El poeta épico no habla de sí mismo, ni de su experiencia: habla de otros y su decir no tolera ambigüedad alguna. La objetividad de lo que cuenta lo vuelve impersonal. Las palabras del teatro y de la épica coinciden enteramente con las de su comunidad y no es fácil —excepto en el caso de un teatro polémico, como el de Eurípides o el moderno— que revelen verdades distintas o contrarias a las de su mundo histórico. La forma épica —y, en menor grado, la dramática no ofrecen posibilidad de decir cosas distintas de las que expresamente dicen; la libertad interior que, al desplegarse, permite la revelación de la condición paradójica del nombre, no se da en ellas, por tanto, no se establece ese conflicto entre historia y poesía que más arriba se ha tratado de describir y que parecía constituir la esencia del poema. La coincidencia entre historia y poesía, entre palabra común y palabra poética, es tan perfecta que no deja resquicio alguno por donde puede colarse una verdad que no sea histórica. Es indispensable examinar esta opinión, que contradice en parte todo lo dicho.
Épica y teatro son ante todo obras con héroes, protagonistas o personajes. No es aventurado afirmar que precisamente en los héroes —acaso con mayor plenitud que en el monólogo del poeta lírico— se da esa revelación de la libertad que hace de la poesía, simultánea e indisolublemente, algo que es histórico y que, siéndolo, niega y trasciende la historia. Y más: ese conflicto o nudo de contradicciones que es todo poema se manifiesta con mayor y más entera objetividad en la épica y la tragedia. En ellas, a la inversa de lo que sucede en la lírica, el conflicto deja de ser algo latente, jamás explícito del todo y se desnuda y muestra con toda crudeza. La tragedia y la comedia muestran en forma objetiva el conflicto entre los hombres y el destino y, así, la lucha entre poesía e historia. La épica, por su parte, es la expresión de un pueblo como conciencia colectiva, pero también lo es de algo anterior a la historia de esa comunidad: los héroes, los fundadores. Aquiles está antes, no después, de Grecia. En fin, en los personajes del teatro y de la epopeya encarna el misterio de la libertad y por ellos habla la «otra voz».
Todo poema, cualquiera que sea su índole: lírica, épica o dramática, manifiesta una manera peculiar de ser histórico; mas para asir realmente esta singularidad no basta con enunciarla en la forma abstracta en que hasta ahora lo hemos hecho sino acercarnos al poema en su realidad histórica y ver de manera más concreta cuál es su función dentro de una sociedad dada. Así, los capítulos que siguen tendrán por tema la tragedia y la épica griegas, la novela, y la poesía lírica de la edad moderna. No es casual la elección de épocas y géneros. En los héroes del mito griego y, en otro sentido, en los del teatro español e isabelino, es posible percibir las relaciones entre la palabra poética y la social, la historia y el hombre. En todos ellos el tema central es la libertad humana. La novela, por su parte, según se ha dicho muchas veces, es la épica moderna; asimismo, es una anomalía dentro del género épico y de ahí que merezca una meditación especial. Finalmente, la poesía moderna constituye, como la novela, otra excepción: por primera vez en la historia la poesía deja de servir a otros poderes y quiere rehacer el mundo a su imagen. Sin duda los poemas de Baudelaire no son esencialmente distintos, en la medida en que son poemas, a los de Li Po, Dante o Safo. Lo mismo puede decirse del resto de los poetas modernos, en cuanto creadores de poemas. Pero la actitud de estos poetas —y la de la sociedad que los rodea— es radicalmente diferente a la de los antiguos. En todos ellos, con mayor o menor énfasis, el poeta se alía al teórico, el creador al profeta, el artista al revolucionario o al sacerdote de una nueva fe. Todos se sienten seres aparte de la sociedad y algunos se consideran fundadores de una historia y de un hombre nuevos. De ahí que, para los fines de este trabajo, se les estudie más bien en este aspecto que como simples creadores de poemas.
Antes de inclinarnos sobre el significado del héroe, parece necesario preguntarse en dónde se ha dado con mayor pureza el carácter heroico. Hasta hace poco, todos hubieran contestado sin vacilar: Grecia. Pero cada día se descubren más y más textos épicos, pertenecientes a todos los pueblos, desde la epopeya de Gügamesh hasta la leyenda de Quetzalcóatl, que entre nosotros ha reconstruido el padre Ángel María Garibay K. Estos descubrimientos obligan a justificar nuestra elección. Cualesquiera que sean las relaciones entre poesía épica, dramática y lírica, es evidente que las primeras se distinguen de la última por su carácter objetivo. La épica cuenta; la dramática presenta. Y presenta de bulto. Ambas, además, no tienen por objeto al hombre individual sino a la colectividad o al héroe que la encarna. Por otra parte, teatro y épica se distinguen entre sí por lo siguiente: en la épica, el pueblo se ve como origen y como futuro, es decir, como un destino unitario, al que la acción heroica ha dotado de un sentido particular (ser digno de los héroes es continuarlos, prolongarlos, asegurar un futuro a ese pasado que siempre se presenta a nuestros ojos como un modelo); en el teatro, la sociedad no se ve como un todo sino desgarrada por dentro, en lucha consigo misma. En general, toda épica representa a una sociedad aristocrática y cerrada; el teatro —por lo menos en sus formas más altas: la comedia política y la tragedia— exige como atmósfera la democracia, esto es, el diálogo: en el teatro la sociedad dialoga consigo misma. Y así, mientras sólo en momentos aislados los héroes épicos son problemáticos, los del teatro lo son continuamente, salvo en el instante en que la crisis se desenlaza. Sabemos lo que hará el héroe épico, pero el personaje dramático se ofrece como varias posibilidades de acción, entre las que tiene que escoger. Estas diferencias revelan que hay una suerte de filialidad entre épica y teatro. El héroe épico parece que está destinado a reflexionar sobre sí mismo en el teatro, y de ahNjue Aristóteles afirme que los poetas dramáticos toman sus mitos —esto es, sus argumentos o asuntos— de la materia épica. La epopeya crea a los héroes como seres de una sola pieza; la poesía dramática recoge esos caracteres y los vuelve, por decirlo así, sobre sí mismos: los hace transparentes, para que nos contemplemos en sus abismos y contradicciones. Por eso el carácter heroico sólo puede estudiarse plenamente si el héroe épico es también héroe dramático, es decir, en aquella tradición poética que hace de la primitiva materia épica objeto de examen y diálogo.
No es muy seguro que todas las grandes civilizaciones posean una épica, en el sentido de las grandes epopeyas indoeuropeas. El libro de los cantos, en China, y el Manyoshu, en el Japón, son recopilaciones predominantemente líricas. En otros casos, una gran poesía dramática desdeña su tradición épica: Corneille y Racine buscaron héroes fuera de la materia épica francesa. Esta circunstancia no hace menos franceses a sus personajes, pero sí revela una ruptura en la historia espiritual de Francia. El «gran siglo» da la espalda a la tradición medieval y la elección de temas hispanos y griegos revela que esa sociedad había decidido cambiar sus modelos y arquetipos heroicos por otros. Ahora bien, si concebimos el teatro como el diálogo de la sociedad consigo misma, como un examen de sus fundamentos, no deja de ser sintomático que en el teatro francés el Cid y Aquiles suplanten a Rolando, y Agamenón a Carlomagno.
Si el mito épico constituye la sustancia de la creación dramática, debe haber una necesaria relación de filialidad entre épica y teatro, según acontece entre griegos, españoles e ingleses. En la epopeya el héroe aparece como unidad de destino; en el teatro, como conciencia y examen de ese mismo destino. Pero la problematicidad del héroe trágico sólo puede desplegarse ahí donde el diálogo se cumple efectiva y libremente, es decir, en el seno de una sociedad en donde la teología no constituye el monopolio de una burocracia eclesiástica y, por otra parte, ahí donde la actividad política consiste sobre todo en el libre intercambio de opiniones. Todo nos lleva a estudiar el carácter heroico en Grecia, porque sólo entre los griegos la épica es la materia prima de la teología y sólo entre ellos la democracia permitió que los personajes trágicos reviviesen como conflictos teatrales los supuestos teológicos que animaban a los héroes de la epopeya. Así pues, sin negar otras epopeyas ni un teatro como el No japonés, es evidente que Grecia debe ser el centro de nuestra reflexión sobre la figura del héroe. Sólo entre los griegos —y en esto radica el carácter excepcional de su cultura— se dan todas las condiciones que permiten el pleno despliegue del carácter heroico: los héroes épicos son también héroes trágicos; la reflexión que sobre sí mismo hace el héroe trágico no está limitada por una coacción eclesiástica o filosófica; y, en fin, esa reflexión se refiere a los fundamentos mismos del hombre y del mundo, porque en Grecia la épica es, simultáneamente, teogonía y cosmogonía y constituye el sustento común del pensamiento filosófico y de la religión popular. La reflexión del héroe trágico, y su conflicto mismo, son de orden religioso, político y filosófico. El tema único del teatro griego es el sacrilegio, o sea: la libertad, sus límites y sus penas. La concepción griega de la lucha entre la justicia cósmica y la voluntad humana, su armonía final y los conflictos que desgarran el alma de los héroes, constituye una revelación del ser y, así, del hombre mismo. Un hombre que no está fuera del cosmos, como un extraño huésped de la tierra, según ocurre en la idea del hombre que nos presenta la filosofía moderna; tampoco un hombre inmerso en el cosmos, como uno de sus ciegos componentes, mero reflejo de la dinámica de la naturaleza o de la voluntad de los dioses. Para el griego, el hombre forma parte del cosmos, pero su relación con el todo se funda en su libertad. En esta ambivalencia reside el carácter trágico del ser humano. Ningún otro pueblo ha acometido, con semejante osadía y grandeza, la revelación de la condición humana.