CANTOS A LA NOCHE
I
Erraba yo por la ciudad oscura,
por calles y por rostros caídos a esa sombra desde la vida o desde las
estrellas;
erraba, viejo soñador, castigado
por la belleza que el amor del hombre no alcanza a conocer
y sabiendo
que el ensueño es vano y alejado como una música detrás de una puerta
que nadie abrirá nunca; sabiendo
que antes que yo y los sueños de mi vida rieron las hermosas muchachas
y por entonces amaron
y cantaba el ruiseñor y yo no era el amante; sabiendo
que cuando yo no esté
otros muchachos buscarán mi rostro en el río de los sueños
que Eurídice volverá de otros infiernos
con los ojos cubiertos por las aguas y la sombra para escuchar la vieja
melodía de Orfeo
y yo no seré nadie en esa música; sabiendo
que amar es estar perdido
siempre, siempre, siempre desterrado en un lento palacio.
Y así erraba yo y alcé los ojos, ¡noche! para mirar tu gran viento quemado,
oh noche, madre inmensa
tendida en los callados arenales de ébano,
y sentí que la tristeza de amar en este mundo sólo una fuente,
sólo el canto de un pájaro, sólo una gota de sangre, no descendía de tu
imperio ni de tu gran piedad sino que aquí crecía,
en el jardín terrestre
donde los hombres y la luz combaten entre ramas de mármol y pantanos.
Y así pensé en los dioses
que tú nutriste con tus ubres consteladas,
desdichadas criaturas hermosas en su fuego de piedra, con sus coronas de
carbón celeste,
con sus cabelleras de agua dulcemente tejida para las abejas enloquecidas
de amor;
pensé en los dioses de vellosos ijares ardientes prisioneros de una garza
del aire,
de una mejilla pastoral;
los bellos dioses que resplandecieron en la vastedad y en la arena que flota
sobre el mar, y en el viento que sopla en los cóncavos espacios;
los dioses anteriores
que crearon la alabanza y la tragedia
y los himnos que azotan la tierra y la devastan con sus carros de hierro.
Pensé en los dioses hijos de tu amor, oh noche, de tus majestuosos racimos
genitales.
Pensé en los dioses
y no pude llorar por su insigne desgracia.
Perdidos en tu reino
se extinguieron como leños sagrados, como ricas cenizas en el vasto
calor de la rosa lejana.
Pero nosotros pálidas criaturas,
pájaros de pelo delgado y frío, animales de fina calavera
delicada como pétalos de nácar; nosotros
herederos de la gran soledad, escombros del espacio enterrado en tu gran
vientre solemne,
nosotros, soñadores, hijos de la mujer, engendrados en su luna caída,
nutrimos nuestros sueños con infieles palabras que el diluvio arrastró
como un bosque de arpas y quisimos poblar la antigua soledad donde arde
la médula brillante del vacío
donde alimentas, ¡vieja loba nevada! la vasta creación.
II
En el mes de septiembre el hemisferio austral ve llegar la engañosa
primavera
con su espejo de almendra. (¡Ofelia, Ofelia, olvida tu canción!).
Contando nos perdemos en la oscura ciudad entre los hombres y las
muchachas
renacidos en el brillante pavor de sus cálidos cuerpos, y los amantes
queman la rosa del amor
junto al mar que golpea sus sienes inocentes.
(En Dakar es de noche.
Caminamos por la pista del aeropuerto, viajeros hacia París o Londres,
indiferentes, sensatos, silenciosos,
junto al ángel de plata que ha cruzado el mar.
Negros insomnes tallados como ídolos en el azúcar caliente de la noche.
Solo. Cambiando dinero en el bar de otro continente,
sin preguntar por tí. Lejos
de nuestros países agrupados en torno de las frutas.
Solo en la noche tórrida de espumas calcinadas solo, como el nácar celeste
de una vena quemada por el aliento de ángeles impuros.
Solo en la noche de Dakar,
perdido en el plumaje de un pájaro de llama negra, en la voz de los viajeros
desconocidos,
en el ruido del mar que se levanta resonando como un trueno de luto.
Solo, lejos de ti,
lejos de las maderas unidas de nuestra casa, de una pesada pluma de
piedra junto al cielo en Mendoza.
Solo, lejos,
en otra noche estoy).
En el mes de septiembre en nuestras tierras del oeste reverdecen las viñas
y vienen desde lejos apasionadas noches en los carros espumosos del agua.
Tú cantas y te pierdes en la oscura ciudad, sonriendo, mi amor,
sollozando, mi amor,
y buscas el jardín adorado que cuelga de las llaves del cielo.
El racimo solar cae sobre estos montes
y te golpea el pecho con su piedra de miel. Como desde lo hondo de un
rostro sepultado en arcones de polvo,
has contemplado el sueño vano de la juventud. Ahora ya es de noche y
duermen los amantes eternamente separados
en cada sueño, en cada
latido que gotea una arena distinta. El desvelado, ausente de un reino, de
una ciénaga de rosas
regresa a la ciudad cuando desciende sobre la inmensa sombra
la lanza solitaria de la luna.
III
Erraba yo, y sanamente preguntaba.
Llamo a esta puerta iluminada donde
un hombre ha derramado su lámpara de vino; llamo a esta ventana que
han cerrado para que yo no llame.
Este es el resplandor atroz de la taberna de los pobres
inundado por un río pesado donde flotan pájaros del diluvio.
Esta es la mirada del ídolo cubierto
de pálidos cabellos tejidos por la muerte, el ídolo que roe las maderas
podridas de la noche y sonríe en los vastos espacios.
(¿O pensé acaso en el ruiseñor que cantó en aquel granado?).
Preguntaba yo, y allí estaba mi padre
que no dormía en la alta noche velando por el hijo perdido en la violencia y
el canto de las rosas.
Y pregunté qué era esa respiración mortal y vi un jardín de aire
enloquecido
que un gran pájaro bebe solitariamente.
Y sólo el amor paseaba
con su espejo bordado de hiedra roja y viento. Alcé entonces los ojos, y
también más allá donde no estás, donde se pierde
inútilmente el hierro de los hombres, vi el león majestuoso de los astros
alzándose despacio en las arenas sagradas de la música.
IV
A Luis Soler Cañas
Oh, nocturna ciudad, corazón de los hermanos en la noche.
Tu pan de inclemencia has partido para sus bocas miedosas,
maldiciendo en la noche.
Oh nodriza de calcinados pechos, madre salvaje y ciega! Oh, inmensa
pesadumbre!
Ellos allí estarán roídos por la vida tenaz, por la tristeza
de las noches que lamen lentamente sus briznas de esplendor,
sus rostros, otra vez, en los cristales fríos de la ciudad nocturna
repetirán esos cansados ojos que el amor ha comido, esos ojos de espera
que no se duermen nunca mirando los andrajos de una vida,
la mano abierta y ciega de los años
en el desierto de las almas inmortales. Ellos allí estarán, lentos en la
noche.
Yo fui su hermano y su sed fue la mía.
Sus castigadas manos me guiaron con ternura impaciente
porque era débil y para el débil está hecho el hombro
del hermano.
Yo fui entre todos ellos el más pobre y herido
y mi vida se colmó con los bienes de su piedad terrible.
Más allá de la estéril soledad de sus noches la indiferencia abría
magníficas espigas.
Yo vi cómo sus dientes miserables roían
la materia tremenda de la ciudad, sus raíces de espanto. Yo vi cómo sus
lenguas incesantes gastaban las estatuas de oro
hasta lamer un corazón caliente, manchado por la noche.
Yo conocí también su mesa y sobre su mesa el pan del desamparo
y sus oscuras manos ofreciendo la pobreza y el frío.
¡Ah, su canto en la noche! Cómo se oscurecía la diadema insensata de mi
frente de orgullo, mi vanidosa cueva de culebras brillantes!
Sus dedos se extendieron temblando en las tinieblas y tocaron el ciego
corazón de las piedras mortales.
Y vi el torrente de la vida y más allá unas colinas doradas
y vi las otras criaturas apacibles de la música
y las que no podré nombrar con mi pesada lengua.
Ellos, ellos cantan en la noche
en la ciudad terrible sus canciones malditas entre los despiadados
mendigos de la luna.
V
(En la noche de Londres conoces un espejo envenenado
de olvido. Niegas tu rostros, buscas
con tus ojos abiertos como piedras partidas en las luces de Soho.
Dime, pregúntame otra vez quién eres en este río extraño
que arrastra los calientes desperdicios de la noche y las flotantes hojas
vagabundas de una canción atroz.
Has llegado a la última frontera,
más allá de la niebla, más allá de las luces del amor, más allá de la música
enterrada
en el desprecio y en los sótanos cálidos
y sólo ves la imagen de un ángel que se hunde con las alas abiertas.
Tachos de basura, ruidos del amor
crueles, fugaces como ecos de pájaros perdidos; y la vieja señora de
sombrero negro
que derrama el cognac de los años lejanos mientras canta como un
ruiseñor seco una canción de Francia.
Noche de Londres!. Lejos, el río pasa bajo los puentes
junto a las tabernas con su gallo de oro, y hacia Blackfryars
alguien canta una canción que no conozco, que no conoceré nunca
porque este espejo roto clavado entre mis ojos sólo refleja el viento
vagabundo que pasa
por una calle solitaria, por el alma perdida.
A las once cierran los bares.
Todo rueda en el torrente de tu pecho extranjero, el río, las canciones, las
basuras de la noche,
el alma,
todo rueda hacia el mar).
VI
Erraba yo por la belleza alejada,
en las habitaciones iluminadas por el relámpago y la vida
por el vacío y la esperanza; erraba
como una ola separada del unísono mar;
erraba como nadie, como el hueso de un pájaro arrebatado a la flor del
plumaje,
a la figura remota de su canto; erraba
como la pálida piel de una culebra arrastrada por el viento en la planicie.
Y el poema no estaba en mis palabras
y el canto era distinto como una espada y el guerrero. Y alcé mi rostro,
noche, otra vez para juntar mis ojos desterrados
a tus llanuras lúcidas
donde el último polvo de los dioses gira sobre la piedra astral.
Y quise levantar la ciudad con el techo del hombre, con la piedra de la casa
del hombre,
con el terrible pan de cada día del hombre, con el odio, la furia y la piedad
de la tierra, hasta un jazmín de luz azul que se entreabría sin delirio y sin
muerte en tus laderas.
Y nada respondió y el enjoyado espacio giraba gravemente sin nosotros.
Esta es la ciudad.
Aquí la noche es el hombre caído,
el perro de dientes ávidos y saludables, el bello terciopelo del hogar
manchado por el aceite de las alcuzas,
el hombre de labios sensitivos que muerde
la harina y el tabaco y el polvo de los animales. Aquí la noche es el Juez
con los ojos clavados por espinas de estiércol
y es el papel que flota entre tu aliento y la desdicha.
Aquí la noche es el asesino desgarrado por el diente de oro de su crimen,
la mujer crucificada en las alcobas del hastío y del amor, es el sueño de un
niño que envejece
con las hortensias de un jardín de arena. Aquí la noche es la noche de los
hombres atados con su orgullo a una cadena seca.
Pero tú, antigua noche, lames la pureza de tu vientre, cavado por un río de
plata
y engendras la vastedad y el Soñador.
Y hacia mí vienes con tu cabellera de hierbas siderales,
con el anillo azul de los planetas, con la sonata de la errante luna;
y yo, perdido, en la ciudad nocturna levanto hasta tus altos animales
lujosos
la sombra de la estrella terrestre, el himno roto. Y el polvo del poema.
(“Cantos a la noche”)
CANTOS PARA DAFNE FLORECIDA
Conoce, ¡Oh Dafne! al fin, este amor sin reposo, esta raíz ardiendo donde
nacen las verdes espesuras conmovidas.
No te apiaden sus ojos de adolescente ciego riendo en la llanura,
ni bajo la venerable luz de las encinas sin memoria tiemble tu voz por sus
débiles manos de niño dulce y desdichado.
Conócelo en su noche; en las lentas poblaciones del sueño cruzadas por
arcángeles sin gracia,
por fatigados animales fríos o tenaces ráfagas de sed.
¡Ah! Es el enamorado de sí mismo quemándose entre maravillosas
espadas por querer ser ceniza, algo que se termina.
Es el amor sediento entre un sueño de fuentes verdes en el estío
junto a la paz de un rey de lentísima piedra
que en otros tiempos, ya, vigilaba el destino del ciprés.
Es ese llanto seco que no alumbra los ojos del amante marchito
ni convoca las joyas ilustres de sus lágrimas, es el grito sin eco donde
descansar luego
y es también la soledad de llanuras quemadas sin reposo;
esa triste hermosura de los imperios castigados
con invasiones ardientes y leopardos de oro y lluvias de ceniza.
Búscalo detenido junto a los mediodías fugaces de las rosas.
Es también el amor, el nuevo amor, el pausado enemigo
que en los últimos días cuando aún sonreíamos
anunciaba en verdores el floreciente llanto.
¡Oh, las violetas de entonces y los besos que oscurecían tus débiles rodillas
en nuestra soledad inmemorial y triste de ya ausentes!
¡Y la callada y victoriosa hiedra
creciendo con nosotros hacia donde ya nada y nadie esperarían!
¡Ah! Pero tú aún sonríes y amas la graciosa retama y te cubres de hojas
brillantes y de suaves amores. A veces un sonido lejano de oro muerto,
temblando entre las frondas,
te lleva hasta otro sueño de vírgenes orillas y de tallos recientes.
Y ves correr mis lágrimas de doncel que se muere con un laúd de frío en
las manos mojadas.
Pronto despiertas, Dafne, en tu orilla impasible mientras los adolescentes
se queman, enlazados,
en el esbelto fuego de sus hermosos brazos moribundos.
¡Ah, Dafne, Dafne! No conoces el duro vendaval, el terrible e inmóvil
rumor de la mano en el pelo áspero y tibio en la media noche;
ese pálido viento de las madrugadas atroces y celestes!
Tú no conoces las oscuras memorias donde el grito no suena,
donde el sollozo no tiene pecho donde estar, ni el amor labios donde morir
de amor
o felicidad, su enemiga, su amante... Tú no conoces nada;
ni el rumor repetido de la ausente arboleda, ni la luz de los falsos rosales
venturosos,
ni siquiera esta voz con que digo: ¡Te quiero!
¡Ah, si sólo fuera la tarea impar de olvidar el amor!
¡Si sólo fuera lo sencillo de quemar la arboleda y no de sustentarla
sangre con sangre unidas y en soledad eterna!
Así pasan los días arrastrando sus deplorables flores resignadas,
sus arpas sin arcángeles, sus rasos taciturnos.
Aureolas cenicientas de la fiesta olvidada
se hunden en los tesoros de niebla del espejo
y cada día tristemente se parece a otro día que ya hemos llorado.
Llega el reposo, a veces, desde la gris llanura donde muere el amor
y entonces los cansados sillones empiezan a olvidarse despacio
en las pálidas fundas de frío lienzo endurecido.
Las cintas se deshacen en los cofres de marfil fatigado y la noble madera se
destruye minuciosa y dorada.
Nadie enciende tampoco el candelabro de plata en las noches de lluvia y
corredores
y las antiguas palabras ya no maldicen a los amargos varones de la casa.
Así, un día la púrpura roída de un cortinado cae entre oro polvoriento y
delgadas arañas;
y los mohosos ornamentos se deslizan por las paredes en la noche
con un rumor de pasos, de servidores muertos, en las alcobas clausuradas.
Es el tiempo de morir. Sonreímos. Ya la hiedra maldita se ha secado.
¡Ah, pero no, Dafne, Dafne!
El fuego está creciendo en la raíz inmemorial de las piedras
y se alza el rumor de las fuentes que te buscan sin cauce.
Hacia ti van los ríos como ciervos de espumas y delirio.
Las arenas desatan su sed entre tus labios inmortales y en una soledad de
arpas iluminadas
un ángel nos castiga con su rama de fuego.
¡Ah cómo nos engañamos, criaturas de sueño!
¡Cómo decimos mirando el aire nuevo, el agua en flor y el conmovido
junco;
«He aquí la profecía cumplida. ¡Los reinos de la dicha que llegan!»
No. Tú no sabes nada, nada. ¡Oh Dafne florecida! No sabes cómo hiere este
amor que retorna, cómo es de apasionada su solitaria tierra,
no sabes cómo, pronto, el llanto es nuestro hijo pródigo.
No. Nunca sabrás nada en tu gracia de venablo y de fuente.
Nunca sabrás cómo el amor llega a ser una incesante hiedra apagada y
sedienta;
cómo llega a ser la interminable soledad de esos dos que se quieren
y que no tienen brazos con que enlazar su floreciente tierra,
ni ojos con que dormir en su pureza pálida de amantes.
No. Nunca sabrás nada. Nada.
Ni aunque en la paciente madrugada
el caballero ciego encienda el candelabro tantos años caído,
en la ventana frente al mar indescifrable
y sus pálidas manos se parezcan tanto a otra antigua y perezosa hiedra;
ni aunque me sientas por la noche, enloquecido, buscarte por los mares
vacíos;
o aunque mi triste boca de varón en sollozos
te pregunte tímidamente por el antiguo jaramago o el álamo de entonces,
tú nunca sabrás nada, oh, Dafne en flor, hija del agua amarga.
Estas son mis palabras. Las borrarán tus fuentes naciendo en el estío.
Llegará un día acaso en que en la noche sin amparo pasees desvelada y
culpable con tu cuerpo vestido de frío por las alcobas donde la dura sed no
reposa.
O que vestida acaso con trajes de hermoso luto, entre las frías dalias
insomnes bajo la luna,
preguntes por el maligno amor que no secó las verdes raíces de tus ríos.
Querrás reconocer entonces los retratos que midieron la muerte en
olvidados cofres,
alzar el candelabro caído entre las manos de la lluvia, volver a levantar el
cielo de las arpas en el salón iluminado,
pero no tendrás manos, ni ojos, ni memoria,
ni este rumor de adolescente herido sangrando entre la hierba.
Y querrás preguntarme atormentada, ¡oh Dafne, Dafne!
porqué el amor se yergue hasta ser azucena purísima en su gracias
y porqué luego, lentamente el amor se desnuda para ser una espada de
ceniza y de frío.
Y entonces no estaré para decirte: ¡Mira!
Y mostrarte la llanura de silencio, el olvido. (“Elegías de San Miguel”)
COMO SI ALGUIEN REGRESARA
Como si alguien regresara del polvo de una lámpara soñada
trayendo el vidrio alado de la memoria
y supiera escribir en el agua matinal del olvido su nombre, gota a gota,
hasta morir,
así
te he visto entrar en la sala del rey y te he reconocido, oh loba clara.
ronca piel de perfume cautivo en la jaula del sol.
Y todo es como un arpa cerrada
como la música de un gran rosal que se deshoja, la madera del mar que se
quema en tu pelo,
el desván de tus ojos.
(De la antología de Mario Ballario: «50 años de poesía en Mendoza»,
Azor, 1972, Mendoza)
EL SOÑADOR
A Sofía Maffei
“…nightly she sings on yon pomegranate-tree…” SHAKESPEARE
Errante, más allá de las fronteras que los jardines ponen al olvido;
más allá de los mares que embellecenlas delicadas orlas de la muerte, el
soñador, el huésped del delirio bebe su lenta luna envenenada.
Coronados los ojos por la noche labrada como un himno; laceradas las
sienes por la música
que las piedras arrancan del amor, el soñador contempla la batalla,
el polvo azul de las espadas cubriendo la memoria y los palacios.
Su canto más antiguo que estas piedras pulidas por la muerte;
más bonito que estas pálidas cisternas donde el olvido entierra sus
estatuas; su canto circular como la noche,
como el cuervo lunar,
regresa a las terrazas donde brillan los pórfidos del viejo paraíso.
Retorna como un río largamente quejoso, de la dicha,
murmurando en la luz apasionada de una ribera portentosa
donde las ruinas del amor levantan
sus ónices cubiertos por la hiedra del sueño y las batallas.
Retorna como el paso
de un gran mendigo pródigo
viajero en la carreta morada del otoño que trae la melodía de otra fiesta.
Con los ojos quemados por el polvo nocturno, por la celeste sal de las
estrellas,
el soñador contempla el luminoso
ciervo del cielo y en sus párpados una herrumbre de plata se endurece.
El soñador descifra el bello rostro de la amada dormida
bajo el alucinado hierro azul de la luna y el ruiseñor del mundo
mueve una fuente oscura y un granado.
Más allá del desierto que devora
las lámparas y el rostro de los sueños; más allá de los muros que levantan
la cal y la saliva de la muerte;
más allá de las rocas donde embisten con sus hocicos de espumosa hiedra
los caballos del mar, donde se hunde el trono majestuoso de la noche,
alguien sueña
y la antigua nostalgia de un granado lleno de ruiseñor le quema el pecho,
para que el ruido oscuro de una rosa ate un río de pájaros al mundo
y una perdida música cruzando el paraíso
que el amor arrasó con luz pesada, descifre otro jardín, otro relámpago.
La corona desciende
como un imperio calcinado y bello sobre la cabellera del que duerme y la
quemada piedra de la noche vuelca sobre su río iluminado
una copa de brasas amarillas. («Tres poemas»)
POEMA
¿Hasta qué otro paisaje he de llegar Para encontrar la tan querida muerte?
Las piedras de otros países no te responden
Y el mar alza la lámpara de los pájaros grises para decir que no.
No busques el camino más allá de tu infancia.
En tu casa hay una vieja fotografía donde ya estás muerto, Alfonso.
ICI REPOSE MAX JACOB 1876-1944
En Ivry son nuevas las tumbas; nueva la distribución de la muerte.
Nuevos los visitantes. Todo es nuevo en Ivry. Los fusilados hacen lugar a
Max Jacob;
«Caliéntate, Max. Eres un pobre judío y tienes frío otra vez. Los caballos
no te acompañaron
ni las cornetas sonaron alegremente en tus funerales».
Un pájaro tiene el nombre de Ayer. a veces canta para los fusilados de Ivry.
Nada reluce demasiado, pero todo es nuevo como el ala de la mañana
cuando quema los bosques de la tierra.
¿Cómo será un cementerio desconocido, una piedra color de abadía
en el cementerio de Ivry?
Los visitantes dicen los domingos:
«Aquí yace Max Jacob, el judío que veía al Señor».
Y los parientes de los héroes desfilan como guerreros con sus cartuchos de
alhelíes que estallan sobre las tumbas.
Conversan de las vidas de los muertos, rinden graves honores
y conmemoran las batallas, las lluvias, las cosechas.
Tú te acurrucas, te hundes más en la tierra para no molestar a tanta gloria
y miedo.
Otras veces los caracoles son los visitantes.
Juegan despacio y no honran a nadie.
Saben demasiado para ocuparse de las piedras preciosas,
de los adornos de hierro, de las otras almas.
Cuando canta el pájaro de Ayer piensas en la Rue Ravignan,
en las canciones de Morven,
en tus grandes defectos, los poemas.
¡Ah Max! ¿Dónde están tus lamentos,
tus grotescas plegarias en Notre-Dame-de-Sion?
Nada de aquello sirve para esta tumba nueva y debes esperar entre tu bella
túnica de tierra.
Los otros están antes que la tristeza de tus ojos. Sin embargo tú sabes que
la Virgen ha reído con tu extraño sombrero,
con tu cabeza sonrosada de asno malicioso; tú sabes que Nuestra Señora
ha recogido
la joya inmaculada de tu bautismo, y eso basta. La Santa Virgen te conoce,
Max, y ha preguntado por su niño de Ivry.
Los visitantes del domingo vuelven. En el día del señor no descansan;
no descansas sus almas atormentadas por condecoraciones, himnos y
folletines.
Se cuadran ante las palmas y hacen callar a los niños que entre las tumbas
ríen
enloquecidos con su juguete de domingo.
Piensan en grandes banderas subterráneas,
en la marcha de los héroes por el yeso y el cuarzo. Hablan de un paraíso
sepultado, del damasco de oro que arde en el centro de la tierra
donde los muertos juegan vestidos de emperadores.
Ellos saben y hablan con voz grave
nombrando los elementos aéreos y sumergidos, los clavos del silencio, el
río de los metales,
las sales de tiniebla donde viven los muertos.
Un niño mira una mariposa y la sigue. Es tu tumba.
Lo detienen los hombres de la tarde
y con solemnes maneras lo reprenden:
«Deja en paz a Max Jacob; el judío
que vio la sonrisa del Señor y su manto celeste».
Y luego restituyen el orden de las coronas confundidas con el gesto severo
de los héroes.
¿Cómo será un cementerio perdido en el corazón de un poema?
¿Cómo será esa voz que me ha dicho
en la garganta oscura del agua de las tumbas:
«...Y héme aquí, yo, pobre judío viejo y estúpido en medio de esa cohorte
de cristianos
con alma de marfil!».
Es la misa del frío en Saint-Benoit-sur-Loire. Haces sonar la campanilla,
¡oh Buen Ladrón!., y la harina del día relumbra en los altares.
Las cuevas de la muerte son estrellas con leones ardiendo
donde se quema el polvo de los Jueces. Y tienes frío y tiemblas.
¡Cómo fulgura el carro de los ángeles, cómo brillan las barbas de los
santos, hermosas como lanzas!
El niño de Ivry tiene miedo.
«Ah, Max, qué tonto eres», dice la Santa Virgen. («Tres poemas»)
LA CANCIÓN DEL MENDIGO
Vosotros que dormís en las bellas estatuas Donde el sueño del mundo se detiene;
Vosotros -¡oh laurel, oh mármol elegido, oh diadema del tiempo!-Príncipes que recordáis los himnos inmortales
Y el idioma dorado en el mediodía de la columna original;
Vosotros, coronados, ciegos de ojos gloriosos, Tomad mi pobre corazón y
adormecedlo
En vuestro eterno encanto.
Dulce es la sombra de las ortigas en verano A la innoble alimaña que corre
oscuramente
Entre las venerables losas de los vedados patios. Dulce el crujido de las hojas
antiguas
Bajo el pie del amante que regresa embellecido por la muerte.
El mirlo de otro tiempo ha cantado en su laurel de olvido
Y el bien de mi corazón ha sonreído con dulce miedo Bajo los almendros
florecidos.
Por el fulgor antiguo preguntaron mis labios insensatos
Y se movieron las sagradas aguas
Y las rojas arenas azotaron los rostros milenarios.
¡Ah, pobre corazón, junco de oro tembloroso Quebrado en las orillas que los dioses
Con justo pie pisaron y espuelas de hermosura! Mirad, aquí está el hijo mudable,
el herido incesante, Castigado en el alba con el ocaso prometido,
Ávido, su tesoro de arena sus manos alza
Y derrama su muerte sobre la hermosa tierra.
¡Oh impasibles figuras de la ordenada piedra!
¡Cómo descansa la extraviada criatura del día En vuestros gestos puros
Extendidos sobre el desierto de los hombres!
¡Ah, cómo adora el efímero hijo
Los magníficos mantos que ningún viento mece, Las flores esculpidas en las
guirnaldas reales!
Dichosos los que han muerto y en las arpas de piedra Cantan por vuestras frías
manos eternizados.
Es el mirlo de ayer, ¡Oh fábula de piedra, Frente del tiempo! ¡Escucha!
Oye corazón mío otra vez la engañosa Canción del aire leve y la equívoca flauta.
«¡Ah, si atravesada por ebrias saetas Cayera entre la hierba de oro y de rocío Y me
mordieran los bellos
Dientes de los muchachos
Que en el verano corren desnudos entre las gacelas!
¡Ah, si tu dura mano, cazador, anudara Tibia flor de granado
A la fuente dormida de mis cabellos Y al despertar,
El canto de tu amor me nombrara en el mundo Con encendida lengua!
Mírame. Mira con tus ojos de primavera. Mira cómo mi pecho se agita de delicia
Si una rama de mirto lo azota suavemente. Mira cómo se elevan por mis piernas
las flores Que piso, cómo crece
La sed de las raíces por mis tobillos puros. Escucha cómo estallan en mis senos
floridos Los besos de la lluvia, ¡oh doncel del verano!»
Así cantaban junto a los laureles Las ebrias juventudes.
Sueña otra vez, ¡oh desterrado!, sueña.
Ahora que la amorosa tórtola del otoño Vuela por la colina
Y entre las anchas hojas que aires azules mueven Vuelve la voz de los reales
amantes abrasados.
Sueña otra vez y rememora
Tus días de joven dios ceñido de fulgor y laurel. Y háblanos del secreto de mi dulce
miseria.
«Rememoro tu noble adolescencia
Esculpida en los himnos por los ciegos ancianos En el atardecer de las espadas.
Te llamo con ternura mi hermano miserable, Te reconozco escarnecido hijo
De números eternos,
Te proclamo culebra nacida en lengua hermosa.
Te alabo como infame hoja de infame ortiga, Como polvo de ortiga,
Como sombra de ortiga en los dedos de un dios. Yo sé que tus palabras aún pesan
demasiado Porque brillantes fábulas oscuras
Velan la voz de los esclavos. Pero te nombro y dejo
Que sin descanso tiendas tu sed inaplacable, La raíz de tu lengua
Por oscura saliva alimentada, hacia el lejano resplandor inmenso
De una inmortal belleza que fue tuya». Los trabajos del año finalizan. Apacible
La vida es cuando el benigno fruto Sus efímeras gracias nos ofrece
Y el corazón, en paz con la cosecha, Ociosamente espera entre los justos.
Los mendigos contemplan desde lejos Los bellos palacios de la infancia.
Canta el mirlo reciente en la arboleda Y la arboleda ha muerto
En la canción de un mirlo de otro tiempo.
Ríe el amante cubierto de guirnaldas Y nupciales fulgores
Y el amante está dormido en lejanísimos otoños Bajo la luna lenta de las criptas.
Otro mendigo canta ya la canción de esta tarde Bajo los puentes muertos que no
veremos nunca Y en otros ojos cae
La prodigiosa siembra del crepúsculo.
Vosotros que dormís en las bellas estatuas de párpados sin noche
¡Oh príncipes, oh dioses!,
Salvadnos del castigo dichoso de admiraros. Salvadnos del destierro que la belleza
sin cesar inflige A tanta devorada boca oscura.
Dejad mi corazón en esta sombra,
Y aquí, entre las ortigas y las piedras natales Oscuramente, duerma junto a las
ruinas quietas, Bajo los grandes ojos pausados del olvido.
SEÑORA EN UN JARDÍN
Te vi vestida como si vinieras desde la oscura sombra.
En la errante ventana
mis ojos retenían el aire, las plumas que caían.
Miraba las dos caras del mar y de la tierra y la de aquella sombra que llamamos
luna.
Te vi vestida como si llegaras
con un ramo de agua y sin olvido, como si desnudaras con tu paso
la fría piel del sol cuando es de noche.
Y la memoria me pregunta siempre. Y yo repito a la brillante arena;
La vi vestida como si viniera desde otra oscura sombra, sí,
vestida por dentro. (Inédito)
PEDRO DEL CASTILLO FUNDA MENDOZA
Dios te salve, Señora, garza de luna austral, abanico de nieve sobre el valle de
Guentala y sobre el hierro y los caballos de hierro
y sobre nuestra sangre de hierro que se apaga en estas tierras desoladas y puras.
¡Oh Madre, oh paloma crecida sobre la cordillera! En este oscuro palomar te
nombro.
Soy Pedro del Castillo y crucé el ancho mar y crucé los desiertos
y arrastré las banderas de la ira y la piedad
para traer a esta oscura garganta del agua bajo los altos montes
la Harina de tu vientre; Yo, Pedro del Castillo,
en el nombre y servicio de tu Hijo, el Llegado, pueblo y fundo estas provincias de
Cuyo barridas por el silencio de las piedras eternas y el canto de los pájaros
australes.
Levanto aquí la casa del hombre y se endurece la cal de la mañana sobre las
serranías.
Soy Pedro del Castillo, fundador bala y uva, madera de la curz y ceniza del rancho.
Aquí fundo y reparto la tierra y estos indios que son naturaleza. Verbo y dulcísima
piel
y el pan reparto y estas claras hierbas de América bajo el aire en que sube la
Purísima Garza.
POEMA
Y yo no podría decir que aquello fuera así o tal vez como un sueño,
como una vieja melodía junto al fuego apagado que alguien recuerda antes de
partir.
Pero vi que mi mano caía sobre el rostro de los hombres y ya no relucía su rubí
codicioso
ni era mi mano aquella, sino el miedo
de otros dedos manchados que no eran los míos y me acercaban otras manos que
tampoco conocían las gracias de la vida.
Y todo se movía o creía estar en un camino hacia los ángeles
y con temor amoroso de las jerarquías, ascendían todos, despacio.
Sí, ellos también. Todo, todo se movía dichosamente.
Todo quiso decir: el hermano
y el amigo con su viejo sombrero de tiempo y la casa con el pequeño llamador de
hierro, dulce para el perdido en la noche
entre las estrellas del jardín.
Y era saber cómo se enciende el fuego, cómo se abre la puerta para el que sólo trae
lentas arcas de olvido.
Y era decir: Tú y yo, caminando por los viejos mercados,
junto a las bestias sacrificadas y los frutos que arden entre los pobres y los ricos
y la hermosa moneda de impiedad que los separa. Y todo quería decir ofrecerme a
esta vida
que me has dado estos ojos con que muero y te miro, y herirte sin descanso
con la resplandeciente mordedura del hombre perdido, repartido bajo nubes
feroces.
Y sin embargo ascendía entre infiernos, cantando.
VALS DEL ADIOS
A Thelma Fernández Burzaco
Un día todo empezará a cubrirse con el último pájaro; caerá lentamente como la
tarde unida y desnuda
que, tal vez sonriendo, detrás de las barandas, las glicinas, esperamos despacio
para el río dormido.
Movida por el aire tu mano se habrá abierto en la celeste sombra del verano.
Y guardaré las hojas que caen de tu mirada como un extraño avaro que sonríe
por el ensueño acompañado.
Estarás ya, alejándose inmóvil hacia el tiempo perdido
en el banco de piedra donde el último aromo resplandece, sola entre tus vestidos
de ayer,anocheciendo.
Un día todo dirá que hemos partido. Todo.
POEMA DE SALAMANCA
(A un ciego desconocido)
Vi las piedras. Vi el oro silencioso
Que en las piedras te erige, ¡oh Salamanca, corona de los días!
En el sol del verano cantan los cielos, cantan.
¡Oh pájaro, oh negro fuego ardiendo sobre Salamanca
Que resplandece junto al Tormes, día
Que no ha empezado nunca!
Vi a los hombres. Miré los dientes blancos
Vi aquellos campesinos
Sonriendo en la madrugada del mercado,
Brillando junto al día que cavaba mi pecho.
Sentados en las piedras esperaban
El don de la mañana, la pródiga pobreza.
Las más hermosas frutas estaban a su lado
Y la oscura belleza de la vida;
Y sus grandes sombreros de paja reposaban
Bajo el ángel azul que el alba nos devuelve.
Y vi sus obras y sus efímeras dichas
Resplandeciendo sobre mulos grises.
Y su tibio aguardiente. Y el grave buey del año
Que arrastran lentamente entre los trigos.
Y vi también la mano de aquel desconocido
Que me decía adiós demorando la tarde
Que huía de las frutas y de las grandes piedras.
Un día volveré, ciego, para no verte,
Para extender también una mano perdida
Y tocar esa piedra y decir que es dorada
Y tocar ese rostro y decir que no ha muerto
Y tocar una antigua pared, una aldaba, una puerta cerrada,
en Salamanca.
CAMINA EL POETA Y NO SABE
“Sennores pra el camino dat al de Villasandino”.
A Mauricio López
Has perdido tu sombra, alma que fuiste mía.
Ya no verá cruzar los grandes pájaros celestes
que reparten la corola centelleante del cielo.
Esplendores del día, nubes gloriosas,
dadle para el camino.
Estará en al taberna;
jugará con el dado de oro de la muerte.
O no estará. Monarcas de las encrucijadas
dadle para el camino.
Verá su última tarde. Verá un río que vuelve.
Topacio de la guerra, lanza de niebla
dadle para el camino.
Quien fue ángel destroza interminablemente
su espada negra. Dadle,
dadle para el camino.
Y cuando llegue, ciego,
a la puerta que arde entre el cielo y su frente,
dadle, dadle para el camino.
No subas amor a esa nave.
Nave de madera amarga
con un rey muerto, amarillo.
No subas en esa nave.
Río de peces que gimen,
¿adónde irá ese barco sin marino?
No va hacia donde van los navíos.
(El viento apaga el crepúsculo).
No subas en esa nave
que va muerta por el río.
PARA UNA TUMBA DE FRANCISCO DE QUEVEDO
Este tambor, oh muerte, esta esmeralda oscura
quemándose en el polvo terrenal
insignias son de un reino
Y si no es el gran resplandor del ángel
y si la codiciada arena
el espejo que brilla
sobre el pecho de un hombre
devastado por las rosas, por la memoria
de la tierra
alguien sabra decir el honor de este día,
la palidez de sus venas en la última sombra
Amor, tú que quemaste el palacio y la hiedra,
que derramaste su médula de plata en el olvido;
tú que elegiste delicadamente
la niebla matinal de los amantes
los abanicos de la tarde, el tiempo
amor, amor que tú dormiste
en sus sagradas sienes
como un pájaro duerme sobre la gran ceniza del mar;
amor, amor,
escucha el tambor y el arpa del día
cayendo
sobre el polvo.
A REYNALDO ROS, POETA MUERTO
"Y a solas con las aguas
queda mi juventud" R.Ros
No te verán las frutas otra vez. Ni el verano
de las islas que ordena el Ibicuy. Ni el aire.
Lejos estaba yo en mi largo destierro;
mis ojos no te vieron en ese ocaso último.
Sólo podré mirar algún día tu piedra
en un ocioso cementerio y el arroyo
que pasa entre los muertos como un ángel.
Ni la victoria regia será de ti el regalo,
ni los frutos que ofrecen los fuegos litorales,
ni el peso de la vida que mirábamos juntos,
ni el verso que traías en tus oscuras manos
diciendo que eran bellos el día o la pobreza.
No son los ríos los que mueren. Somos
apenas sueño junto a un río eterno
que arrastra tardes victoriosas, luces
apasionadas entre lentos barcos.
Detrás de la Isla Puente tus manos prodigiosas
no enseñarán ya nunca
el esperado paso del azul camalote
y la vieja madera de un bote andará sola
sobre el agua de siempre, entre las voces
de los que te quisimos, Reynaldo, y te llamamos
cuando la muerte cruza las pacíficas islas.
Alfonso Sola González
"Cantos a la noche"
Edit. E.Ríos - 1992 –
INVITACIÓN AL OTOÑO
Despierta, Diosa, oh Diosa de los ojos de lluvia
muerta y solitaria. El otoño deja caer sus dorados
cabellos y el agua quieta anuncia la llegada armoniosa
del silencio.
Despierta, Diosa ¡oh Diosa! Los nuevos reinos descienden
y el navío abandonado en la arena no oirá la canción
de las aguas venideras.
El fuego venerable arderá tiernamente en la casa
donde los amigos escucharán el rumor de los muertos
que el otoño reúne.
Despierta Diosa de triste cabellera.
La estación ha llegado al corazón y las cosas que amamos
mañana habrán envejecido rodeadas de nuestra pena.
Diosa, Diosa, el tiempo ha llegado.
Ya podré ver tus ojos que amaré en el poniente
y tus cabellos melancólicos de hojas caídas.
Harás callar al pájaro que aún canta rodeado de su azul
moribundo
y dirás a la fuente que murmure para los ángeles finales
que el viento arrastrará entre las hojas y la lluvia.
Despierta para que el amigo taciturno
nos pregunte por aquella olvidada, la esperanza;
para que en el espejo un vago gesto vuelva de otros
mundos entre ojos lejanos y cabelleras de tiempo.
Hablarás a las sombras fieles de la casa y sonreirás a
los dioses abolidos que esperan con mirada otoñal la
llegada sin hojas de la muerte.
De tu cuerpo de virgen desnuda, de adormecida diosa,
llega el olor de las maderas mojadas
y a tu lado los nuestros
cantan el himno de las nubes hermosas.
Despierta, Diosa, despierta…
Tu voz anunciará que la estación ha llegado y que es
preciso amar todavía otro otoño entre las viejas fuentes,
tesoros del olvido.
DRAMA
I
Por el agua iba un navío.
Iba por el agua del río.
Fuéramos yo en ese barco;
fuéramos por el agua del río,
si no estuviera aquí preso
muerto de amor en la orilla
besando labios perdidos.
¿De quién? ¿En qué falsa orilla?
Fuéramos por el agua del río.
II
No subas en esa nave
porque está muerta esa nave.
Velas no tienen ni tiene
marinero que la mande.
No subas amor a esa nave.
Nave de madera amarga
con un rey muerto, amarillo.
No subas en esa nave.
Río de peces que gimen,
¿adónde irá ese barco sin marino?
No va hacia donde van
los navíos.
(No subas en esa nave
que va muerta por el río)
POEMA
Alguna vez, cuando hayan pasado muchos años,
comprenderás estas y otras palabras de los viejos poetas.
Verás a los recolectores del humo de las cosechas
con sus trajes heredados
comiendo su racimo de uvas brillantes
bajo la verde
parra del paraíso
y verás que el invierno es un largo pájaro de plumas rojizas
que duerme en un país ruidoso y bien amado,
donde el agua no canta, ni embalsaman las flores
ni las ardientes esmeraldas crecen en las leyendas.
Comprenderás tal vez que la naturaleza es un cadáver enjoyado y triste
donde las almas atan su destierro
a ríos rumorosos, a pájaros, a flores majestuosas
bellas y sin sentido
y verás que estos últimos besos o palabras
sólo son una obscura brasa de viento que se apaga.
En un país ruidoso y bien amado
con alas y guirnaldas de viejos poemas
soñados en las calles, en las tabernas, entre los muelles,
Estaré fumando mi pipa junto al pájaro
que bebe la hermosura del mar..
Si allí no estoy cuando comprendas todo
no sé, no sé dónde decirte que me busques
mi pequeña muchacha, mi pequeña mendiga del jardín.
MALLARMÉ Y LA VERDAD DE TU CUERPO
“La chair est triste, hélas¡
et je lu tous les livres¡
La carne es triste, ¡ay¡, y yo ya he leído todos los libros.
No, tu carne no es triste, amor,
no son tristes tus dientes que muerden el pan de la mañana,
no son tristes tus huesos que levantan tus pasos por el día,
ni el pelo aéreo y alto
ni el más oculto de la rosa que quema.
Sólo ellos, los pérfidos, son tristes,
Los libros
donde no se puede escribir tu belleza.
Tu carne no tiene letras o símbolos o nadie.
Tu cuerpo es el pan de la luna mojada,
es mi cuerpo en tu cuerpo
aunque la muerte diga que es un libro y que es triste.
OTRO, MIENTRAS LLEGA LA HORA DE DORMIR
Los músicos han descendido en el jardín.
El largo pelo de la luna
cubre sus flautas, sus viejos violines.
Pero todos están en silencio
entre los rosales.
Y otro
Color de mar de otoño
es el ala del pájaro
que cubrirá tus hombros,
tal vez, ayer,
mañana.
Pero siempre me despierto en la noche para decir,
color de mar de otoño…
FELICES PASCUAS
Felices los que creen en el Espíritu Santo
felices los que creen en el partido comunista
felices los que creen en el dragón del Sol
o en el oscuro río de la noche
eternamente inmóvil.
Felices, felices los que en la flor del cáncer
encuentran la paloma
de la última hora.
Y feliz vos
y yo,
tan perdidos
en la soledad del amor,
cuerpos que fueron sombra
y ahora resplandecen en las viejas almohadas,
felices,
porque ya está el pan que quema.
Felices mis amigos que perdí
porque me perdieron
feliz el vaso roto
en la noche
sin el Señor,
feliz la espuma de los dientes
del lobo
tan solo,
en el bosque dorado;
POEMA
Vivir por ti
por mí
por la naranja
del verano
que rodea el sol
y por los pobres hombres
que recogen
las hojas de las rosas
en el viejo jardín perdido
en el otro jardín.
POEMAS DE NITEROI *
1
En Niteroi ya no está la Bahía,
ni la luz ardiente
en la madera de tu boca
quemada por una sal lejana.
En Niteroi están nuestros amigos
que de lejos llegaron también;
en Niteroi hay un vaso podrido
por el amor,
un pájaro que no canta
en mi puño cerrado;
en Niteroi están tus rodillas
cubiertas, casi, por tu ropa adorada.
En Niteroi hay una señora que va a morir
con un espejo oscuro en la cartera;
en Niteroi hay un hombre que lee el diario
como si leyera el viento.
En Niteroi, en Niteroi, en Niteroi,
en Niteroi,
mi amor.
En Niteroi estamos
estuvimos tal vez,
cuando éramos inocentes
como una eterna arena negra;
y el mar
era un palacio
de lejanísima piedra de dulce pelo
tuyo
y mío,
mi amor.
En Niteroi hay una bandeja
de metal,
de fuego seco,
de mano calcinada,
gris como un guante de mar
en invierno.
En Niteroi hay un teléfono
que se quema a sí mismo
para esperar tu voz, mi voz
en Niteroi.
Y porque no estamos tristes,
en Niteroi
el viento del verano
traerá la hoja de la acacia
que en tanta alma sedienta gira
y moverá la estrella de tu pelo
para que duermas, luego,
sobre mi corazón.
Y mañana, otra vez
la puerta matinal abrirá
y tal vez piense
en el pavor del alba
que tú y yo
volveremos
a Niteroi.
Mendoza, noviembre de 1964
Nota MRS*un café en Mendoza
En Niteroi hay un gato sentado en la peluca del Juez.
En Niteroi está mi vida y mi amor
En Niteroi hay un botón perdido
en el diluvio
y las patas del ánade
que vuela y muere siempre.
En Niteroi está mi amor.
Cuando regreso a Niteroi
cruzando, solo, la sombra
del océano,
solo con una espada de ortigas
que no separa
las unísonas aguas,
saladas,
sedientas
como una perla de fuego negro,
sólo está mi amor,
en Niteroi.
En Niteroi está la juventud
y la gardenia que se oscurece con el día
y que arde en la noche
tuya,
en la tremenda noche
de cuerpo
mío.
En Niteroi estoy sacándome
los zapatos
que golpean
el piso
como alas
de ángeles secos
que tal vez
del paraíso descendieron.
En Niteroi
estoy mirando la miel perdida
de tus dientes blancos, grises, dorados
donde mi lengua duerme
antes que llegue el día.
En Niteroi está tu cabellera
llena de pájaros oscuros
que te levantan hasta el techo
de Niteroi,
y que luego descienden,
sostenidos por las puertas y el vacío
hasta mis ojos que lentamente leen la mañana.
En Niteroi hay una espada de musgo roto,
que me matará algún día,
lejos de Niteroi
El gato ha descendido de
la peluca
del Juez,
en Niteroi.
Mendoza, noviembre de 1964
III
En Niteroi está mi mano
abierta sobre la mesa,
esperando.
En Niteroi no hay nadie,
sólo estoy yo.
En Niteroi hay un vidrio oscuro
que no alcanza a ocultar el mundo.
En Niteroi hay un árbol
lleno de espejos corrompidos,
o tal vez alejados,
por el tiempo
que soy yo.
En Niteroi no hay nadie.
Sólo estoy yo,
esperando.
La naranja o el viento
o la violeta de plata
no están en Niteroi.
El lento barco de humo sepultado
no está en Niteroi;
la gaviota de marfil quemado,
la pluma mojada por una sangre lejana,
ya no está en Niteroi.
Sólo estoy yo en Niteroi.
Esperando.
Mendoza, noviembre de 1964
POEMAS DE HIROSHIMA
Sous le Pont Mirabeau coule la Seine
Et nous amours
Faut-il qu’il m’en souvienne
La joie venait toujours aprés la peine.
Vienne la nuit sonne l’heure
les tours s’en vont je demeure.
HIROSHIMA
I
Hiroshima,
mi amor, caminando.
No el ruiseñor,
no el ruiseñor del sol de la noche,
no el ruiseñor que desciende del laúd de la luna,
ni el ruiseñor de la monja vestida de novia,
no el ruiseñor
sino la inmensa alondra de los bosques quemados,
la alondra que no canta
porque otro día a ella, sin nosotros le pertenece.
No la pólvora quieta
la dulce pólvora blanca, errante, de la noche.
No el canto del jilguero matinal en las acacias,
sino Hiroshima,
mi amor
caminando.
No lo que destruyó el terror de una estatua hundida en los pantanos
o el fuego de una cabeza de alto toro de amor
perdida en el jardín,
si no tú y yo,
Hiroshima,
mi amor,
caminando.
Y si vuelve hasta mí tu voz en los secos teléfonos del olvido
y si llegan desde lejos
las piedras incendiadas de tus pechos oscuros,
si las terribles fuerzas del amor
caen un día, otra vez, en Hiroshima,
mi amor,
siempre,
caminando por la noche fugaz,
por los crueles mares que separan
mi boca de tu boca.
LA VENDEDORA DE SERPIENTES
Esa, la de ojos de ágata
la de fuego en la cintura,
la del anís rosado
esa, la gran leprosa del agua,
la nacarada, la de anillos untados
de cedro azul
esa, sí,
la serpiente
que envuelve la tierra,
un país de animales inocentes
y maestros que vuelven en la tarde
a sus sórdidas cuevas de papel y de glosas
esa, la víbora del hinojo y la leche,
la que he comprado para que grabe su nombre
en un árbol de mi casa,
esa serpiente, la más hermosa y mortal
ya devora los cerros cercanos,
ya la música del veneno
cierra
la boca amada
ya vendedora,
te pago la serpiente.
CON UNA BOLA DE BILLAR EN LA MANO
Es tal vez conocido y en ciertos días suave
el tapiz donde rueda
tu marfil abierto,
cuando te muerdo el cuello
se cierra
la navaja,
la oreja atenta
al ruido de la muerte.
El crisantemo doble en la cocina
dice:
Señora;
hay que apagar las luces.
TANGO POUR DES ESSEINTES
En memoria de Miguel Angel Gómez, el poeta asesinado
“Yo soñaba con una Tebaida refinada, con un desierto confortable, con
un Arca inmóvil y tibia en donde refugiarme lejos de la tontería
humana”
Floressas des Esseintes
“Pero no ves gilito embanderado
Que la razón la tiene el de más guita”
Discépolo
“Tu n’heritéras a ma mort
Qu’un nom déposé sur un livre”
Tudor Arghezi
« Y el amor que haga siempre imposible el olvido;
y la revolución que a los hombres devuelva
sus potencias divinas”
Miguel Angel Gómez
Vuelves des Esseintes,
Vuelves de tu diván y el libro rojo y gris
Escrito a perla cerrada.
Vuelves de una noche de Fontenay-au-Roses,
De una noche escondida en una pobre piedra,
El hidrófano
Que sólo arde en el agua muerta;
Y vuelves con tu barba de porcelana de París de noviembre
Mecida por el aire de los viejos jarrones de Fontenay
Y los ojos de hortensia de tus amigos sin esperanza.
Viejo, querido, mentiroso Floressas des Esseintes.
Vuelves cuando todas las puertas están cerradas
Y aún no hemos olvidado la canción del castaño
(Te acordás, ahora, milonguita, del barrio perdido?)
En los bosques cercanos a París
Los burgueses almuerzan sobre papeles
Y has tenido piedad por el cristiano
Que muerde la cebolla y el pan
Y lee su evangelio, su novela de milagros terribles
Y se arrodilla el domingo en Notre-Dame
Roído por tus uñas de ópalo lunar.
Pero ten piedad, también, por Jean des Esseintes,
Por las plumas de absintye
Que caen de su corona dulcísima
Rodeada por los cerdos asados
Que con ojos azules
Esperan a la vieja señora de los mercados.
Los burgueses se aúnan en los bosques
cercanos a París
y el viento como una gran iglesia se deshace
arrastrando los papeles dorados por la grasa y el amor
sobre los puentes del Sena
hacia el mar
que sólo es una gota de agua seca,
en el botón de tu chaleco
de magnolia perdida.
Y hablábamos de ti, des Esseintes
Y pensábamos que ya regresabas, en el coche, a Fontenay
Y los panales de la antigua esperanza
Parecían luciérnagas espiadas por los turistas
Cuando salíamos del Hotel de Chinois
(Te acordás Marguerite?)
Y caminábamos silbando el tango de Gardel
Y alguien venía desde lejos
Resplandeciendo en el escorpión de un anillo, que era otro amor, tal vez.
Y era el verano o el otoño.
Y en las vidrieras había telas
Dibujadas con mapas anteriores
A los viejos países de la vida.
(Recordás las ventanas volando sobre los bosques rojos
Y, otra vez, un triste baile del 14 de julio embanderado)
Esta es la jaula de la lluvia
Este es el pájaro del Sena
Que ha cantado en Sainte-Chapelle
Para tu pobre vida,
Para los perros ciegos que ladran todavía en mi alma.
En el viejo boliche de la calle Maipú
(Te acordás, vos también, Miguel Angel?)
Pensábamos el tango que no tuviera fin en la vida ni en la muerte.
Aquí comienzo a escribirlo, tal vez,
Cuando Jean des Esseintes
Regresa en el viejo coche vacío
A
Fontenay.
ESPEJOS DEL CAOS
No me preguntéis por el mar que resuena en el paraíso
ni por sus espumosas arenas suspendidas
en la mirada de antiguos animales luminosos
lamidos por milenios sagrados de inocencia y pavor.
No me preguntéis por la jarra de plata en el desván
ni por la mano que derrama su agua tornasolada
sobre el pelo florecido del muchacho
que vuelve en su caballo
desde lejos;
ni me preguntéis por el templo y sus gradas
ni por sus púlpitos de anatema y de oro,
ni por sus tapiadas criptas donde los huesos giran
con la tierra y el trono de las cosntelaciones.
A veces sólo conozco el rito
de la víbora diáfana
que cae de los helechos misteriosos
y resplandece en la maldad del cielo.
A veces sólo he conocido la casa
donde prevalece el infierno
y la respiración de las negras espumas entre las piedras
y el pájaro que canta quemado por el mar
en la vileza de una rosa iluminada.
Elohin,Elohin,tu sangre ha caído en mis pestañas,
¡oh eternidad de ojos abiertos,rotos
mirando el paraíso,
nada!
Otros,los elegidos os hablarán de un mar azul,soñado
y del barco de sal brillante
encallado en las islas rocosas
y os dirán que el paraíso es
el ruiseñor que estuvo en un verso de Shakespeare.
Llega el ruido de la arena en el atardecer
cuando el desorden y la tristeza de tanta hermosura
rueda por los acantilados
hacia el vacío espléndido y nocturno.
Ah,no,no preguntéis a este lengua cuyo musgo
habéis en otro tiempo conocido
y que apenas supo un día cómo
es una gota de sangre terrestre
perdida en una fuente inmortal.
Más si aún vuestro odio quiere
arrancar de la entraña vidrios ardientes,desperdicios del amor,
preguntad sólo por otras desvastadas memorias de mi vida
y os mostraré una puerta quemada
y las cenizas de una llave oscura.
No esperéis bajo estos puentes la llegada de los justos,
ni las trompetas,ni las legiones de ángeles ardiendo,
ni la lluvia de las violetas sobre
las tumbas de los mártires.
(Bajo los puentes de París
el Sena pasa,oh Mal-aimé)
No esperéis que el girasol del júbilo se encienda
porque ya ardió durante largos meses
y cae ahora entre el zumbido
de las abejas de setiembre.
No esperéis nada de mí
que vengo del jardín matinal,
que he cruzado la juventud
y escribo un poema
para la ceremonia de los salones del atardecer.
(En Buenos Aires hay un hotel donde viví
muchos meses enfermo.
En Buenos Aires está la luna rota
de un poeta asesinado;
está una muchacha que cuidaba mi juventud y mi violencia
en un tiempo que vosostros no habéis conocido;
y está un viento cruel que crece,y crece
cuando el amor engendra su morada infinita
en el desierto errante de los sueños).
No,no esperéis que pueda revelaros nada
del alejado paraíso
pues solitariamente
giro en el polvo,ebrio de lúcido destierro.
Las copas han caído.Elohin,Elohin estoy solo
con una lanza rota en la puerta del mar.
(Iglesia de Sainte Germain-des-Près.
hay una imagen de la Santa Virgen con el Niño
y una leyenda: Consolatrix afflictorum.
Hay un negro arrodillado que llora
con los brazos alzados hacia el techo.
¿Qué podéis preguntar del paraíso
a este negro que llora entre escamas de plata
en una vieja iglesia de París?
Hay un jardín reseco que rueda por la calle,
que golpea los ojos con su rosa pesada
y una puerta de hierro con mi nombre indescifrable
arrastrada por el viento nocturno
hacia el lejano mar).
La noche trae su cuervo
con una turquesa en el pico.
Me preguntáis y os señalo las viejas cruces de los páramos
donde cuelgan ensangrentados pájaros
y atroces cartas desgarradas por verdugos lejanos.
Y me preguntáis aún y arrancáis de mi corazón
una enterrada gota de nostalgia
que nada sabe de su bien
y apenas ha entrevisto como en el semisueño de la infancia
el errante pavor de las moradas elíseas
y el azulado viaje de los justos.
Y así he llegado hasta vosotros
con números del caos
mezclados con raíces de animales sin uz,
con vértebras del espacio,
con médulas de calor corrompido,
con tinieblas de ángel;
y ante vosotros quemo estas palabras
estremecidas de azar
para responder a vuestro odio,
para arrojar a vuestro ávidos palacios
este óbolo negro donde acaso
estuvo alguna vez el paraíso.
MARÍA DE LO ALTO
No me preguntéis por el mar que resuena en el paraíso
ni por sus espumosas arenas suspendidas
en la mirada de antiguos animales luminosos
lamidos por milenios sagrados de inocencia y pavor.
No me preguntéis por la jarra de plata en el desván
ni por la mano que derrama su agua tornasolada
sobre el pelo florecido del muchacho
que vuelve en su caballo
desde lejos;
ni me preguntéis por el templo y sus gradas
ni por sus púlpitos de anatema y de oro,
ni por sus tapiadas criptas donde los huesos giran
con la tierra y el trono de las cosntelaciones.
A veces sólo conozco el rito
de la víbora diáfana
que cae de los helechos misteriosos
y resplandece en la maldad del cielo.
A veces sólo he conocido la casa
donde prevalece el infierno
y la respiración de las negras espumas entre las piedras
y el pájaro que canta quemado por el mar
en la vileza de una rosa iluminada.
Elohin,Elohin,tu sangre ha caído en mis pestañas,
¡oh eternidad de ojos abiertos,rotos
mirando el paraíso,
nada!
Otros,los elegidos os hablarán de un mar azul,soñado
y del barco de sal brillante
encallado en las islas rocosas
y os dirán que el paraíso es
el ruiseñor que estuvo en un verso de Shakespeare.
Llega el ruido de la arena en el atardecer
cuando el desorden y la tristeza de tanta hermosura
rueda por los acantilados
hacia el vacío espléndido y nocturno.
Ah,no,no preguntéis a este lengua cuyo musgo
habéis en otro tiempo conocido
y que apenas supo un día cómo
es una gota de sangre terrestre
perdida en una fuente inmortal.
Más si aún vuestro odio quiere
arrancar de la entraña vidrios ardientes,desperdicios del amor,
preguntad sólo por otras desvastadas memorias de mi vida
y os mostraré una puerta quemada
y las cenizas de una llave oscura.
No esperéis bajo estos puentes la llegada de los justos,
ni las trompetas,ni las legiones de ángeles ardiendo,
ni la lluvia de las violetas sobre
las tumbas de los mártires.
(Bajo los puentes de París
el Sena pasa,oh Mal-aimé)
No esperéis que el girasol del júbilo se encienda
porque ya ardió durante largos meses
y cae ahora entre el zumbido
de las abejas de setiembre.
No esperéis nada de mí
que vengo del jardín matinal,
que he cruzado la juventud
y escribo un poema
para la ceremonia de los salones del atardecer.
(En Buenos Aires hay un hotel donde viví
muchos meses enfermo.
En Buenos Aires está la luna rota
de un poeta asesinado;
está una muchacha que cuidaba mi juventud y mi violencia
en un tiempo que vosostros no habéis conocido;
y está un viento cruel que crece,y crece
cuando el amor engendra su morada infinita
en el desierto errante de los sueños).
No,no esperéis que pueda revelaros nada
del alejado paraíso
pues solitariamente
giro en el polvo,ebrio de lúcido destierro.
Las copas han caído.Elohin,Elohin estoy solo
con una lanza rota en la puerta del mar.
(Iglesia de Sainte Germain-des-Près.
hay una imagen de la Santa Virgen con el Niño
y una leyenda: Consolatrix afflictorum.
Hay un negro arrodillado que llora
con los brazos alzados hacia el techo.
¿Qué podéis preguntar del paraíso
a este negro que llora entre escamas de plata
en una vieja iglesia de París?
Hay un jardín reseco que rueda por la calle,
que golpea los ojos con su rosa pesada
y una puerta de hierro con mi nombre indescifrable
arrastrada por el viento nocturno
hacia el lejano mar).
La noche trae su cuervo
con una turquesa en el pico.
Me preguntáis y os señalo las viejas cruces de los páramos
donde cuelgan ensangrentados pájaros
y atroces cartas desgarradas por verdugos lejanos.
Y me preguntáis aún y arrancáis de mi corazón
una enterrada gota de nostalgia
que nada sabe de su bien
y apenas ha entrevisto como en el semisueño de la infancia
el errante pavor de las moradas elíseas
y el azulado viaje de los justos.
Y así he llegado hasta vosotros
con números del caos
mezclados con raíces de animales sin uz,
con vértebras del espacio,
con médulas de calor corrompido,
con tinieblas de ángel;
y ante vosotros quemo estas palabras
estremecidas de azar
para responder a vuestro odio,
para arrojar a vuestro ávidos palacios
este óbolo negro donde acaso
estuvo alguna vez el paraíso.
MARÍA DE LO ALTO
Por las selvas azules, cazadora;
con tus armas lucientes, ya volando,
libre de sombra; suave triunfadora,
por luminosos ríos, por riberas
celestes y tranquilas, inventando
la luz sobre las altas primaveras.
Ya libre por lo claro, tú, gozosa;
sueño de blanca tierra enamorada
sobre la estrella pura y silenciosa.
Tú por la eternidad, tú sonriente,
desnuda cazadora iluminada
por espléndido cielo reluciente.
Ya has pasado la muerte, ya has vencido
profunda reina, ya de claridades;
perfecta luz y tiempo florecido.
Aquí donde vivías aún nos queda
el gris pasar, las pobres soledades,
y el corazón bajo las arboledas.
Por tu claro recuerdo iluminamos
nuestra voz entre el viento rumoroso
de alas oscuras y azorados ramos...
Donde no estás crecían los jazmines,
duraba un suave tiempo venturoso
en quieta hondura de horas de jardines.
De sombra de paloma te rodeabas
ganando tardes con palabras quietas.
Para el olvido solamente ansiabas
vivir en un silencio de sencillas
estampas de colores, con violetas
y con pequeñas tardes amarillas.
Nada sabías de la muerte, nada.
Tu libertad luciente no sabías,
tu pura soledad enamorada,
y mientras que llorábamos el suelo
donde en rota azucena te ofrecías
tu blanco pie ya iba pisando el cielo.
* (1917-1975)
SOLEDADES EN LAS TARDES DE OTOÑO
Yo te buscaba en la belleza de los días antiguos,
ya cantara en la luz el celeste verano
o el invierno apacible nos reuniera en la casa.
Te preguntaba de qué era la esperanza,
qué prodigiosa mano la gobernaba,
qué fuego valeroso la sustentaba en esos días de otro
tiempo.
Cruzábamos el mundo como si una fiesta nos llamara
y esperábamos la llegada de la felicidad y de las
rosas.
Los nuestros florecían en el tiempo dichoso
y un lejano fulgor nos protegía el cielo.
¡Amor, amor, los días de recordar han llegado!
Mayo venía entonces con su hermosa tristeza
noble sobre la frente de los nuestros.
¡Qué distinto el otoño de los días muertos!
El tiempo del amor había llegado
y un ordenado mundo nos venía del fuego.
¡Amor, amor, está lloviendo en las tardes de otro
tiempo!
Y septiembre también, apoyado por las rosas...
cuando el buen tiempo vino de los campos alegres
y la esperanza quiso tener nombres sin derrotas.
Entonces mi alma se parecía a esa esperanza
y en el fuego de todos mi corazón ardía.
Mira ahora, amor mío, la fuente rota y ese rey
deshojado.
¿Sabes quién soy, amor, en tu viejo jardín?
La flor del otoño se duerme en tu mirada
y hablan las lluvias, ya, de tu antigua belleza.
Amor, amor, ¿qué buscas por el jardín vencido?
Los días mayores han llegado
y hay que saber morir cuando las hojas lo anuncien.
¿Dónde buscarás su voz en el reino venidero del
llanto?
¿Dónde buscarás su gracia que los espejos abolieron?
Amor, amor, los últimos ángeles cantan en la luz de
las ruinas
y los muertos de mi corazón te llaman en el otoño
con tus armas lucientes, ya volando,
libre de sombra; suave triunfadora,
por luminosos ríos, por riberas
celestes y tranquilas, inventando
la luz sobre las altas primaveras.
Ya libre por lo claro, tú, gozosa;
sueño de blanca tierra enamorada
sobre la estrella pura y silenciosa.
Tú por la eternidad, tú sonriente,
desnuda cazadora iluminada
por espléndido cielo reluciente.
Ya has pasado la muerte, ya has vencido
profunda reina, ya de claridades;
perfecta luz y tiempo florecido.
Aquí donde vivías aún nos queda
el gris pasar, las pobres soledades,
y el corazón bajo las arboledas.
Por tu claro recuerdo iluminamos
nuestra voz entre el viento rumoroso
de alas oscuras y azorados ramos...
Donde no estás crecían los jazmines,
duraba un suave tiempo venturoso
en quieta hondura de horas de jardines.
De sombra de paloma te rodeabas
ganando tardes con palabras quietas.
Para el olvido solamente ansiabas
vivir en un silencio de sencillas
estampas de colores, con violetas
y con pequeñas tardes amarillas.
Nada sabías de la muerte, nada.
Tu libertad luciente no sabías,
tu pura soledad enamorada,
y mientras que llorábamos el suelo
donde en rota azucena te ofrecías
tu blanco pie ya iba pisando el cielo.
* (1917-1975)
SOLEDADES EN LAS TARDES DE OTOÑO
Yo te buscaba en la belleza de los días antiguos,
ya cantara en la luz el celeste verano
o el invierno apacible nos reuniera en la casa.
Te preguntaba de qué era la esperanza,
qué prodigiosa mano la gobernaba,
qué fuego valeroso la sustentaba en esos días de otro
tiempo.
Cruzábamos el mundo como si una fiesta nos llamara
y esperábamos la llegada de la felicidad y de las
rosas.
Los nuestros florecían en el tiempo dichoso
y un lejano fulgor nos protegía el cielo.
¡Amor, amor, los días de recordar han llegado!
Mayo venía entonces con su hermosa tristeza
noble sobre la frente de los nuestros.
¡Qué distinto el otoño de los días muertos!
El tiempo del amor había llegado
y un ordenado mundo nos venía del fuego.
¡Amor, amor, está lloviendo en las tardes de otro
tiempo!
Y septiembre también, apoyado por las rosas...
cuando el buen tiempo vino de los campos alegres
y la esperanza quiso tener nombres sin derrotas.
Entonces mi alma se parecía a esa esperanza
y en el fuego de todos mi corazón ardía.
Mira ahora, amor mío, la fuente rota y ese rey
deshojado.
¿Sabes quién soy, amor, en tu viejo jardín?
La flor del otoño se duerme en tu mirada
y hablan las lluvias, ya, de tu antigua belleza.
Amor, amor, ¿qué buscas por el jardín vencido?
Los días mayores han llegado
y hay que saber morir cuando las hojas lo anuncien.
¿Dónde buscarás su voz en el reino venidero del
llanto?
¿Dónde buscarás su gracia que los espejos abolieron?
Amor, amor, los últimos ángeles cantan en la luz de
las ruinas
y los muertos de mi corazón te llaman en el otoño
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