En Ivry son nuevas las tumbas; nueva la distribución de la muerte.
Nuevos los visitantes. Todo es nuevo en Ivry. Los fusilados hacen lugar a
Max Jacob;
«Caliéntate, Max. Eres un pobre judío y tienes frío otra vez. Los caballos
no te acompañaron
ni las cornetas sonaron alegremente en tus funerales».
Un pájaro tiene el nombre de Ayer. a veces canta para los fusilados de Ivry.
Nada reluce demasiado, pero todo es nuevo como el ala de la mañana
cuando quema los bosques de la tierra.
¿Cómo será un cementerio desconocido, una piedra color de abadía
en el cementerio de Ivry?
Los visitantes dicen los domingos:
«Aquí yace Max Jacob, el judío que veía al Señor».
Y los parientes de los héroes desfilan como guerreros con sus cartuchos de
alhelíes que estallan sobre las tumbas.
Conversan de las vidas de los muertos, rinden graves honores
y conmemoran las batallas, las lluvias, las cosechas.
Tú te acurrucas, te hundes más en la tierra para no molestar a tanta gloria
y miedo.
Otras veces los caracoles son los visitantes.
Juegan despacio y no honran a nadie.
Saben demasiado para ocuparse de las piedras preciosas,
de los adornos de hierro, de las otras almas.
Cuando canta el pájaro de Ayer piensas en la Rue Ravignan,
en las canciones de Morven,
en tus grandes defectos, los poemas.
¡Ah Max! ¿Dónde están tus lamentos,
tus grotescas plegarias en Notre-Dame-de-Sion?
Nada de aquello sirve para esta tumba nueva y debes esperar entre tu bella
túnica de tierra.
Los otros están antes que la tristeza de tus ojos. Sin embargo tú sabes que
la Virgen ha reído con tu extraño sombrero,
con tu cabeza sonrosada de asno malicioso; tú sabes que Nuestra Señora
ha recogido
la joya inmaculada de tu bautismo, y eso basta. La Santa Virgen te conoce,
Max, y ha preguntado por su niño de Ivry.
Los visitantes del domingo vuelven. En el día del señor no descansan;
no descansas sus almas atormentadas por condecoraciones, himnos y
folletines.
Se cuadran ante las palmas y hacen callar a los niños que entre las tumbas
ríen
enloquecidos con su juguete de domingo.
Piensan en grandes banderas subterráneas,
en la marcha de los héroes por el yeso y el cuarzo. Hablan de un paraíso
sepultado, del damasco de oro que arde en el centro de la tierra
donde los muertos juegan vestidos de emperadores.
Ellos saben y hablan con voz grave
nombrando los elementos aéreos y sumergidos, los clavos del silencio, el
río de los metales,
las sales de tiniebla donde viven los muertos.
Un niño mira una mariposa y la sigue. Es tu tumba.
Lo detienen los hombres de la tarde
y con solemnes maneras lo reprenden:
«Deja en paz a Max Jacob; el judío
que vio la sonrisa del Señor y su manto celeste».
Y luego restituyen el orden de las coronas confundidas con el gesto severo
de los héroes.
¿Cómo será un cementerio perdido en el corazón de un poema?
¿Cómo será esa voz que me ha dicho
en la garganta oscura del agua de las tumbas:
«...Y héme aquí, yo, pobre judío viejo y estúpido en medio de esa cohorte
de cristianos
con alma de marfil!».
Es la misa del frío en Saint-Benoit-sur-Loire. Haces sonar la campanilla,
¡oh Buen Ladrón!., y la harina del día relumbra en los altares.
Las cuevas de la muerte son estrellas con leones ardiendo
donde se quema el polvo de los Jueces. Y tienes frío y tiemblas.
¡Cómo fulgura el carro de los ángeles, cómo brillan las barbas de los
santos, hermosas como lanzas!
El niño de Ivry tiene miedo.
«Ah, Max, qué tonto eres», dice la Santa Virgen. («Tres poemas»)
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