HABÍA una
vez una niña muy buena, casi más buena que tú, y tan liviana, tan liviana, que
cuando nació, su madre se asombró de sentir que no le pesaba en los brazos. Por
eso la llamó también con un nombre liviano: Alita.
Alita creció
tan bien, que se convirtió en la más linda de todas las niñas. Y en su 'pueblo
se decía: “liviana y linda como Alita”.
Como digo yo
en todos lados que tú eres liviana y linda. Alita corría muy rápido, más rápido
que los muchachos. Y saltando recogía todas las avellanas más altas de los
avellanos, todas las manzanas más altas de los
manzanos y hasta las cerezas del gran cerezo que casi siempre se dejaban a los
pájaros.
Se posaba en
las ramas más finas sin romperlas, como un pájaro. Y a los pájaros no les daba
miedo. Ella podía mirarlos a los ojos: como yo te miro. Podía escucharlos de
cerca contar sus historias de pájaros. Si se hubiera atrevido habría podido acariciarlos. Cuando se
dejaba caer de nuevo sobre la hierba, se apiadaba de los saltamontes, los
pobres saltamontes, verdes y torpes como ranas, y que tanto se atareaban.
Pero lo que
más le gustaba eran las mariposas. Estaba celosa de ellas cuando las veía
zigzaguear, felices como peces en el agua.
Alita sabía
muy bien que no podía volar, puesto que no tenía alas. Era simplemente liviana
como una hoja, casi como una paja, casi como las semillas con alitas de ciertos
cardos, los panaderos que el viento suave lleva muy lejos. Cuidado con
el viento, Alita, que puede llevarte. Sé juiciosa, que el viento puede
conducirte adonde no quieres ir.
De noche
Alita soñaba que volaba por encima de su casa y daba vueltas alrededor del
campanario del pueblo; que atravesaba el río sobre una multitud de bañistas y
de barcos blancos. Y a veces arrancaba a escondidas algunas plumas de su gran
edredón rojo para soplarlas por la ventana y verlas subir en el cielo de la
mañana. Los cuentos que prefería eran aquellos en los que se habla de niños que
viajan en las alas de un águila, de una cigüeña, de un diablo, o sobre una alfombra
mágica. Y admiraba mucho a su amigo Pedro, que una vez viajó en avión.
A las
cuatro, cuando volvía de la escuela, tomaba su merienda muy rápido y subía, aún
más rápido, a lo alto del abeto que había delante de su casa.
Tres ramas
le hacían un sillón a su medida. Y hasta que se ponía el sol y su mamá,
preocupada, la llamaba, se quedaba charlando con sus amigos los pájaros.
Hablar con
los pájaros no es más difícil que hablar con quien sea en la tierra: tú hablas
con el pájaro, que se hace el que ha comprendido; te responde, y tú te haces la
que has comprendido, y a tu vez respondes. Todo está en hablar en saber bien lo que uno dice.
Si yo te
pregunto: “¿Quieres un pastel?”, también te haces la que has comprendido, y te
doy el pastel. Si te amenazo con una palmada, te haces la que has comprendido.
. . y no te doy la palmada. Por la demás, es así como charlas con tu muñeca,
con tu oso, con tu perro
Cuando Alita
volvía a su casa, sus hermanos se asombraban mucho de oírla repetir cantando lo
que dicen los pájaros: todas esas aventuras donde se mezclaban las alas, la
mañana, el cielo y el miedo a la tormenta y el miedo a los aviones; todos esos
asuntos de familia que andaban dando vueltas por los nidos.
Alita no“
dejaba de cantar, y cuando cantaba se sacudía como si hubiera estado vestida de
plumas. Sus padres estaban tan encantados de tener una niña tan alegre, que se
acostumbraron al hecho de que no era como las demás, que no vivía tan sobre la
tierra como las demás.
Entre los
pájaros, Alita sólo tenia amigos. Gorriones, ruiseñores y pinzones le enseñaban
juegos siempre nuevos, monadas y cabriolas para morirse de risa. Y gestos
menudos tan graciosos como tiernos. Con las urracas y los mirlos podía
adoptarse un aire pícaro. Con las palomas y las torcazas se hacían arrullos, se
suspiraba a coro, como quien estuviera sintiendo ganas de obtener todo lo que
ya tiene.
Alita se
sentía tan de la familia con sus amigos, que los ayudaba a construir sus nidos,
agregándoles hebras de lana de su tricota para que los pajaritos pequeños
estuvieran más abrigados. Era para ella un gran acontecimiento cuando los
huevos rosados, verdes o amarillos, verdaderos huevos de Pascuas, se convertían
en pájaros-bebés. Alita los amaba tanto como a sus muñecos. Eran como ella; no
tenían plumas; y tan pocas alas, esos pajaritos como niños, que abrían un pico
grande como un horno. ¡Y eran tan tontos, cuando vacilaban tratando de volar!
Tontos, pero sin embargo menos tontos que Alita, que nunca sabría volar, puesto
que le faltaban las alas.
De mañana,
por más que Alita torcía el cuello para verse la espalda en el espejo, sus
huesos puntudos -que su mamá llamaba omóplatos- no se decidían nunca a crecer.
Era una niñita y no un pajarito (salvo para su madre).
Alita
hubiera deseado tanto seguir a sus amigos alados. Pero ella se repetía que
nunca habría de crecer. Para ella, ¡crecer era tener alas.
Tú fijate,
tú creces tanto en mi corazón que creo que eres más grande que él. Sin embargo tú
no sabes volar. Pero sabes estar aquí, a mi lado. Un buen jueves que Alita se
había instalado en su abeto, se puso a llorar. Todos los pájaros volaban y
piaban por el campo, sin preocuparse demasiado por ella, porque era un día tan
luminoso que hasta el mismo sol parecía tener
Alita estaba
sola, como tú no lo estás nunca. Tú, a ti te queremos y nos pagas siendo una
niña juiciosa.
Alita
lloraba y lloraba. . . De pronto sintió sobre sus mejillas una lengüita áspera
y una patita.
Alzando los
ojos vio, pegada a ella, la más asombrosa ardilla que pueda existir. Su pelaje
brillaba como el fuego, su cola estaba desmelenada y sus ojos vivaces hablaban
más veloces que ninguna lengua parlanchina: “¿De veras quieres volar, volar
como los pájaros, como la urraca y el herrerillo, como el pecho colorado y el
mirlo azul? ¿Quieres seguir las nubes, tu capricho, tus deseos? ¿Quieres tener
alas? Pero entonces ya no tendrás brazos; ya no serás más una verdadera niña de
allí abajo.”
-¡Oh, no,
no! -dijo Alita-. ¡Señora ardilla, deme alas!
-Bien -dijo
la ardilla-; pero si lo lamentas ven a verme mañana, cuando se ponga el sol;
todavía será tiempo para que vuelvas a ser como antes.
Entonces la
ardilla dijo, entre sus párpados agitados, palabras dulces, muy dulces, muy
sabias. Alita sintió largos cosquilleos en sus brazos: se cubrían con un fino
vello blanco y luego ¡aparecieron plumas blancas! ¡Alita tenía alas!
Loca de
alegría, se lanzó del abeto, bajó a ras de la hierba, retomó vuelo hasta el
techo de su casa y partió como una flecha hacia el bosque cercano. De árbol en
árbol, saludaba cantando a sus amigos y todos la seguían, más contentos todavía
que ella.
Ebria de
velocidad, Alita fue tan lejos que pronto la sorprendió la noche y se durmió,
sin ver siquiera las estrellas, en la rama más alta de una gran encina.
Felizmente un viejo búho muy serio había recibido el encargo de velar por ella.
La despertó
el gozoso barullo de todos los pájaros, que saludaban la salida del sol. Era la
primera vez que Alita se despertaba al aire libre, y le pareció maravilloso. Luego
se dio cuenta de que se moría de hambre y se preguntó preocupada si no habría
pasado la hora de ir a la escuela. Sus amigos tomaban su desayuno de semillas y
gusanitos. Alita pensó en el café con leche y el pan con manteca. ¡Pero qué
tonta era!: con dos golpes de alas estaría en su casa.
Subió muy
alto, para ver su casa, y se hundió, por la ventana abierta, en la cocina donde
la familia estaba sentada a la mesa. Todo el mundo se tranquilizó al verla
volver, pero todos se sorprendieron de su nuevo aspecto.
Alita se
precipitó al cuello de su madre. ¡Pero ¡ay!, sus alas no sabían abrazar. Y
cuando quiso comer, hubo que darle en el pico, como a un bebé. Sus hermanos,
que al principio habían admirado tantos sus alas, empezaron a burlarse de ella.
¡Y para llevar la cartera! . . . ¡Y en la escuela para escribir!
Claro que
tuvo su desquite a la salida: mientras los demás iban por el camino, Alita
pasaba encima de sus cabezas, se lanzaba en vuelo veloz delante de ellos, subía
hasta verlos pequeños como hormigas; luego se precipitaba sobre el grupito un
poco espantado.
Qué
ridículos eran vistos así de arriba, amontonados sobre ellos mismos, con la
nariz en alto! ¿Pero por qué Pedrito aparentaba no interesarse por sus evoluciones?
-pensó Alita cuando, ya pasado el entusiasmo, volvió a encontrarse en su
habitación-. ¿Es que de verdad ya no podría correr por los campos con él,
tomados de la mano, para buscar hongos o para recoger flores?
Después
Alita pensó en su muñeca, a la que había abandonado. ¿Cómo vestirla, cómo
cambiarla? ¡Qué poco prácticas son las alas cuando no se trata de volar!
Sentada en su silloncito (¿de qué le servían los brazos de un sillón?), se puso
a reflexionar profundamente. Comprendía la advertencia de la ardilla dorada.
Echaba de menos sus brazos, quería volver a ser una verdadera niña.
No había un
instante que perder: el último rayo del sol se deslizaba tras el horizonte.
Loca de angustia, Alita voló por última vez hasta el abeto. La ardilla era fiel
a la cita y tuvo el buen gusto de no hacer preguntas -la cara de Alita decía
bien claro lo que quería- y de no mostrarse triunfante diciendo: “Te lo había
advertido”, como hacen los grandes. De nuevo sus ojos chispeantes pronunciaron
las palabras mágicas. . . y he aquí que nuestra Alita se puso tan contenta de
recuperar sus brazos y sus manos ágiles como lo había estado de tener alas el
día anterior.
Lentamente,
de rama en rama, Alita bajó a la tierra con los demás, todos los demás, los que
son livianos y los que lo son menos; los que caminan mirando las piedras del
camino y los que miran el cielo; los que saben que las niñas no pueden volar y
los que piensan que un día, si lo desean verdaderamente, todos los niños y todas
las niñas, sin dejar de ser ellos mismos, podrán tener alas y brazos, estar al
mismo tiempo sobre la tierra y en el cielo.
Esta noche
te he contado la historia que esperabas, la que hace mejor mi corazón, la que
pone confianza en tus ojos.
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