domingo, 30 de enero de 2011

Recapitulaciones de Octavio Paz

El poema es inexplicable, no ininteligible.
Poema es lenguaje rítmico —no lenguaje ritmado (canto) ni mero ritmo verbal (propiedad general del habla, sin excluir a la prosa).
Ritmo es relación de alteridad y semejanza: este sonido no es aquél, este sonido es como aquél.
El ritmo es la metáfora original y contiene a todas las otras. Dice: la sucesión es repetición, el tiempo es no—tiempo.
Lírico, épico o dramático, el poema es sucesión y repetición, fecha y rito. El happening también es poema (teatro) y rito (fiesta) pero carece de un elemento esencial: el ritmo, la reencarnación del instante. Una y otra vez repetimos los endecasílabos de Góngora y los monosílabos con que termina el Altazor de Huidobro; una y otra vez Swan escucha la sonata de Vinteuil, Agamenón inmola a Ifigenia, Segismundo descubre que sueña despierto —el happening sucede sólo una vez.
El instante se disuelve en la sucesión anónima de los otros instantes. Para salvarlo debemos convertirlo en ritmo. El happening abre otra posibilidad: el instante que no se repite. Por definición, ese instante no puede ser sino el último: el happening es una alegoría de la muerte.
El circo romano es la prefiguración y la crítica del happening. La prefiguración: en un happening coherente con sus postulados todos los actores deberían morir; la crítica; la representación del instante último exigiría la extirpación de la especie humana. El único acontecimiento irrepetible: el fin del mundo.
Entre el circo romano y el happeningi la corrida de toros. El riesgo, pero asimismo el estilo.
El poema hecho de una sola sílaba no es menos complejo que la Divina Comedia o El paraíso perdido. El sutra Satasahasrika expone la doctrina en cien mil estrofas; el Eksaksari en una sílaba: a. En el sonido de esa vocal se condensa todo el lenguaje, todas las significaciones y, simultáneamente, la final ausencia de significación del lenguaje y del mundo.
Comprender un poema quiere decir, en primer término, oírlo.
Las palabras entran por el oído, aparecen ante los ojos, desaparecen en la contemplación. Toda lectura de un poema tiende a provocar el silencio.
Leer un poema es oírlo con los ojos; oírlo, es verlo con los oídos.
Al leer o escuchar un poema, no olemos, saboreamos o tocamos las palabras. Todas esas sensaciones son imágenes mentales. Para sentir un poema hay que comprenderlo; para comprenderlo: oírlo, verlo, contemplarlo —convertirlo en eco, sombra, nada. Comprensión es ejercicio espiritual.
Duchamp decía: si un objeto de tres dimensiones proyecta una sombra de dos dimensiones, deberíamos imaginar ese objeto desconocido de cuatro dimensiones cuya sombra somos. Por mi parte me fascina la búsqueda del objeto de una dimensión que no arroja sombra alguna.
Cada lector es otro poeta; cada poema, otro poema. En perpetuo cambio, la poesía no avanza.
En el discurso una frase prepara a la otra; es un encadenamiento con un principio y un fin. En el poema la primera frase contiene a la última y la última evoca a la primera. La poesía es nuestro único recurso contra el tiempo rectilíneo —contra el progreso.
La moral del escritor no está en sus temas ni en sus propósitos sino en su conducta frente al lenguaje.
En poesía la técnica se llama moral: no es una manipulación sino una pasión y un ascetismo.
El falso poeta habla de sí mismo, casi siempre en nombre de los otros. El verdadero poeta habla con los otros al hablar consigo mismo.
La oposición entre obra cerrada y obra abierta no es absoluta. Para consumarse, el poema hermético necesita la intervención de un lector que lo descifre. El poema abierto implica, asimismo, una estructura mínima: un punto de partida o, como dicen los budistas: un «apoyo» para la meditación. En el primer caso, el lector abre el poema; en el segundo, lo completa, lo cierra.
La página en blanco o cubierta únicamente de signos de puntuación es como una jaula sin pájaro. La verdadera obra abierta es aquella que cierra la puerta: el lector, al abrirla, deja escapar al pájaro, al poema.
Abrir el poema en busca de esto y encontrar aquello —siempre otra cosa.
Abierto o cerrado, el poema exige la abolición del poeta que lo escribe y el nacimiento del poeta que lo lee.
La poesía es lucha perpetua contra la significación. Dos extremos: el poema abarca todos los significados, es el significado de todas las significaciones; el poema niega toda significación al lenguaje. En la época moderna la primera tentativa es la de Mallarmé; la segunda, la de Dada. Un lenguaje más allá del lenguaje o la destrucción del lenguaje por medio del lenguaje.
Dada fracasó porque creyó que la derrota del lenguaje sería el triunfo del poeta. El surrealismo afirmó la supremacía del lenguaje sobre el poeta. Toca a los poetas jóvenes borrar la distinción entre creador y lector descubrir el punto de encuentro entre el que habla y el que oye.
Desde la disgregación del catolicismo medieval, el arte se separó de la sociedad. Pronto se convirtió en una religión individual y en el culto privado de unas sectas. Nació la «obra de arte» y la idea correlativa de «contemplación estética». Kant y todo lo demás. La época que comienza acabará por fin con las «obras» y disolverá la contemplación en el acto. No un arte nuevo: un nuevo ritual, una fiesta, la invención de una forma de pasión que será una repartición del tiempo, el espacio y el lenguaje.
Cumplir a Nietzsche, llevar hasta su límite la negación. Al final nos espera el juego: la fiesta, la consumación de la obra, su encarnación momentánea y su dispersión.
Llevar hasta su límite la negación. Allá nos espera la contemplación; la desencarnación del lenguaje, la transparencia.
Lo que nos propone el budismo es el fin de las relaciones, la abolición de las dialécticas —un silencio que no es la disolución sino la resolución del lenguaje.
El poema debe provocar al lector: obligarlo a oír —a oírse. Oírse: o irse. ¿A dónde?
La actividad poética nace de la desesperación ante la impotencia de la palabra y culmina en el reconocimiento de la omnipotencia del silencio.
No es poeta aquel que no haya sentido la tentación de destruir el lenguaje o de crear otro, aquel que no haya experimentado la fascinación de la no—significación y la no menos aterradora de la significación indecible.
Entre el grito y el callar, entre el significado que es todos los significados y la ausencia de significación, el poema se levanta. ¿Qué dice ese delgado chorro de palabras? Dice que no dice nada que no hayan ya dicho el silencio y la gritería. Y al decirlo, cesan el ruido y el silencio. Precaria victoria, amenazada siempre por las palabras que no dicen nada, por el silencio que dice: nada.
Creer en la eternidad del poema sería tanto como creer en la eternidad del lenguaje. Hay que rendirse a la evidencia: los lenguajes nacen y mueren, todos los significados un día dejan de tener significado. ¿Y este dejar de tener significado no es el significado de la significación? Hay que rendirse a la evidencia...
Triunfo de la palabra: el poema es como esos desnudos femeninos de la pintura alemana que simbolizan la victoria de la muerte. Monumentos vivos, gloriosos, de la corrupción de la carne.
La poesía y la matemática son los dos polos extremos del lenguaje. Más allá de ellos no hay nada —el territorio de lo indecible; entre ellos, el territorio inmenso, pero finito, de la conversación.
Enamorado del silencio, el poeta no tiene más remedio que hablar.
La palabra se apoya en un silencio anterior al habla —un presentimiento de lenguaje. El silencio, después de la palabra, reposa en un lenguaje —es un silencio cifrado. El poema es el tránsito entre uno y otro silencio —entre el querer decir y el callar que funde querer y decir.
Más allá de la sorpresa y de la repetición;
Estas Recapitulaciones fueron publicadas por primera vez en Comente alterna., México, Siglo XXI, 1967.


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